La filósofa que alertó contra la distracción y el ensimismamiento actuales hace más de 80 años
Los escritos de Simone Weil sobre la atención, la fuerza política de lo local, los peligros de la desconexión social o la necesidad de pertenencia y cuidados siguen brillando ocho décadas después de su muerte
Simone Weil pasó por la tierra como un cometa, pero su tránsito entre la nada y la nada permanece incandescente. Ochenta años después de su muerte a los 34 años —el 24 de agosto de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial—, su obra se reedita una y otra vez. Sus escritos apuntan nuevas formas de vivir y tratan de temas de actualidad como la importancia de la atención, la fuerza política de lo local, los peligros de la desconexión social o la n...
Simone Weil pasó por la tierra como un cometa, pero su tránsito entre la nada y la nada permanece incandescente. Ochenta años después de su muerte a los 34 años —el 24 de agosto de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial—, su obra se reedita una y otra vez. Sus escritos apuntan nuevas formas de vivir y tratan de temas de actualidad como la importancia de la atención, la fuerza política de lo local, los peligros de la desconexión social o la necesidad humana de pertenencia y cuidados.
Escritora prolífica, Weil advirtió que debemos alejarnos de los espejismos —el 70% de nuestro tiempo lo vivimos entre conjeturas y ensoñaciones, subrayaba—, que el sufrimiento del otro debe ser atendido porque es inaceptable (y que todos en nuestro fuero interno lo sabemos) y que hay que participar activamente en la construcción social comunitaria. Tras sus gafas de miope, aún ahora, desde cualquier foto, sus ojos parecen seguir preguntando: ante lo que acontece, ¿tú qué haces al respecto? Su amigo el poeta Jean Tortel decía que su mirada era “casi insoportable”, y que cuando estaba delante “sencillamente era imposible mentir”.
Distinta a todos, rabiosamente heterodoxa, trabajando y pensando hasta el agotamiento, intelectual con vocación de comprender, transmitir e intervenir en lo real, experimentó la historia en carne propia participando en luchas obreras, en la guerra civil española, ayudando a refugiados que huían de Hitler o Stalin o como miembro de la Resistencia francesa.
En un mundo de hombres, Weil fue la primera de su promoción de Filosofía en la muy elitista École Normale Supérieure francesa (Simone de Beauvoir fue la segunda). Pero su brillantez no la salvó de tener problemas en la institución por contestataria: fue expulsada por fumar en la zona de los estudiantes masculinos, lo que alegró al director de la École, Célestin Bouglé, que veía en Weil una “peligrosa mezcla de anarquista y mojigata”.
Promotora de la idea de arraigo —basada en la necesidad humana de ser parte y partícipe de algún espacio y grupo—, Weil rechazaba el concepto de “sistema filosófico” porque creía que el misterio de la existencia no era reducible a un esquema. Para ella, la filosofía debía ser habitada y vivida, y si no era así la consideraba un mero ejercicio académico, como escribir un tratado sobre el tenis sin tener práctica ninguna en el juego, apunta Robert Zaretsky, autor de La subversiva Simone Weil (Melusina, 2022).
Ausentes de la realidad
En conversación por correo electrónico, Zaretsky revela que Weil vuelve a los fundamentos de la filosofía al preguntar cómo concebimos la finalidad de la filosofía, o, en palabras de Zaretsky: “¿se trata de informarnos sobre lo que diversos pensadores consideraban la buena vida o, por el contrario, formarnos para vivir esa vida?”
En ese pensar actuando y observando, Weil, nacida en París en 1909 en una familia judía acomodada, culta y moderna —su padre era médico y ateo—, avanzó que nos dirigimos a un tiempo ausente, desprovisto de futuro, desconectados unos de otros, donde manda el distanciamiento y la diferenciación entre el yo y el mundo. Ante ese vacío, Weil llama a aprovechar los tiempos de crisis para repensar cómo vivimos, a preservar la cotidianeidad y lo local.
Activista política inclasificable en tiempos furiosamente ideológicos, afirmaba que “la verdad es siempre una verdad sobre algo”. Abominó de los fascismos, pero también de las abstracciones del marxismo y los dogmas del comunismo. Nunca se calló nada. Acogió a León Trotski en la casa de sus padres en París, y aprovechó para preguntarle por qué había ordenado abrir fuego contra los marineros revolucionarios que se opusieron al Gobierno bolchevique en Kronstadt (Trotski le contestó preguntando a su vez si la enviaba el Ejército de Salvación). El filósofo Alain —cuyo nombre real era Émile Chartier, profesor de Weil— la llamaba “la marciana” por su claridad moral, y Albert Camus, que publicó en la colección Espoir de la editorial Gallimard varios volúmenes sobre el pensamiento de Weil a partir de cartas, artículos y diarios de esta, dijo que era “el único gran espíritu de su tiempo”.
En aquella época de violencia radical, de Weil asombraba su compromiso sin fisuras por el otro. Dejándose llevar por una empatía drástica por los que sufrían, se dejó morir en una clínica de Ashford, cerca de Londres, al negarse a recibir alimento y tratarse de tuberculosis en solidaridad con los que no tenían nada.
En cada decisión, en cada acción, Weil mostraba que hay que asumir nuestro lugar en el estado de las cosas y que ese paso es lo que vale. “No le preocupaba el error: su obsesión era el engaño”, reflexiona Carmen Revilla, catedrática de Filosofía de la Universidad de Barcelona y editora de algunas obras de la pensadora, como La agonía de una civilización y otros escritos de Marsella (Trotta, 2022).
El peligro que vislumbró Weil fue el de una sociedad paralizada, “que vive autoengañada por la propaganda, por los medios o por la ilusión”, dice Revilla en conversación telefónica. Para la parisiense el pensamiento es un trabajo a través del cual cada persona se mide con la realidad. Por ejemplo, “cuando nos enfrentamos a una dificultad normalmente la cubrimos para no verla, o la ficcionamos”, alerta Revilla. Ahora, ante retos como el cambio climático o el auge de la ultraderecha, esa tendencia a vivir en nuestra propia ficción resulta preocupante: “Vivimos en un mundo que es un duplicado del mundo real”, reflexiona la catedrática.
Más allá del clima cultural de la época, la peculiaridad de Weil está en su lucidez para captar, como si tuviera rayos X en los ojos, lo esencial en las situaciones que vivió. Y para ello es determinante la atención, “la forma más escasa y pura de generosidad”, decía. Para la pensadora francesa, ver el mundo correctamente significa “dejar de lado lo que la filósofa inglesa, novelista y admiradora de Weil Iris Murdoch llamaba ‘el ego gordo e implacable”, reflexiona Zaretsky.
Es un tipo de atención que acompaña a “la voluntad de suprimir nuestro propio yo para hacer sitio al yo de los demás”, dice. Una capacidad entendida en esa “acepción francesa de attendre: pararse a pensar, atender y esperar con paciencia”, abunda Revilla, quien recuerda que en sus últimos escritos Weil subrayó que la educación de los más jóvenes debe ser sobre todo eso: formarlos en el desarrollo de la atención, algo imprescindible en tiempos de informaciones y notificaciones infinitas.
Eficacia, eficacia, eficacia
Décadas atrás Weil ya alertó sobre los peligros de una sociedad tecnificada, donde nada tiene valor si no se puede medir. “Nos dejamos hipnotizar por las cifras”, y “al sucumbir bajo el peso de la cantidad, al espíritu no le queda otro criterio que el de la eficacia”, escribió.
Para Weil, la ilusión científica sin humanismo lleva a la alienación, y anima a cuestionarse todo lo nuevo para no hundirnos “en el desconcierto o en la inconsistencia”, destaca José Luis Monereo en Simone Weil: filosofía del trabajo y teoría crítica social (Intervención Cultural, 2023). La parisiense no se fiaba de los poderes que fomentaban el escepticismo y el descrédito social —paralizantes para la sociedad civil— y retaba a la reconstrucción de la vida pública a partir de lo pequeño y lo cercano. Hablaba de despertar, de actuar a favor de la democracia y la libertad y de no dejarnos llevar por lo que denominaba “el letargo social”.
Weil no se cansaba de subrayar “la trampa que ha llevado al ser humano a ser esclavo de sus propias creaciones”. Para ella, el trabajo abstracto —ese que no tiene sentido para el que lo ejerce, que no ve ni principio ni fin, organizado a partir del mando, la vigilancia y el control— degrada a la persona, subraya Monereo, catedrático del Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Universidad de Granada.
Su atención al mundo laboral le venía de lejos: siendo una niña se escapó de la casa familiar junto a los Jardines de Luxemburgo para unirse a la manifestación de unos trabajadores que marchaban entonando La Internacional. Y ya no paró. En diferentes momentos de su vida participó en huelgas, dio clases a obreros y conoció los distintos significados del trabajo desde dentro: se embarcó con pescadores en Normandía, bajó a pozos mineros en Le Puy, faenó en una granja de animales en Bourges y trabajó en fábricas como la Renault, que la alejó definitivamente, según sus palabras, de “un mundo de abstracciones”.
En la cadena de montaje de coches, Weil sintió lo que catalogaba de “aflicción”, una sensación de ser “enterrado vivo”, una opresión inexorable que no engendra rebelión, sino sumisión. Por eso abogó por hacer lo posible por transformar a los afligidos “en seres incapaces de aceptar la servidumbre”, escribió. Hannah Arendt, gran lectora de Weil, constató que la francesa afrontaba “la cuestión del trabajo sin sentimentalismos ni prejuicios”. Arendt también tomó nota sobre su reflexión de que en la ficción la maldad es aventura y riesgo y la bondad aburrida y monótona, cuando, a juicio de Weil, la realidad demuestra que la primera es vulgar y cutre, y la segunda única y diferente, la única posibilidad de acercarnos al otro.
Deberes humanos
Para Weil es una cuestión fundamental preguntarnos qué debemos a los demás, en lugar de lo que los demás nos deben a nosotros, según Zaretsky. En esa senda, cree que hay obligación incondicional de ayuda, cuidados y soporte entre personas, según se explica en la obra de Weil Raíces del existir. Preludio a una declaración de deberes hacia el ser humano (Comares, 2023).
Y llegar a una realidad cívica decente solo es posible a través de una escucha compasiva, genuina y activa, según la pensadora francesa. Pero, contrariamente a lo que se cree, “ser capaz de atender adecuadamente a alguien que está experimentando un gran sufrimiento y degradación social es una de las cosas más difíciles de la vida”, reflexiona Sophie Bourgault, autora de Simone Weil, Beyond Ideology? (Palgrave Macmillan, 2020).
Para Bourgault, no es coincidencia que el relato de Weil sobre la atención y la compasión haya suscitado tanto interés en las dos últimas décadas. “Weil tiene algo bastante inspirador y oportuno que ofrecer a una época parcialmente definida por la velocidad, el ruido y la distracción” como la nuestra, apunta esta profesora de la Escuela de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Ottawa (Canadá).
A partir de esa escucha los humanos podremos atender nuestros deberes de cubrir las necesidades físicas y morales de unos y otros: hambre, protección contra la violencia, refugio, cuidados en caso de enfermedad, libertad, responsabilidad, igualdad, seguridad, etcétera. Según Weil, esta senda es posible porque hay una raíz invisible que agrupa a todos los seres humanos “por su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva ciertos tesoros del pasado y ciertas premoniciones del futuro”. Un futuro que puede saltar en pedazos ante la presencia de la guerra.
Violencia ciega
El pensamiento weiliano no es sencillo porque en todo momento apunta hacia la complejidad intrínseca y radical del oficio de vivir, en la contradicción inherente que habita en cada uno de nosotros. Creía en la colectividad, pero a su vez nunca pensó que esta estaba por encima del individuo. Y no se dejó llevar por bandos o grupos. Entre otras cosas, fue una pacifista convencida que ante el estallido de la guerra civil española decidió formar parte de un grupo de brigadistas internacionales de la Columna Durruti. “La guerra no me gusta, pero lo que más me indigna de ella es la actitud de los que se cruzan de brazos”, escribió.
En agosto de 1936, con 27 años, se trasladó a Barcelona y después a Pina, en el frente del Ebro, para defender la República del golpe militar. Su experiencia apenas duró 45 días, pero la violencia ciega que vivió la descorazonó. Lo que empezó siendo “una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y un clero cómplice de los propietarios” se había convertido “en una guerra entre Rusia, Alemania e Italia”, escribió en una carta recogida en La columna, de Adrien Bosc (Tusquets, 2023), a Georges Bernanos, que vivió la contienda española en el bando nacional, en Mallorca, una experiencia narrada en su libro Los grandes cementerios bajo la luna. En sus reflexiones, Weil muestra su profunda animadversión a las consignas y advirtió que en esas semanas en guerra en ningún momento vio a nadie “expresar, ni siquiera en la intimidad, la repulsión, el desagrado ni tan solo la desaprobación por la sangre vertida inútilmente”. Y quizás le heló la sangre respirar esa especie de embriaguez en la que caen “los humanos cuando entienden que pueden matar sin castigo ni culpa”. Como cantaban The Temptations en su canción War: “¿Para qué sirve la guerra? Absolutamente para nada. Solo para romper corazones”.
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