¿Todo irá bien?
Microsoft y Alphabet ultiman sus ofertas de inteligencia artificial. Quizá se jueguen su existencia en el envite
Los siglos XIX y XX fueron prolíficos en novedades tecnológicas. El ferrocarril, el telégrafo, el teléfono o la bombilla eléctrica son inventos anteriores a 1900. Después surgieron el avión, la penicilina, la energía nuclear o los ordenadores. El mundo estaba lleno de innovaciones y de posibilidades económicas por explotar, pero la competencia empresarial derivó en monopolios y oligopolios que destruían tanto como construían (a eso lo llaman destrucción creativa), con unos recursos lo bastante inmensos como para hacer doblar la rodilla a los gobiernos y, por supuesto, a la gente.
El mom...
Los siglos XIX y XX fueron prolíficos en novedades tecnológicas. El ferrocarril, el telégrafo, el teléfono o la bombilla eléctrica son inventos anteriores a 1900. Después surgieron el avión, la penicilina, la energía nuclear o los ordenadores. El mundo estaba lleno de innovaciones y de posibilidades económicas por explotar, pero la competencia empresarial derivó en monopolios y oligopolios que destruían tanto como construían (a eso lo llaman destrucción creativa), con unos recursos lo bastante inmensos como para hacer doblar la rodilla a los gobiernos y, por supuesto, a la gente.
El momento más representativo de ese mundo en pleno cambio ocurrió en Estados Unidos, durante el tránsito entre un siglo y otro. Los “barones ladrones”, los Morgan, Rockefeller, Valderbilt, Astor, Carnegie o Hearst lo decidían casi todo, desde qué era la verdad (a través de la prensa) hasta el precio del trigo.
Queda de aquella época una frase maravillosa de Jay Gould, el gran patrón de los ferrocarriles estadounidenses, como ejemplo de la soberbia de toda una generación de magnates. Cuando le dijeron que no podía seguir matando de hambre a los obreros y que acabaría enfrentándose a huelgas masivas, Gould respondió que eso no era un problema: “Puedo contratar a la mitad de los trabajadores y hacer que maten a la otra mitad”. Un ejemplo entre muchos sobre la ausencia de la ética, o incluso de la decencia, en la creación y expansión de imperios empresariales.
Curiosamente, en lo que llevamos de siglo XXI los grandes oligopolios están obligados a comer en un mismo plato y a competir en un mismo terreno tecnológico, heredado del siglo XX. Aunque la mayor empresa del mundo sea ahora mismo la petrolera saudí Aramco, casi todas las que siguen viven del chip y el algoritmo: Apple, Microsoft, Alphabet (antes Google), Amazon, Meta (antes Facebook).
Estos días, dos de los grandes, Microsoft y Alphabet, ultiman a toda prisa los ensayos de sus ofertas de inteligencia artificial. De momento no son gran cosa. Pero ambas se juegan mucho, quizá la existencia, en el envite. Sobre todo Alphabet, el 80% de cuyos ingresos proceden de algo tan viejo como la publicidad. Seamos conscientes de que la inteligencia artificial supone un salto desde lo que conocemos a lo que no conocemos y acaso no seamos capaces de controlar: hablamos de máquinas con capacidad cognitiva, es decir, de hablar, comprender, aprender y cambiar por sí mismas.
Siempre que se habla de inteligencia artificial se escuchan los compromisos éticos de sus creadores y se evocan aquellas tres leyes enunciadas por Isaac Asimov: un robot no dañará a un humano, un robot cumplirá las órdenes humanas, salvo cuando vulneren la primera ley, y un robot protegerá su propia existencia mientras ello no contradiga las dos leyes anteriores.
Sabemos que hasta ahora estas grandes empresas han jugado sucio de forma sistemática, tanto abusando de su posición dominante en el mercado como manipulando (vía algoritmo) a sus usuarios. Dentro de muy poco lanzarán (nos lanzarán) algo tan delicado y con tantas incógnitas como la inteligencia artificial. Competirán a muerte entre ellas. No se detendrán ante nada.
Y, sin embargo, tendemos a creer que todo irá bien. Pasan los siglos. La ingenuidad humana permanece.
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