Vivamos la década más brillante de nuestra historia. Es el momento

¿Lograremos poner en marcha la agenda de cambios que urgen para salvar nuestra existencia? ‘Ideas’ adelanta un extracto del nuevo libro del economista José Moisés Martín Carretero, para quien la ocasión de un cambio de orientación está más abierta que nunca

'Gaia', obra del artista Luke Jerram, durante su exhibición en Greenwich, Londres, en 2020.Victoria Jones (PA Images via Getty Images)

Vivimos en un tiempo de contradicción: nos maravillamos de los avances económicos y sociales de las últimas décadas al tiempo que miramos hacia el futuro con escepticismo y temor. El ser humano, tras decenas de miles de años viviendo prácticamente a niveles de subsistencia, lleva apenas diez generaciones disfrutando de una era de prosperidad sin precedentes. Una prosperidad que ha permitido sostener sobre el planeta la vida de miles de millones de personas, con altos niveles de productividad agrícola, un desarrollo tecnológico que hubiera sido considerado poco menos que brujería hace apenas do...

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Vivimos en un tiempo de contradicción: nos maravillamos de los avances económicos y sociales de las últimas décadas al tiempo que miramos hacia el futuro con escepticismo y temor. El ser humano, tras decenas de miles de años viviendo prácticamente a niveles de subsistencia, lleva apenas diez generaciones disfrutando de una era de prosperidad sin precedentes. Una prosperidad que ha permitido sostener sobre el planeta la vida de miles de millones de personas, con altos niveles de productividad agrícola, un desarrollo tecnológico que hubiera sido considerado poco menos que brujería hace apenas doscientos años —un parpadeo en la historia de la humanidad—, la extensión de un régimen político —la democracia— que estaba arrinconada en los libros de historia como un pequeño experimento político en la antigua Grecia, y un sistema de derechos y libertades que no es ni mucho menos perfecto, pero que ha codificado los derechos inherentes a la naturaleza humana con una fuerza política y social que no conocíamos. Nuestra esperanza de vida se ha multiplicado por dos, y la mortalidad infantil, uno de los aspectos que más castigaban a nuestra especie, se ha reducido hasta cotas inéditas. La gran mayoría de la población mundial tiene acceso a niveles de educación y de formación que serían un sueño de los grandes sabios del pasado, y más de seis de cada diez personas están conectadas al mundo a través de internet.

La pobreza absoluta, que asolaba a cerca del 40% de la población mundial hace apenas medio siglo, se sitúa por debajo del 8%. En poco más de dos siglos hemos pasado de admirar a las aves como dueñas del cielo a pisar nuestro satélite, a enviar sondas más allá de nuestro sistema solar, y a explorar, gracias a los avances en robótica, otros planetas de nuestra esquina del universo. (...) Todo ello en pocas generaciones. Por poner en perspectiva el asombroso avance de la especie humana en los últimos doscientos años, recordemos aquel calendario cósmico de Carl Sagan en el que en el primer segundo del 1 de enero se iniciaba el Big Bang. En ese calendario, cada mes supondrían 1.200 millones de años, de manera que la Tierra surgió en septiembre, la fotosíntesis que llenó de oxígeno nuestro planeta, en octubre, y la era de los dinosaurios, hace apenas dos días, el 29 de diciembre. El día 31 de diciembre surgía el ser humano, sobre las 21.25. Colón llegaba a América a las 23.59.58 del día 31 de diciembre, y de esta manera, prácticamente todo el progreso que ha llevado al ser humano a ser la especie que es hoy en día ocurrió durante el último segundo de este calendario cósmico. Visto en perspectiva, la explosión humana tras milenios de una existencia breve, empobrecida y a merced de la naturaleza ha sido apenas un instante en la historia de nuestra realidad.

Sin embargo, nos acecha un sentimiento de zozobra sobre todo lo que el ser humano está consiguiendo. Se multiplican los mensajes negativos sobre el futuro: la crisis ecológica acecha a la vuelta de la esquina, mientras que el apocalipsis tecnológico, la quiebra social o el derrumbe de las democracias se abren paso como futuribles en la opinión pública. La sensación de miedo ante el futuro se multiplica en prácticamente todas las sociedades, que miran hacia el pasado buscando una arcadia que nunca existió, un lugar donde todo era sólido. Y aunque hay numerosos autores que se esfuerzan por hacernos ver las dimensiones de este progreso inesperado, la percepción de la opinión pública es rotunda, al menos en Occidente: las nuevas generaciones vivirán peor que las anteriores. Solo en los países emergentes la población tiene una percepción positiva del futuro. Esta sensación sombría contrasta con las percepciones de hace apenas un par de décadas. Cuando cayó el muro de Berlín, en 1989, el planeta iniciaba una era de optimismo centrado en el proceso de la democracia, la extensión de los intercambios económicos entre los países, el desarrollo tecnológico generado por la irrupción de internet y la percepción de que el planeta podría entrar en una larga era de prosperidad. En aquel momento, Naciones Unidas hablaba del dividendo de la paz que se lograría al dejar de invertir en armamento para poder hacerlo en el desarrollo humano sostenible. En aquella década no solo se estrenaron las democracias de Europa del Este, sino que se logró un acuerdo de paz entre Israel y los palestinos, se acabaron las guerras civiles de Centroamérica, se establecieron regímenes democráticos en Latinoamérica, se acabó el apartheid, se desarrollaron varias cumbres mundiales (...) para construir una agenda global de desarrollo sostenible y se consolidó una serie de objetivos —los Objetivos de Desarrollo del Milenio— que fueron proclamados como la agenda necesaria para acabar con la pobreza mundial. Apenas un par de décadas después, nos encontramos con un panorama sombrío, pese a los notables logros alcanzados en las últimas décadas. Decía el historiador Yuval Harari que, una vez que el ser humano ha “matado a Dios”, por la extensión del humanismo frente a las religiones tradicionales, se ha quedado sin un interlocutor: si ya no hablamos con Dios, ¿con quién hablamos? En realidad, hablamos con nosotros mismos; con nuestro futuro. Pero si nos quedamos sin futuro, ¿qué haremos entonces?

Los acontecimientos no han ayudado: sin ningún género de dudas, el año 2020 pasará a la historia de la humanidad como uno de los más nefastos de lo que llevamos de siglo, culminando así una década marcada por la doble crisis económica, la desigual recuperación y el freno a la globalización que había campado a sus anchas a lo largo de las últimas tres décadas. Ha sido la década del Brexit, del regreso de las democracias iliberales, del auge de los populismos, la década de Trump y la década en la que la desigualdad entró en nuestra agenda política y social. (...) La década que iniciamos en 2021 partía de una situación muy particular, con un planeta esperando rehacerse de los destrozos humanos, políticos y socioeconómicos causados por la pandemia. Una década que debía llevarnos a gestionar adecuadamente la digitalización de la economía, evitando los excesos de un puñado de compañías que operan a nivel global acumulando poder económico y social; que nos debían resituar en la senda de la sostenibilidad, transformando aceleradamente nuestra base energética hacia un modelo que debe reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 55% para el año 2030. (…)

La oportunidad de un cambio de orientación está más abierta que nunca y, si somos capaces de fraguar un nuevo contrato social capaz de avanzar sin dejar a nadie atrás, podemos vivir una de las décadas más brillantes de nuestra historia. Lamentablemente, no está escrito en ningún sitio que vayamos a acertar, y cualquier cisne negro puede dirigirnos de nuevo a una nueva etapa de decadencia y de oscurantismo. No será un paseo triunfal, sino una tarea ardua, procelosa y arriesgada en la que estamos llamados a contribuir sabiendo que no tendremos muchas oportunidades mejores.

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