¿Qué haría si no tuviera miedo?

Una pintada en una calle de Barcelona y varios ensayos invitan a pensar sobre la libertad, esa idea tan invocada en los últimos tiempos

Bea Crespo

Se acaban las vacaciones, ese periodo en el que se da una suspensión temporal y controlada del orden. Se va ese tiempo solar en el que vivimos la mejor versión de nosotros mismos. Volvemos a lo repetido, a lo conocido, y entonces nos preguntamos: ¿hasta qué punto somos libres?

Nos imaginamos en una moto con el pelo al viento, salvajes, cantando Harley Davidson como Brigitte Bardot, pero la realidad es algo más parecido a llegar al portal de casa para darte cuenta de que has olvidado c...

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Se acaban las vacaciones, ese periodo en el que se da una suspensión temporal y controlada del orden. Se va ese tiempo solar en el que vivimos la mejor versión de nosotros mismos. Volvemos a lo repetido, a lo conocido, y entonces nos preguntamos: ¿hasta qué punto somos libres?

Nos imaginamos en una moto con el pelo al viento, salvajes, cantando Harley Davidson como Brigitte Bardot, pero la realidad es algo más parecido a llegar al portal de casa para darte cuenta de que has olvidado comprar champú. Décadas de exposición a la vieja propaganda acerca del denominado mundo libre nos lleva a la conclusión de que vivimos en plena libertad. Pero a veces lo dudamos. Nuestras vidas están sometidas a un sinfín de reglas morales, de convenciones sociales —explícitas unas, invisibles la mayoría—y a un sistema económico y tecnológico tiránico. Sentimos como si no tuviéramos elección, enmarañados en mil cosas. Atrapados.

La palabra es una obsesión contemporánea. Está en boca de todos. Mires donde mires. Se usa en la economía, en política, en las relaciones personales, en el mundo de la cultura. Solo un detalle: en los últimos Premios Goya había dos películas con ese nombre —Libertad, de Enrique Urbizu, y Libertad, de Clara Roquet—, lo que causó más de un equívoco en el transcurso de la ceremonia. Y hay mil canciones sobre ella. De The Velvet Underground a The Beatles, de Angèle a Beyoncé, de Nino Bravo a Andrés Calamaro, de Bob Dylan a Bob Marley, todos hablan de ese anhelo inequívocamente humano.

Comprender lo que significa la libertad puede parecer sencillo, pero es un estado gaseoso con mil acepciones. De un tiempo a esta parte, una de las más comunes es identificar la libertad con esa capacidad de elegir entre una variedad de productos, entre unas zapatillas Vans altas o bajas o entre unas Nike con plataforma o sin ella. También se identifica libertad con hacer todo lo que a uno se le pase por la cabeza: llevar mascarilla en el transporte público solo si uno quiere, o insultar al que no piensa igual si uno siente unas irresistibles ganas de hacerlo. Pero algo está pasando: cada vez hay más voces que enfrentan esta caduca idea de posibilidades infinitas a la idea de limitación.

Lo contrario a la libertad es la adicción, subraya la ensayista y poeta estadounidense Maggie Nelson. Y esa dependencia de comportamiento a lo último, a lo nuevo, a lo que nos apetece en todo momento —esclavos de nosotros mismos—, llevado al límite, es un carrusel de abrupto final. En Sobre la libertad. Cuatro cantos de restricción y cuidados (Anagrama), Nelson reflexiona sobre esa fetichización de la libertad, una palabra mágica que, como una llave maestra, parece abrir la puerta a todo, en cualquier parte, en cualquier momento.

En su escrito, la poeta de San Francisco nos ofrece una pista luminosa: poner límites y renunciar es también un acto de libertad. Inspirándose en Naomi Klein, Nelson pide que reimaginemos “cómo negociar con las diversas restricciones materiales que dan forma y posibilidad a nuestras vidas”. Para empezar, quizás la libertad también es ser capaz de transformar la mirada ante las normas que estructuran nuestro mundo. ¿Es eso posible?

Todo a nuestro alrededor cambia a la velocidad del rayo, pero, extrañamente, nos parece difícil que nosotros podamos cambiar. Aunque el mundo se hunda. Al fin y al cabo, creemos que hacemos lo que podemos y la zona de confort es lo que tiene: es cómoda. Louis Stevenson escribió que el precio que tenemos que pagar por el dinero se llama libertad. Habrá entonces que darle la vuelta al calcetín, cambiar el eje del sistema.

En Esta vida. Por qué la religión y el capitalismo no nos hacen libres (Capitán Swing), el filósofo Martin Hägglund dice una verdad simple y asombrosa: nosotros no hemos hecho el mundo, fuimos hechos por él. “La vida es sobre todo y primero una forma de autoconservación. Estar vivo es estar ocupado en la actividad de mantener una vida”, escribe. Pero esa ocupación es algo más. Estar vivo significa también ser libre. Según el pensador sueco, la condición humana de la libertad es entender que somos finitos y que debemos preguntarnos qué hacer con ese tiempo. Todo depende de la respuesta a esa pregunta. “Decidir vivir (o no), cuidar de los míos, buscar acumular dinero (o no), hacer como que el cambio climático no va conmigo, cómo trato a los desconocidos, qué ponemos por delante ejerciendo la libertad, qué priorizamos, a qué le damos urgencia”, es algo que debemos pensar por nosotros mismos, advierte Hägglund.

Se trata de una labor común. Los afortunados con techo, comida y trabajo (a veces) quizás somos libres, pero a lo mejor preferimos no ejercer nuestra libertad. Probablemente tenemos claro que nos gustaría mejorar las cosas, pero quizás da miedo decidirse. “Mi conciencia siempre ha sido como un perro bien entrenado. Si le digo que se vaya a una esquina y que se esté quieta, lo hace”, dice William Holden en la película Espía por mandato, donde interpreta a un hombre de negocios sueco-americano con relaciones comerciales con la Alemania hitleriana al que los aliados le obligan a obtener información sobre los nazis.

Tal vez ha llegado el momento de escuchar, aunque sea disimuladamente, a nuestra conciencia. No hay para tanto: libertad es una palabra con minúsculas, y se parece mucho al acto de remar hacia una idea mejorada del mundo y de nosotros mismos. Se trata de pensar mano a mano los asuntos del futuro. No estamos solos en eso. Entre la necesidad y la libertad, algunos de nuestros antepasados en el planeta Tierra ya lo hicieron en su momento. Como una flecha en el tiempo, gracias a la lucha de millones de personas en tantos lugares antes que nosotros —a veces pagando con su vida, en movimientos obreros, feministas, antirra­cistas o anticolonialistas— somos muchos los que disfrutamos de derechos que nos ofrecen la capacidad de ser libres.

En esa estrecha frontera entre el reino de la necesidad y el reino de la libertad hay una ventana, hay sol. Hay un camino abierto. Quizás un buen atajo —cada uno en sus circunstancias— es actuar como si fuéramos realmente libres. Como polizones disfrazados de capitanes con el plan de apoderarse del barco. Si ese camino abierto tuviera alguna pared, podría incluir la misma frase pintada en una esquina de una calle de Barcelona. La frase es una pregunta y dice: “¿Qué harías si no tuvieras miedo?”.


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