Byung-Chul Han, un filósofo contra la sociedad sin aliento
El pensador surcoreano, tan alabado como criticado, dio sus primeros pasos en la metalurgia y se hartó de pan con mermelada en su llegada a Berlín. En su nuevo libro sobre el capitalismo prosigue en su disección del malestar
Vivimos en tiempos impredecibles, y el signo de interrogación es el mejor néctar para el ejercicio de la filosofía. Una de las estrellas en este campo es Byung-Chul Han (Seúl, 63 años), autor de una quincena de escuetos libros que definen las múltiples formas del malestar contemporáneo. Siguiendo el hilo de algunos de sus ensayos, descubrimos que vivimos en La sociedad de la transparencia (2013) y La sociedad paliativa (2021), en una Infocracia (2022) gobernada por la Psicopolítica (2014) que ...
Vivimos en tiempos impredecibles, y el signo de interrogación es el mejor néctar para el ejercicio de la filosofía. Una de las estrellas en este campo es Byung-Chul Han (Seúl, 63 años), autor de una quincena de escuetos libros que definen las múltiples formas del malestar contemporáneo. Siguiendo el hilo de algunos de sus ensayos, descubrimos que vivimos en La sociedad de la transparencia (2013) y La sociedad paliativa (2021), en una Infocracia (2022) gobernada por la Psicopolítica (2014) que provoca La expulsión de lo distinto (2017) y La agonía del Eros (2014).
Fiel a su tiempo, el pensador es un mar de paradojas. Odia los smartphones, pero tiene uno; detesta las redes sociales, aunque una frase suya puede romper internet; clama contra la autoexplotación, pero publica al menos un libro al año, y es hijo de la sociedad surcoreana pero ejerce de pensador en Alemania, el reino de la filosofía occidental. Extraordinario divulgador, se doctoró en Friburgo con una tesis sobre Heidegger. Es profesor de Filosofía en la Universidad de las Artes de Berlín, pero algunos filósofos serios se resisten a considerarlo uno de los suyos. Él responde que el problema reside en que el ámbito académico es un dinosaurio incapaz de dar respuesta a los problemas actuales.
“Es un gran fenomenólogo. Observa y ordena lo observado y lo interpreta en una estructura filosófica”, apunta Raimund Herder, director de la editorial del mismo nombre, editor de casi toda la obra de Han y gran conocedor de su pensamiento. “En su gran libro La sociedad del cansancio (2017), por ejemplo, nos muestra la realidad social, nos muestra qué vemos, pero sin ver de verdad. Y al darle nombre, Han nos hace ver”, argumenta vía correo electrónico. “Esto es filosofía en su mejor forma. Nos abre los ojos. Nos saca del autoengaño”.
Siguiendo con la paradoja, su obra es un faro que ilumina, pero su luz es oscura. Clama contra la desintegración de lo que nos hace humanos —el tiempo, la relación con los otros, lo complejo— y avisa de los peligros de la absolutización de la eficacia y de sistemas laborales desenfrenados que nos llevan a una vida de muertos vivientes, sin aliento.
En su última obra, Capitalismo y pulsión de muerte, que se publica el martes, el filósofo germano-coreano advierte de que nuestro sistema económico actual es un cuerpo lleno de tumores que se metastatizan, y que lo que en el pasado fue productivo solo alberga ya destrucción. Su tesis es que la clave del mantenimiento de un statu quo tan perjudicial es que creemos que vivimos en libertad, lo que impide la idea de resistencia o revolución. Y nos ahogamos en el imperativo de lo “positivo”, aceptando la comercialización total de una vida que solo admite dos estadios: funcionar o fracasar.
Han es muy crítico con la noción de desarrollo tecnológico, pero no siempre fue así. De pequeño jugaba con la radio, con aparatos eléctricos, y de adolescente se matriculó en Metalurgia en la Universidad de Corea. Pero provocó una explosión con productos químicos que casi lo deja ciego y abandonó la carrera.
Fue un abrupto giro de volante. Mintió a sus padres y les dijo que se iba a Alemania a ampliar sus estudios técnicos. Cuando llegó a Gotinga tenía 22 años, no hablaba alemán, comía pan con mermelada —no tenía para más— y soñaba con estudiar Literatura, aunque finalmente se volcó en la Filosofía. En poco tiempo se enamoró de la cultura alemana, de Walter Benjamin y Peter Handke, de “la pequeña ciudad de Berlín” (recordemos que venía de Seúl, una ciudad de un millón de habitantes en 1945 y más de 10 millones solo 45 años después). En una entrevista en la revista Zeit explicó que no es feliz, pero disfruta paseando o comiendo, algo difícil en su país de acogida. “Los alemanes no parecen apreciar la buena comida. Quizá venga del protestantismo, esta hostilidad hacia la sensualidad”, dijo.
Al final, su filosofía se puede expresar en una observación: tendríamos que plantearnos cómo queremos vivir. “Pensar es la actividad más peligrosa, quizá más que las bombas atómicas. Puede cambiar el mundo. Por eso Lenin dijo: ‘¡Aprended, aprended, aprended!”, le confesó al periodista Francesc Arroyo en este mismo periódico en 2014.
En sus sucesivas obras, el pensador advierte de que antes estaba el orden terrenal, y ahora manda el orden digital. Y avisa: la digitalización elimina la sustancialidad del mundo, transformándolo en un lugar sin resplandor. Algo parecido al de La policía de la memoria, la novela de la escritora japonesa Yoko Ogawa, que habla de un futuro donde los recuerdos desaparecen y la gente vive en perpetua desintegración.
“Fiel a sus raíces orientales que beben del budismo y del taoísmo, Han no ofrece una nueva y definitiva propuesta de futuro, si no pequeñas pistas de cambios profundos ligados a la tierra, a la comunidad, a una vida más pausada”, reflexiona al teléfono Fernando Pérez-Borbujo, doctor en Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra, que estudió en Tubinga y Berlín y conoce bien la obra del surcoreano.
Este verano, Han estuvo en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander. Allí explicó que la digitalización está generando un nuevo ser y un nuevo tiempo, y que hay que reajustar el sistema. Expresó sus ganas de trabajar en una nueva filosofía política que refleje un cambio de relación entre los humanos y la naturaleza. Una especie de república de los vivos. Y fue allí donde dijo que su palabra favorita en nuestro idioma es “ojalá”, una expresión que por sí sola “refuta el imperativo categórico de Kant de un plumazo”, aseguró.
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