Síndrome del empobrecimiento

Habrá problemas políticos y sociales si se dan respuestas con el estómago

Una joven hace la compra en un DIA de Madrid el pasado 10 de agosto.Andrea Comas

Pegue la hebra en cualquier gran superficie de alimentación o en una pequeña tienda de ultramarinos. Azuce los oídos: menos consumo, marcas blancas, continuas quejas por los nuevos precios (en algunos casos, tan solo respecto a los de la semana pasada) e incluso discusiones sobre el peso auténtico de lo comprado (leído en uno de esos espacios: “Debido a circunstancias ajenas a la empresa, queda prohibido introducir básculas al interior del supermercado. Ya lo pesamos nosotros por ti”), etcétera. Continúe escuchando: estas compras sustituirán a otras; nada de ropa nueva, ni de productos cosméti...

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Pegue la hebra en cualquier gran superficie de alimentación o en una pequeña tienda de ultramarinos. Azuce los oídos: menos consumo, marcas blancas, continuas quejas por los nuevos precios (en algunos casos, tan solo respecto a los de la semana pasada) e incluso discusiones sobre el peso auténtico de lo comprado (leído en uno de esos espacios: “Debido a circunstancias ajenas a la empresa, queda prohibido introducir básculas al interior del supermercado. Ya lo pesamos nosotros por ti”), etcétera. Continúe escuchando: estas compras sustituirán a otras; nada de ropa nueva, ni de productos cosméticos, ni de electrónica… El presupuesto familiar no da para más. Mientras tanto, los endeudados ven subir el coste de sus hipotecas y demás créditos (dos incrementos casi seguidos del precio del dinero por parte del Banco Central Europeo), y los ahorradores, mirando inquietos la pérdida de valor de su dinero y la caída, día tras día, de las Bolsas de valores. Ejemplos del síndrome del empobrecimiento que ha penetrado como un chorrón de agua fría en la sociedad española.

Adquirir hoy un automóvil nuevo significa esperar, como media, de seis meses a un año a que lo entreguen. Faltan distintos componentes, no solo los semiconductores de Taiwán. Está fallando la cadena de abastecimiento, lo que sucede al menos desde hace dos años. No es un problema puntual ni solo un asunto de precios. España, como el resto de los países europeos, no dispone de cientos de productos de utilización cotidiana. Nos dimos cuenta de ello durante la pandemia, cuando se descubrió que no había ni mascarillas para todos ni suficientes respiradores para los enfermos. La cuestión es si se ha ido demasiado lejos en la deslocalización de empresas durante las últimas décadas: el traslado de muchas de esas empresas a países lejanos que han presentado condiciones más favorables o porque los costes laborales eran más bajos, o porque las jornadas de trabajo eran más largas, o porque la regulación ambiental era más laxa, o por la existencia de facilidades de producción —energéticas, fiscales, de seguridad…— de las que no se dispone aquí. Ello generó fragilidad en el seno de las sociedades. Una mayoría de los bienes que se producen, o de los servicios que se prestan, lo hacen en pocos lugares y a distancias de los mercados europeos.

La deslocalización es un concepto muy ligado a la globalización. La historia muestra cómo en periodos de dificultades económicas (las guerras del petróleo, la Gran Recesión…) o de conflictos bélicos (ahora Ucrania), las sociedades se ensimisman, disminuye la integración y aumenta el nacionalismo económico. El historiador E. H. Carr publicó en los años treinta su clásico La crisis de los veinte años 1919-1939 (editorial Catarata), en el que analiza ese gran paréntesis de dos décadas que supusieron las guerras mundiales y en medio de ellas la Gran Depresión, que fue un parteaguas entre dos oleadas de globalización.

Es muy difícil en estas circunstancias hacer políticas económicas ortodoxas. Para gobiernos de uno u otro signo. Por ello se habló tanto, en el debate del martes pasado en el Senado, de la extensa niebla de la incertidumbre y de las medidas de excepción sobre el libre funcionamiento del mercado. Tanto por parte del presidente del Ejecutivo como por la de Núñez Feijóo. La diferencia estaba solo en el grado. La intervención se ha convertido en la norma “contra el obsceno guion neoliberal” de la anterior crisis, como dijo Pedro Sánchez. El secretario general del Partido Democrático italiano, Enrico Letta, que se enfrenta a unas elecciones legislativas en dos semanas, opina que, si la extrema derecha gana en Italia, Europa se contagiará porque será “el signo de una respuesta a la crisis vivida de la pandemia y de la guerra. Una respuesta de estómago y de ruptura del equilibrio. Una respuesta antieuropea” (EL País, 4 de septiembre).

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Ahora hay un conflicto bélico cuyas consecuencias económicas para Europa se han puesto en primer plano. Hay momentos en que parece haber entrado en un callejón sin salida. Atención a las consecuencias no previstas.

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