La crueldad líquida
Los mares son un espacio donde caben todos los horrores y todas las aventuras, héroes y piratas, ecologismo e ilegalidades
Dadas las fechas y las temperaturas, puede que el lector tenga planeado darse un chapuzón en el mar. Por añadir un poco de emoción al acto, el bañista debería ser consciente de que se zambulle en un inmenso campo de batalla, en un espacio donde ocurren cosas terribles. Ahí en el horizonte, a poco más de 20 kilómetros de la costa, deja de existir la ley porque nadie puede imponerla.
Y si tras el baño apetece un plato de pescado, hay una posibilidad entre cinco de que el pez en cuestión haya sido atrapado por uno de los miles de barcos ilegales (con propietarios sin ningún escrúpulo y tri...
Dadas las fechas y las temperaturas, puede que el lector tenga planeado darse un chapuzón en el mar. Por añadir un poco de emoción al acto, el bañista debería ser consciente de que se zambulle en un inmenso campo de batalla, en un espacio donde ocurren cosas terribles. Ahí en el horizonte, a poco más de 20 kilómetros de la costa, deja de existir la ley porque nadie puede imponerla.
Y si tras el baño apetece un plato de pescado, hay una posibilidad entre cinco de que el pez en cuestión haya sido atrapado por uno de los miles de barcos ilegales (con propietarios sin ningún escrúpulo y tripulaciones esclavizadas) que compiten por exterminar la fauna marina. La pesca clandestina es un negocio de 20.000 millones de euros anuales. Según un estudio del Foro Económico Mundial publicado en 2016, en menos de 30 años habrá en el mar, en toneladas, más plástico que fauna.
Océanos sin ley (Capitán Swing) es el libro de un periodista de The New York Times, Ian Urbina, que ha pasado años ejerciendo el empleo de corresponsal en alta mar. Se publicó hace poco en España. Conviene advertir de que su lectura puede resultar desmoralizante para los profesionales españoles de la información. En un momento dado, por ejemplo, Urbina está siguiendo por satélite desde Nueva York la ruta de un pesquero asiático de reputación infame (el Oyang 75) y comprueba que se dispone a atracar en Montevideo. “Contraté de inmediato a un investigador argentino para que volara a Uruguay”, escribe Urbina. Lujos neoyorquinos que, en cualquier caso, refrendan la solvencia del trabajo del reportero.
El Oyang 75 pertenece, como el Oyang 70, que naufragó en 2010, a una corporación coreana con muchos barcos, más de 60, y pocos escrúpulos llamada Sajo Oyang. En el Oyang 70, los tripulantes indonesios cobraban 180 euros mensuales, sufrían abusos sexuales y trabajaban 20 horas diarias seis días por semana. Un capitán incompetente y alcohólico causó el hundimiento del barco cerca de Nueva Zelanda porque se obstinó en seguir cargando las redes cuando el peso de las capturas provocaba ya un peligroso escoramiento. “La naturaleza es deliciosa”, proclamaba el lema de la empresa coreana.
Quien asumió la difícil tarea de lavar la imagen de Sajo Oyang fue un neozelandés de origen maorí, Glenn Inwood, un especialista en relaciones públicas avezado en tareas poco edificantes: además de trabajar para las industrias pesqueras más destructivas y despiadadas con sus empleados, representa los intereses de los balleneros japoneses y de tabaqueras estadounidenses.
Océanos sin ley, un trabajo absolutamente recomendable, habla de héroes y piratas, de barcos ecologistas y de crueldades sin límites, de cómo el 70% de la superficie planetaria padece un saqueo que nadie es capaz de controlar, de tráficos ilegales y terrorismo. En un mar tan diminuto y frecuentado como el Mediterráneo, cuna de la civilización, el año pasado se ahogaron 2.048 inmigrantes que intentaban llegar a Europa, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones de Naciones Unidas. 2.048. Cinco muertes diarias.
Ahora, al chapuzón.
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