Ucrania, Siria
Los movimientos de resistencia rara vez son tan hermosos como nos los pintaron en las fantasías europeas posteriores a 1945
Demos por supuesto que en todo esto habrá cosas bonitas y emotivas: una Unión Europea algo más erguida, una enorme solidaridad con los refugiados ucranios (son como nosotros, blancos y culturalmente cristianos; si no me entienden, piensen en Lesbos), un generoso envío de armas y provisiones, miles de discursos, millones de lágrimas. Compartiremos la angustia ante la atrocidad cometida por Vladímir Putin y compartiremos el dolor de Ucrania.
Vayamos ahora al pasado reciente.
¿Se acuerdan de Siria? ¿De aquella guerra? Empezó como una sublevación joven, idealista y relativamente libe...
Demos por supuesto que en todo esto habrá cosas bonitas y emotivas: una Unión Europea algo más erguida, una enorme solidaridad con los refugiados ucranios (son como nosotros, blancos y culturalmente cristianos; si no me entienden, piensen en Lesbos), un generoso envío de armas y provisiones, miles de discursos, millones de lágrimas. Compartiremos la angustia ante la atrocidad cometida por Vladímir Putin y compartiremos el dolor de Ucrania.
Vayamos ahora al pasado reciente.
¿Se acuerdan de Siria? ¿De aquella guerra? Empezó como una sublevación joven, idealista y relativamente liberal contra un régimen tiránico. Como suele ocurrir en las guerras, pronto asumieron protagonismo los tipos expertos, curtidos y despiadados, más o menos fanáticos, más o menos indeseables. En el caso que nos ocupa, los islamistas. Cuando se desata la barbarie, los Azañas y los Besteiros (disculpen la inoportuna alusión) dejan de tener significado.
Recuerden que el presidente Barack Obama, tan cool, tan incompetente, proclamó que el uso de armas químicas por parte del régimen de Bachar el Asad (auxiliado por Rusia e Irán) supondría “cruzar una línea roja”. El Asad gaseó profusamente a la población civil. El precio de cruzar la “línea roja” fueron unos pocos misilazos. Luego, de forma tácita, se permitió a Putin que acabara a sangre y fuego con los rebeldes (a estas alturas, mayormente islamistas barbudos: el argumento inicial de la dictadura se había hecho realidad) y que restableciera el viejo orden de la familia Asad.
Supongamos ahora que, victorias morales aparte, el fuerte vence al débil en Ucrania. Rusia y sus aliados locales se hacen con el poder y reprimen con brutalidad. Quienes se resisten a la opresión actúan desde la clandestinidad con los únicos recursos a su alcance: eso que llamamos terrorismo. Los movimientos de resistencia raramente son tan hermosos como nos los pintaron en las fantasías europeas posteriores a 1945. Tienden a parecerse a aquellos freedom fighters de Ronald Reagan que, junto a Rambo, combatían a los soviéticos en Afganistán.
No hace falta tensar mucho la imaginación para aventurar que en una hipotética resistencia ucrania destacarían, por fin, los neonazis y los desalmados, porque el liberalismo democrático y los buenos sentimientos nunca han dado guerrilleros eficaces. Vladímir Putin podría decir que tenía razón cuando lanzó una invasión contra “neonazis y drogadictos”. Tras los horrendos hechos de la fuerza que contemplamos hoy, en Washington, y en Bruselas, asumirían entonces la fuerza de los hechos. ¿Por qué no relajar las sanciones, nos diríamos, si necesitamos el gas? Y dejaríamos manos libres a quien, como Putin, está dispuesto a ensuciarse las manos.
Todo esto, bajo la sombra espesa de una nueva guerra fría. Y bajo las sonrisas del imperio chino, de quien el viejo imperio ruso puede ser (como lo fue el viejo imperio británico respecto a Estados Unidos) más y más subsidiario.
Ojalá nada de esto ocurra. Quizá Putin esté realmente enfermo y loco, quizá caiga, quizá venza Ucrania, quizá Rusia se convierta a la democracia liberal por primera vez en su historia. Puede ser. Soy de los que creían que Putin no se atrevería a crear el horror de estos días, y ya ven. No me hagan caso.
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