La soledad es una epidemia y un negocio. ¿Pagaremos en el futuro por tener amigos?

La pandemia ha acelerado el aislamiento social, que impacta en nuestra salud mental y en nuestra esperanza de vida. Con ello nace una gran industria de la compañía que crea herramientas para vivir sin necesitar la presencia de otros

Juárez Casanova

Lo cantaban The Velvet Underground en Walk Alone: en realidad caminamos, soñamos y morimos solos. Pero el ascenso de los seres humanos a la cima de la cadena alimentaria se debe a su solidaridad, no a su vida en soledad. Por eso nos ayudamos, nos acompañamos y vivimos en comunidad. No obstante, de unos años a esta parte la soledad alcanza niveles epidémicos. Está el aumento de hogares donde solo vive una persona, está el trabajo a distancia, y están todos los dispositivos digitales que nos llevan a migrar a...

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Lo cantaban The Velvet Underground en Walk Alone: en realidad caminamos, soñamos y morimos solos. Pero el ascenso de los seres humanos a la cima de la cadena alimentaria se debe a su solidaridad, no a su vida en soledad. Por eso nos ayudamos, nos acompañamos y vivimos en comunidad. No obstante, de unos años a esta parte la soledad alcanza niveles epidémicos. Está el aumento de hogares donde solo vive una persona, está el trabajo a distancia, y están todos los dispositivos digitales que nos llevan a migrar a una realidad virtual hecha a nuestra sola medida. Si toda transformación social lleva a nuevas respuestas comerciales, estamos ante la eclosión de la economía de la soledad.

Los efectos en el aislamiento social de la crisis del coronavirus se entienden mejor con cifras: uno de cuatro ciudadanos europeos se sintió solo en los primeros meses de pandemia, según un informe de la Comisión Europea publicado en julio. Es el doble que en 2016. Entre jóvenes, el dato se multiplicó por cuatro. En España, más de 5,7 millones de personas vivirán solas en 2035 y los hogares unipersonales representarán casi un tercio del total. Y la soledad, cuando no es deseada, tiene consecuencias palpables: las personas socialmente aisladas presentan más riesgo de mortalidad prematura y son más propensas a sufrir problemas de salud mental, según un estudio publicado en el American Journal of Preventive Medicine en abril. Japón o Reino Unido cuentan ya con departamentos del Gobierno dedicados, específicamente, a luchar contra la soledad.

En 2011, la socióloga Arlie ­Russell Hochschild alertaba de que pagar por sentirte acompañado iba ser común en un futuro no tan lejano. “La industria de la compañía nos hará sentir incómodos y habrá críticas, pero la tendencia persistirá. La necesidad de conexión social es demasiado primordial”, afirmaba en su libro La mercantilización de la vida íntima. Apuntes de la casa y el trabajo (Katz). Una década después, proliferan iniciativas y productos diseñados para aliviar esa soledad no buscada. Pueden ser servicios de amigos de alquiler, o alquiler de familiares postizos que —como en Familia, la primera película de Fernando León de Aranoa— acompañan en fechas especiales como un cumpleaños. Son infinidad de aplicaciones que conectan a personas solitarias con intereses parecidos o robots cuidadores con los que charlar en el comedor de casa. Son todas esas nuevas viviendas o centros de trabajo compartidos (coworkings) diseñados con pasillos estrechos que obligan a saludar y mesas grandes que obligan a compartir aunque sea un café, y que venden como el nuevo santo grial lo más habitual en los humanos: crear comunidad.

Tormenta de nieve en 1981 en la playa de Etretat (Alta Normandía, Francia).Jean Gaumy (Magnum Photos / ContactoPhoto)

Según la economista británica Noreena Hertz, la progresiva institucionalización de la vida a solas se produce dentro de un sistema, la doctrina neoliberal, que lleva varias décadas alterando profundamente las relaciones laborales, sociales y personales, llevando al aislamiento. En El siglo de la soledad. Recuperar los vínculos humanos en un mundo dividido (Paidós), Hertz analiza algunos de los servicios de esta nueva economía, como una empresa de alquiler de amigos con un catálogo donde elegir la mejor compañía entre 60.000 personas. La autora británica narra cómo contrató a Brittany, una amiga-acompañante a 120 dólares la hora con la que paseó, y a la que confiesa que cogió aprecio, porque, entre otras cosas, se reía de sus chistes. Insistiéndole un poco, Brittany le habló de sus otros clientes, a los que describió como “profesionales solitarios de entre 30 y 40 años, el tipo de personas que trabajan muchas horas y no parecen tener tiempo para hacer muchos amigos”.

Conexiones no humanas

En esta nueva economía de la soledad, Hertz subraya también el aumento de la demanda de robots sociales —el Ayuntamiento de Barcelona lanzó a principios de año un proyecto piloto de asistentes robóticos para personas mayores—. Hertz define a los robots sociales como “objetos mecánicos de inteligencia artificial diseñados específicamente para sintonizar emocionalmente contigo”. En los humanos las conexiones son tan imprescindibles que se da también con no-humanos, recuerda la economista. Por ello proliferan los animales de compañía, una cierta relación personal con asistentes digitales como Siri, como Alexa o con robots tan simples como la aspiradora Roomba. O incluso con objetos inanimados como peluches, como bien saben los que conviven con niños. Viviana Otálvaro, ingeniera colombiana especializada en diseño de producto, se inventó un muñeco de trapo con brazos muy largos, de manera que puede abrazarte, llamado Hugger (abrazador). En 2019 vendió 3.000 ejemplares, y en 2020, 10.000. El 70% de las ventas eran regalos de adultos para adultos. Para Otálvaro, la explicación de esta implicación emocional reside en que el muñeco “es un símbolo, y no sustituye a nadie. Es un recuerdo del otro, de que no estás solo. El muñeco simboliza personas que quieres que están lejos o ya no están”, afirma al teléfono desde Medellín. Porque el castigo más grande es la soledad forzada, tal y como demuestran las celdas de aislamiento de las cárceles.

La idea de no perder o impulsar la noción de comunidad entre los más mayores, entre migrantes nacionales o internacionales, y también entre adolescentes jóvenes, está en muchos documentos de empresas tecnológicas, de iniciativas políticas locales y en proyectos comunitarios. “La necesidad de estar en colectividad está a la orden del día. Con la pandemia el tejido social se ha resentido bastante, y es ahora cuando se está reconstruyendo”, reflexiona Liliana Arroyo, doctora en Sociología. En esta tesitura, lo que da vértigo a los jóvenes es “el brutal contraste entre la facilidad, el ritmo y la escala de las relaciones digitales frente a las personales”, según Arroyo. La buena noticia es que los jóvenes —que diferencian claramente los vínculos digitales de los reales— son cada vez más conscientes de que los verdaderamente nutritivos son los que vinculan, no los que solo conectan. Por eso esta socióloga huye del catastrofismo digital sobre el aislamiento social. Para Arroyo, lo que en realidad está ocurriendo es que nos enfrentamos a un gran cambio social y estamos aún “en la fase de empezar a pensar lo que hacemos alrededor de la tecnología”, concluye.

La clave quizás está en la tesis detrás de la máquina. Por ejemplo, en 2019 el Ayuntamiento de Barcelona contabilizó que en la ciudad vivían en soledad más de 75.000 mayores de 65 años, y puso en marcha un proyecto que usa tabletas para ponerlos en contacto con familiares, personas con intereses comunes o en situación parecida. Dos años después, más de 3.000 usuarios participan en esta iniciativa.

Vecina, baja tu silla

Normalmente los problemas que detectan las instituciones se viven primero en la calle. Hace unos años, en el barrio de la Verneda, en Barcelona, un grupo de vecinas denominado Las Vernedas pusieron en marcha Vecina, baja tu silla, una iniciativa para crear vínculos entre mujeres en espacios públicos de su propio barrio, mayoritariamente usados por hombres. Y en estos días andan preparando una nueva sesión centrada en la soledad femenina no deseada, consistente en “charlar al fresco, compartir situaciones y echar una mano”, explica María Jesús Berlana, una de las miembros del grupo. Durante el confinamiento, ella, como tantas personas que viven solas, se encontró mirando el teléfono con ganas de hablar desde las entrañas, pero pensando: “¿Y ahora a quién llamo?”. En el grupo consideran primordial mantener una red afectiva entre vecinas, detalles que quizás no salvan la vida pero sí te salvan una tarde. “Aquellos días llamábamos a las que estaban solas y les decíamos: ‘Salgo a comprar, ¿te pillo algo?, ¿el pan, el periódico? Y de paso charlabas un rato”.

Pandemias aparte, el grupo nota que en zonas como la Verneda —un barrio trabajador, con un alto porcentaje de inmigración nacional— muchas mujeres han perdido esa red básica de compañía, amigas, cuñadas o vecinas con las que pasear o tomar algo. El grupo de personas que te han acompañado siempre y que, cuando llegas a cierta edad, “se han vuelto al pueblo, están en una residencia o se han muerto”, explica Berlana mientras toma un café en el barrio. De ahí la idea de sentarse y ponerse a hablar de todo esto en la calle, porque “en esta sociedad mostrarse vulnerable no es que dé miedo: es que da pánico”, reflexiona.

El precioso mundo físico

La soledad es quizás uno de los últimos tabúes, pero cada vez más voces señalan la necesidad de hablar de ella. “La soledad no significa que uno ha fracasado, sino sencillamente que uno está vivo”, escribe Olivia Laing en su libro La ciudad solitaria (Capitán Swing). Ahora, después de la experiencia forzada del confinamiento, estamos viviendo un momento de reactivación de lazos personales, según explica Laing en una charla por correo electrónico. Y eso es porque durante aquellos largos meses de 2020 perdimos “todo contacto con el mundo físico y nos dimos cuenta de lo precioso que era. Al mismo tiempo, creo que mucha gente se percató de lo insatisfactorio que es el mundo digital: cómo hablar por Zoom te hace sentir solo, aislado y desconectado”. Reflexiona. Quizás es solo un espejismo que queremos ver, pero en la calle o en las terrazas abarrotadas parece olerse ese esfuerzo de reconexión. Tras los momentos más duros de la pandemia, “la gente anhela formar parte de un grupo, experimentar la seguridad de estar rodeado de otros, especialmente después de una experiencia tan aterradora”, concluye Olivia Laing.

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