¿Tiene lógica la política?
Los representantes del pueblo no siempre proporcionan a sus representados las claves para entender sus decisiones, y los abocan así a pensar que “por algo lo habrán hecho”
Si hiciéramos una encuesta y preguntáramos a un número significativo de personas cuál es la lógica por la que creen que se rige la actividad política, me atrevería a apostar que la gran mayoría respondería que para aquellos políticos que no lo tienen se trata de alcanzar el poder, y para los que ya lo disfrutan se trata de mantenerlo. Tal vez el único matiz que diferenciaría a un sector de los encuestados del resto sería que algunos de ellos —...
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Si hiciéramos una encuesta y preguntáramos a un número significativo de personas cuál es la lógica por la que creen que se rige la actividad política, me atrevería a apostar que la gran mayoría respondería que para aquellos políticos que no lo tienen se trata de alcanzar el poder, y para los que ya lo disfrutan se trata de mantenerlo. Tal vez el único matiz que diferenciaría a un sector de los encuestados del resto sería que algunos de ellos —los que todavía no han perdido por completo la fe en la política— consideran que la mencionada lógica es un medio para poder llevar a cabo determinadas transformaciones, mientras que el resto, mucho más escéptico, entiende que constituye un fin en sí mismo.
El problema de una respuesta de este tipo no es que no pueda contener alguna parte de verdad, sino que se pueda llegar a considerar una respuesta mínimamente satisfactoria. Para dejar clara esta valoración bastará con un sencillo ejemplo. Si alguien pretendiera explicarnos el funcionamiento del fútbol diciéndonos que se trata de ganar y, para los equipos que ya lo han conseguido, de seguir ganando, probablemente le replicaríamos que su afirmación es obvia, trivialmente verdadera, pero que ni se aproxima a describir la sustancia del juego y ya no digamos las razones por las que se ha convertido en un espectáculo que atrae a millones de espectadores de todo el mundo. Para explicar todo esto no es suficiente con señalar los objetivos últimos que orientan la práctica de este deporte, sino que se precisa describir la naturaleza de la misma. El objetivo último explica, en efecto, la alegría o la decepción del aficionado al final del partido, pero no la razón por la que permanece clavado en la grada o ante el televisor casi dos horas, y menos su entusiasmo o su enfado por el juego que está viendo. Llama la atención que la respuesta que en el caso del fútbol resultaría ostentosamente insatisfactoria suela darse por buena al hablar de política. Porque de optar por una u otra respuesta (la simple o la compleja, por resumir) se desprenden consecuencias no menores. Así, cualquier aficionado al balompié mínimamente informado suele tener sus hipótesis explicativas del buen o mal juego del equipo, se siente capaz de señalar los motivos de un resultado concreto (la táctica empleada, la forma de los jugadores, la experiencia en alta competición, la capacidad del entrenador para motivar a la plantilla…) y, en consecuencia, cree estar en condiciones de dar cuenta de la obtención o no del objetivo previsto. Esto mismo, en cambio, no parece estar claro en el caso de la política, donde la lógica de funcionamiento propiamente dicha parece o no existir, o ser el secreto mejor guardado.
Por la primera posibilidad (la de que no existe tal lógica) parecen inclinarse buen número de ciudadanos e incluso, por sorprendente que pueda parecer, una parte de los políticos. Unos y otros parecen dar por descontado que buen parlamentario es un equivalente a buen político. Como si manejarse bien desde la tribuna de oradores o en los debates televisivos fuera la garantía del posterior triunfo electoral. Pero tenemos suficientes ejemplos de representantes de la ciudadanía a los que su acreditada soltura comunicativa no les ha servido de nada como consecuencia de las desastrosas decisiones (o ausencia de ellas) que han tomado: Albert Rivera (por acción) en política española y, en Cataluña, Inés Arrimadas (por omisión). No costaría encontrar otros muchos ejemplos.
La segunda posibilidad, la que hemos descrito como la del secreto mejor guardado, es menos conocida, pero no por ello menos relevante. Cualquiera que haya tenido algún trato con profesionales de la política de larga experiencia, con asesores o jefes de gabinete de altos cargos, con presuntos expertos en comunicación política o spin doctors (asesores) habrá podido entrever retazos del contenido que todas estas figuras atribuyen a dicho secreto. He escrito “retazos” porque, más que una auténtica estructura discursiva, ese saber oculto parece estar compuesto de un conjunto de máximas o principios generales que se van aplicando sobre la marcha a las distintas situaciones. No hace falta ser un consumado epistemólogo para darse cuenta de que semejante estructura fragmentaria deja en manos del experto en cuestión su aplicación a cada caso, porque forma parte del carácter secreto de ese supuesto saber el conocimiento de cuál de las diversas máximas disponibles corresponde aplicar.
La forma que suelen compartir todas ellas es, como decíamos, la de principios generales y, por tanto, incuestionables. De ahí la forma apodíctica que suelen adoptar: “En política, lo fundamental es…” u otras variantes más coloquiales: “Desengáñate, lo que hay que hacer en estos casos es…”, a las que acostumbran a seguir afirmaciones no siempre muy precisas. Porque una de las características de casi todas ellas es un carácter extremadamente vago (tipo: “En política, lo más importante es el tiempo”, que podría haber suscrito el mismísimo San Agustín), de una metaforicidad casi literaria, que los acerca más a los haikus japoneses que a los aforismos del filósofo Ludwig Wittgenstein (y que provocan que quienes las pronuncian terminen por recordarnos al Peter Sellers de Bienvenido, Mr. Chance: “Hay que sembrar, cuidar lo sembrado y esperar al momento de la cosecha” podría ser un ejemplo, literal, del tipo de indicaciones formuladas por alguno de estos expertos). Sin olvidar, claro está, las máximas de carácter directamente abstruso (“La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales”, asimismo de autor conocido).
No es casual que aquellos que todavía no han perdido por completo la fe en la política —mayoritariamente ubicados en la izquierda— sean quienes, a poco que sus representantes les decepcionen, más fácilmente se refugian en la abstención. No lo hacen infantilmente enrabietados por no ver cumplidas sus expectativas. Lo hacen dolidos —que es cosa bien distinta— precisamente porque la política ha sido siempre el único instrumento del que disponían tanto para transformar la realidad en un determinado sentido como para defenderse de las situaciones que les dañaban en mayor medida.
Algo están haciendo mal los representantes de quienes todavía confían en la política cuando no les proporcionan a sus representados las claves para entender adecuadamente sus comportamientos, cuando no les dejan más consuelo —triste consuelo— que decirse a sí mismos que “por algo lo habrán hecho”, pero sin que alcancen a atinar cuál es ese motivo. Porque la disyuntiva nunca puede ser entre decisiones que responden a una cierta lógica frente a decisiones disparatadas. Cualquier comportamiento, incluso el del mayor fanático, responde a alguna razón.
Por ello, el sentido de las acciones de los representantes políticos no es algo que nos tengamos que conformar con presuponer, sino que debe poder mostrarse, a no ser que se renuncie al compromiso de la representación. ¿O es que cabría seguir hablando de representación política en un sentido mínimamente propio si fuera el caso de que los representados no entendieran el comportamiento de sus representantes?
Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro ‘Transeúnte de la política’ (Taurus).
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