Carmen Laffón, la artista que logró pintar la sal
La pintora sevillana, figura clave del realismo español, expone en estos días en el Jardín Botánico de Madrid. Cuando un cuadro no le sale, se sienta ante él hasta que se hace de noche
Tal vez sea porque con cada una de sus pinturas trata de acercarse a lo que siente sin poder tocarlo, que le fascina el arte abstracto. Es curiosa la forma en que Carmen Laffón (Sevilla, 87 años), pintora de un realismo en cierto sentido mágico, pues sus bodegones, sus paisajes, sus estancias, incluso sus armarios están impregnados de la presencia emocional de aquel que acaba de entreabrir una puerta, conecta ...
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Tal vez sea porque con cada una de sus pinturas trata de acercarse a lo que siente sin poder tocarlo, que le fascina el arte abstracto. Es curiosa la forma en que Carmen Laffón (Sevilla, 87 años), pintora de un realismo en cierto sentido mágico, pues sus bodegones, sus paisajes, sus estancias, incluso sus armarios están impregnados de la presencia emocional de aquel que acaba de entreabrir una puerta, conecta el mundo, ahí fuera, con una intimidad poderosa. “Lo primero que pinté fue una latita de sardinas”, dijo en una ocasión. No ha sido capaz de explicarse aún de dónde le vino la fascinación por pintar, aquello que veía hacer a Manuel González Santos en su estudio junto a la playa de la Jara de Sanlúcar de Barrameda, donde la familia de Laffón veraneaba.
González Santos, pintor costumbrista, había dado clases de dibujo al padre de Laffón, y aquellos veranos, divertido, se dejaba ayudar por la pequeña. Quizá de la misma forma en la que en sus cuadros el espacio interior ocupa el exterior, la pintura se convirtió para Laffón en una manera de no abandonar aquel paraíso infantil. “Recuerdo como algo maravilloso hacer los baúles para instalarnos en La Jara cada verano. Me hacía feliz la sola idea de pensar que pasaríamos allí un tiempo”, le dijo a un reportero de televisión. Estaba en esa misma casa en la que González Santos colocó un lienzo en un caballete y le dijo que podía pintar la lata de sardinas que acababa de colocar en la ventana.
A los 12 años pintaba sus propios cuadros. No había ido al colegio. Sus padres, que se habían conocido en la Residencia de Estudiantes de Madrid, decidieron educarla en casa, pero no dudaron en enviarla a la Escuela de Bellas Artes de Sevilla cuando cumplió 15. Se lo recomendó González Santos, que vislumbró algo en ella que no había visto en ninguno de sus alumnos. Pasó allí tres años, y uno más en la Escuela de Bellas Artes de Madrid. No había muchas mujeres en las clases.
En París, Laffón descubre las pinturas de Marc Chagall. Con 20 años se enamora por completo de ese trazo difuso que adopta llevándolo a su terreno. Uno en el que las cosas se aparecen como espejismos, o, mejor, realidades capaces de latir, explorando una intimidad que coloca al que contempla en el centro de lo contemplado. Un paisaje interior cuyo motor es tanto un lugar en el mundo —esa casa con vistas al Coto de Doñana, el epicentro de su narrativa visual— como una manera de estar en él, admirando la presencia de la huella que se ha dejado. En 1958 montó sus dos primeras exposiciones, en Sevilla y Madrid, adonde se mudó en 1960 y donde conoció a la galerista Juana Mordó y al resto de artistas que trabajaban para ella (entre ellos, Antonio López y Fernando Zóbel).
En aquella época, en España imperaba el arte abstracto, y Laffón era aún más única. “Yo no busco, encuentro”, dijo alguna vez, citando a Pablo Picasso. Y el caso es que, pese a que su pintor favorito sea el abstracto Mark Rothko, ella no abandonó nunca la “figuración” porque era lo que sentía, “y una tiene que seguir lo que siente”, dijo en 1992, cuando el Museo Reina Sofía le dedicó su primera retrospectiva. Para entonces ya había recibido el Premio Nacional de Bellas Artes (1982).
Fue la segunda mujer miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1998). El contrato que firmó con Mordó y la galería Biosca a principios de los sesenta le permitió dedicarse por completo a la pintura. Solo durante cinco años dando clases en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, ha reconocido, no se pasó el día en el estudio. Porque eso es lo que sigue haciendo: contemplar el horizonte desde este espacio en el que entra cada mañana “como entraría un médico en su consulta”. Lo que ve son las salinas del Coto de Doñana, su última obsesión. Las mismas que pueblan los cuadros de la exposición titulada simplemente La sal, que acoge estos días el Jardín Botánico de Madrid.
“Cuando no le sale un cuadro”, relata su amigo el crítico de arte Juan Bosco Díaz Urmeneta, “se sienta ante él en una salita de su casa y lo mira hasta que se hace de noche. Entonces se mete en la cama y a la mañana siguiente el cuadro sale”. Para Díaz Urmeneta, su pintura es realista, a la manera en que fue realista la pintura de Zurbarán, porque “tiene un sentido muy grande de la justicia del objeto: no diviniza las cosas ni las hace más feas”.
Desde principios del siglo XXI anda Laffón batiéndose en duelo con el blanco, opina Juan Antonio Álvarez Reyes, director del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla, que coproduce La sal (serie que precede a la también blanca La cal). “Pintar el blanco es lo más complicado que existe, y de ahí surgen todos esos grises, ese horizonte bajo que parte por la mitad el cuadro, como estaban partidos por la mitad los cuadros de Rothko”, dice Álvarez Reyes, para quien la pintora enseña a mirar y a ver. “Gracias a ella comprendo mucho mejor el paisaje gaditano en el que también crecí”.
Quienes la conocen la describen como una mujer en extremo cariñosa, que si sale de casa es para ver exposiciones de jóvenes artistas y para visitar a sus colegas en la Academia. En una ocasión, Álvarez Reyes le preguntó qué le había enseñado el arte contemporáneo. “A no tener miedo”, cuenta que le respondió. La fama nunca le ha interesado. No la entiende. No concede entrevistas. Lo único que quiere es pintar.