La estrategia de la tensión
Cada uno de los actores políticos españoles cree sacar beneficio llevando el juego al límite, lo que tiene sus peligros
Los estrategas políticos, igual que los estrategas militares, se meten a veces en laberintos sin salida. Es lo que ocurrió con el juego de alianzas europeas previo a 1914 y a aquellos “cañones de agosto” que, supuestamente, debían enmudecer en septiembre o en octubre. Todos los jugadores tenían que mover ficha y cualquier movimiento les perjudicaba, pero cada uno pensaba que los demás saldrían más perjudicados. El resultado es conocido: la guerra fue larga y sangrienta, e incluso quienes creyeron ganar fueron en realidad perdedores. La Gran Guerra arruinó Europa y la encaminó a un nuevo confli...
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Los estrategas políticos, igual que los estrategas militares, se meten a veces en laberintos sin salida. Es lo que ocurrió con el juego de alianzas europeas previo a 1914 y a aquellos “cañones de agosto” que, supuestamente, debían enmudecer en septiembre o en octubre. Todos los jugadores tenían que mover ficha y cualquier movimiento les perjudicaba, pero cada uno pensaba que los demás saldrían más perjudicados. El resultado es conocido: la guerra fue larga y sangrienta, e incluso quienes creyeron ganar fueron en realidad perdedores. La Gran Guerra arruinó Europa y la encaminó a un nuevo conflicto aún más destructivo.
Hace algo más de medio siglo, la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética propició una situación imposible en Italia. En la llamada “estrategia de la tensión”, la extrema izquierda y la extrema derecha (conectada con los servicios secretos y la siniestra red Gladio) creyeron posible arrinconar al adversario desatando una violencia terrorífica. Los atentados con bomba en lugares públicos causaron terribles matanzas de las que, por supuesto, el responsable culpaba al otro. Nadie ganó. Cuando decayó la tensión, casi todo seguía igual. No hubo otro resultado que los muertos.
Los actores políticos españoles, en un ámbito mucho más pedestre y, al menos por el momento, mucho menos mortífero, parecen haber optado últimamente por algo parecido a la estrategia de la tensión. Cada uno de ellos cree sacar beneficio llevando el juego al límite. Podemos, por ejemplo, necesita cubrir el espacio a su izquierda y reafirmar su primacía progre frente al PSOE. Dado que electoralmente no les van muy bien las cosas, Iglesias y los suyos optan por amparar algaradas callejeras y por jugar a la oposición desde el Gobierno. Suponen que la crispación les dará algún rédito. O les permitirá, al menos, mantener la primacía en esa coalición extramuros (separatistas, antisistema sistémicos y demás) que ayudó a Pedro Sánchez a aprobar los Presupuestos.
A la extrema derecha de Vox le conviene, sin duda, que la coalición gubernamental exhiba su disfuncionalidad. Y que haya bronca en las calles. Vox es últimamente el partido que más engorda con el descontento. Cuanto peor vayan las cosas, mejor irán para ellos.
Y resulta que al PSOE le beneficia que Vox se robustezca. Por un lado, Vox engulle a grandes bocados tanto el discurso como los votos que solían pertenecer al PP, todavía el gran rival. Por otro lado, la amenaza de Vox le permite a Sánchez mostrarse ante la sociedad como el mejor dique posible frente a la ultraderecha. Y, respecto a Podemos, como la única izquierda capaz de gobernar sin ataques de esquizofrenia.
Para el independentismo, evidentemente, la tensión es un regalo. Permite a sus dirigentes simular que hacen algo, cuando no hacen nada porque no pueden hacerlo. Incluso al PP, de forma coyuntural, puede favorecerle la sensación de desorden: cualquier cosa que ocurra aleja la atención de sus gravísimos problemas internos. A Ciudadanos le da igual porque descansa en paz.
Ocurre que la sociedad española, como las demás, anda un poco agotada tras un año de pandemia y bajo una durísima crisis económica que va para largo. La estrategia de la tensión política tiene sus peligros cuando la ciudadanía anda ya muy cercana al hartazgo.