La triste imagen de la progresividad fiscal
Las reformas de Reagan —bajó el impuesto de la renta— fueron el primer paso. Luego se pasó la carga impositiva de las rentas del capital a las del trabajo. En el siglo XXI se redujo el impuesto del patrimonio
La polarización fiscal también se ha agudizado. Es difícil encontrar otro territorio económico en el que las posturas de los técnicos estén más alejadas: mientras para unos la salida a la catástrofe pasa por la irremediable subida de impuestos, para los otros hay que bajarlos. Un ejemplo de ello: sale el libro de los dos profesores de Berkeley Emmanuel Saez y Gabriel Zucman El triunfo de la injusticia y lo subtitulan explícitamente ...
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La polarización fiscal también se ha agudizado. Es difícil encontrar otro territorio económico en el que las posturas de los técnicos estén más alejadas: mientras para unos la salida a la catástrofe pasa por la irremediable subida de impuestos, para los otros hay que bajarlos. Un ejemplo de ello: sale el libro de los dos profesores de Berkeley Emmanuel Saez y Gabriel Zucman El triunfo de la injusticia y lo subtitulan explícitamente Cómo los ricos eluden impuestos y cómo hacerles pagar. Al tiempo aparece otro texto de Rodríguez Braun, Blanco y Ávila (Hacienda somos todos, cariño, Deusto) y el subtítulo reza: Cómo nos engañan para que creamos que pagamos poco y por nuestro bien.
La tesis del libro de Saez y Zucman es rotunda: las desigualdades tienen un claro motor, un sistema fiscal injusto. Lo cual pone en cuestión la idea de los economistas de la tercera vía que defendían que la redistribución de la renta y la riqueza había que hacerla a través del gasto y no de los ingresos públicos. Esta tesis se completa con dos sentencias: el fin de la progresividad de los impuestos termina por sacudir los cimientos de la democracia, y la injusticia fiscal es uno de los grandes fracasos políticos de nuestro tiempo.
Toda sociedad democrática ha de debatir el tamaño apropiado de su Estado y el grado ideal de progresividad fiscal para mantenerlo. En su clásico Por qué fracasan los países, Acemoglu y Robinson sostuvieron que en sus inicios fue la democracia la que abrió las puertas a las políticas redistributivas y a la reducción de las desigualdades. Los hacendistas sostienen que los impuestos pueden ser un buen indicador de la salud de la democracia: si se acepta que la calidad de una democracia aumenta en la medida en que los ciudadanos sean más iguales, la presencia de un sistema tributario progresivo que reduzca las desigualdades de renta y de riqueza puede verse como una herramienta que contribuya a mejorar la calidad democrática, y también como un reflejo de ella.
Si se admite lo anterior, a continuación hay que reconocer la triste imagen de progresividad que proporcionan los sistemas tributarios actuales, resultado de un proceso político que se inició a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, y que supuso una ruptura con lo que había sucedido desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de la revolución conservadora, durante la cual aumentaron exponencialmente los niveles de desigualdad a través de dos mecanismos: un aumento de las desigualdades de las rentas (sobre todo, de los salarios y del resto de las retribuciones) y la decisión de los Gobiernos, tanto conservadores como socialdemócratas, de reducir la capacidad redistributiva del Estado.
El economista José Víctor Sevilla, que fue secretario de Estado de Hacienda, marca tres etapas muy nítidas en la regresividad de los sistemas tributarios (Informe sobre la democracia en España 2015, Fundación Alternativas). La primera empieza con la reforma impositiva de Reagan en 1981, que abre el camino hacia una masiva y generalizada reducción de los impuestos federales, que, básicamente, eran impuestos personales sobre la renta. Son los años de la curva de Laffer, que mantenía, contra toda evidencia, que bajando los impuestos aumentarían los ingresos públicos. Un reciente estudio de la London School of Economics, con datos de 18 países de la OCDE de los últimos 50 años, demuestra que reducir impuestos a los ricos incrementa la desigualdad y no tiene ningún efecto significativo sobre el crecimiento económico y el desempleo.
El segundo paso se da en la década de los noventa, con un desplazamiento de la carga tributaria desde las rentas del capital hacia las rentas del trabajo: reducción de la tributación sobre los rendimientos del capital extranjero, tratamientos más livianos para las ganancias del capital y los llamados sistemas de imposición dual que abiertamente gravan con tipos menores a las rentas del capital que a las rentas del trabajo. Son de esos años también los intentos de convertir los impuestos sobre la renta (impuestos directos) en un gravamen sobre el consumo (impuesto indirecto), regresivo por definición, y mucho más si se trata de un impuesto proporcional.
El tercer hito, de principios del siglo XXI, tenía el propósito de reducir o eliminar la imposición patrimonial, último reducto de progresividad en un sistema tributario. El impuesto sobre el patrimonio empezó a desaparecer de los sistemas fiscales; su importancia recaudatoria es pequeña, pero en realidad se trata de un impuesto de control interno, pues la información que proporciona permite reforzar el funcionamiento de los impuestos sobre la renta y también el del impuesto sobre sucesiones, un gravamen que bien configurado es pieza clave de la articulación de la imposición directa.
El ataque a la imposición patrimonial dio otro salto, alcanzando al propio impuesto de sucesiones, una figura importante para instrumentar una política de igualdad de oportunidades, fundamental en cualquier democracia. La presión se inició, una vez más, en EE UU durante los años de la presidencia de George W. Bush, cuando se aprobó la suspensión gradual, y en principio transitoria, de la imposición sobre las herencias, a pesar de que solo afectaba moderadamente a las grandes fortunas, aproximadamente al 1%-2% de los ciudadanos americanos. Reflexiona Sevilla sobre lo sorprendente que resulta que algo que sólo interesa al 1% o al 2% de la población, siendo además el colectivo más rico, pueda aprobarse en el Congreso y con una amplia mayoría.
Este giro regresivo de los sistemas fiscales (las reformas americanas crearon tendencia en el resto del mundo) ha contribuido a mermar la capacidad redistributiva del Estado, algo especialmente alarmante en tiempos de recesión o de una pandemia tan brutal como los que el mundo ha padecido o está padeciendo. Desde la aparición del eslogan “¡Somos el 99%!”, los ciudadanos se han familiarizado más con las divergencias entre las fortunas de los ricos y las del resto de la sociedad.