Viejo Estado, nuevas necesidades
Los impuestos pueden ser un buen indicador del estado de la democracia en un país
Una cosa es abordar en frío la armonización fiscal (tan imprescindible en la UE como en las comunidades autónomas) y otra abrir en caliente un debate artero sobre ella en forma de cesión a un grupo nacionalista, ERC, para obtener su voto en los Presupuestos del Estado. Una discusión técnica en primera instancia se salta esa etapa técnica y saca a la calle las banderas políticas de otro nacionalismo económico opuesto, el español. La guerra ha comenzado.
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Una cosa es abordar en frío la armonización fiscal (tan imprescindible en la UE como en las comunidades autónomas) y otra abrir en caliente un debate artero sobre ella en forma de cesión a un grupo nacionalista, ERC, para obtener su voto en los Presupuestos del Estado. Una discusión técnica en primera instancia se salta esa etapa técnica y saca a la calle las banderas políticas de otro nacionalismo económico opuesto, el español. La guerra ha comenzado.
Establecer horquillas en los impuestos autonómicos —patrimonio, sucesiones y donaciones, transmisiones patrimoniales— por abajo (para evitar la competencia desleal) y por arriba (para suprimir la tentación suicida de la expropiación fiscal) no es algo que se le haya ocurrido de repente a este Gobierno para castigar al Madrid de la trumpista Díaz Ayuso, sino que ya estuvo en la mente y en las agendas de otros ministros, como por ejemplo el socialista Pedro Solbes o el popular Cristóbal Montoro. En los cajones de los despachos del viejo caserón de Hacienda de la madrileña calle de Alcalá habrá más de uno de los informes que los distintos comités de expertos elaboraron para reformar la financiación autonómica.
El Estado está cambiando de naturaleza y de composición interna a gran velocidad, primero por mor de la globalización y luego por la acumulación de dos crisis mayores (la Gran Recesión y los profundos efectos económicos de la pandemia) en la última docena de años. Durante la primera tuvo lugar la mayor redistribución de renta y riqueza de las últimas generaciones, a la inversa: su gestión fue una estafa con sordina. La última recuerda en demasiados parámetros a los de la Gran Depresión del siglo pasado (se recomienda leer la recién aparecida Historia del New Deal, de Andreu Espasa, en la editorial Catarata). Mientras el Estado se transmuta, cambian sus prioridades al surgir necesidades crecientes de una ciudadanía agónica en algunos de sus tramos sociales. En medio de ello, una porfía sobre la progresividad con que se han de recaudar los ingresos públicos que cubren esas necesidades distintas y crecientes. La discusión sobre el dumping fiscal, la emergencia de nuevos impuestos verdes o a las transacciones financieras, la aparición de otros sujetos imponibles (las grandes tecnológicas que se han quedado gratuitamente con nuestros datos de referencia como materia prima y trafican con ellos sin considerar las fronteras, amasando grandes fortunas), etcétera, hay que enmarcarla en este contexto. Los impuestos pueden ser un buen indicador del estado de la democracia. En sus inicios fue la democracia la que abrió las puertas a las políticas distributivas y a la reducción de las desigualdades. Si se acepta que la calidad de una democracia aumenta en la medida que los ciudadanos sean más iguales, la presencia de un sistema tributario progresivo puede verse como un instrumento que contribuye a mejorar esa calidad.
Cuando la discusión de los impuestos sale a la luz, aunque sea parcialmente, emerge la triste figura de la progresividad que proporcionan los sistemas tributarios actuales. Es el resultado de un proceso que se inició a principios de los ochenta con la reducción del impuesto sobre la renta a los más capacitados, siguiendo ese ungüento de la serpiente que fue la curva de Laffer (que mostraría que el incremento de los tipos impositivos no siempre conlleva un aumento de la recaudación); prosiguió en los noventa con un desplazamiento de la carga tributaria desde las rentas del capital hacia las rentas del trabajo; y ya en este siglo, los intentos por reducir, e incluso eliminar, la imposición patrimonial, que no tiene gran potencia recaudatoria pero que proporciona información relevante para reforzar la imposición de la renta (sobre todo en la parte de las ganancias de capital), y la del impuesto de sucesiones y donaciones que, bien configurado, es pieza clave en la igualdad de oportunidades, fundamental en cualquier democracia.
Esta política fiscal a largo plazo ha forzado una fuerte acumulación de ingresos y de poder en una élite económica que multiplica su influencia sobre la política, restando eficacia a esta última. No se equivoquen: esto es lo que se está jugando ahora.