La democracia no da la felicidad
España se ha ido quedando rezagada en la eficacia de las políticas públicas. Se habla poco de ello
Pronto hará medio siglo de que se consiguiera la democracia en España, y éste —el de democracia— es un concepto que sigue siendo sobado una y otra vez, directa o indirectamente, en cualquier tipo de debate político, como el de la moción de censura de esta semana. Se dice de ella que está agotada o que está amenazada, que está rota en 17 pedazos, que sólo sirve para los de siempre (democracia formal), que únicamente recluta a políticos ineptos, venales o poco preparados, que no respeta los derechos o que se abusa de los que tenemos, etcétera.
Se discute su calidad: crispación en la vida ...
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Pronto hará medio siglo de que se consiguiera la democracia en España, y éste —el de democracia— es un concepto que sigue siendo sobado una y otra vez, directa o indirectamente, en cualquier tipo de debate político, como el de la moción de censura de esta semana. Se dice de ella que está agotada o que está amenazada, que está rota en 17 pedazos, que sólo sirve para los de siempre (democracia formal), que únicamente recluta a políticos ineptos, venales o poco preparados, que no respeta los derechos o que se abusa de los que tenemos, etcétera.
Se discute su calidad: crispación en la vida política, intensa polarización ideológica, falta de un Gobierno estable, ausencia de Presupuestos Generales del Estado, continuas controversias judiciales, permanente tensión territorial, más los efectos sanitarios, económicos y políticos de una pandemia que muestran que España es uno de los países que peor se está defendiendo de ella. En definitiva, que se trata de una democracia frágil.
Pero cuando se disipa el humo de la confrontación parlamentaria o mediática, las cosas son distintas: en nuestro país hay muchas cosas que no funcionan pero la democracia no tiene la responsabilidad de que España no vaya bien. Así lo indican los principales observatorios sobre la democracia en el mundo (por ejemplo, el Banco Mundial, el índice Varieties of Democracy (V-Dem) de la Universidad de Gotemburgo (Suecia), las puntuaciones del Instituto Kellog estadounidense, el indicador de Freedom House sobre derechos y libertades, o los prestigiosos análisis de la revista The Economist, en los que nuestro país figura en su corta lista de 25 democracias plenas en el mundo (puesto 16). Y en ello coincide el Informe sobre la Democracia en España (IDE), de la Fundación Alternativas, en el que se valora con un 6,1 sobre 10 puntos a la democracia española.
Su director, el sociólogo Alberto Penadés, aporta la idea fuerza del informe de 2019: lo que falla no es la democracia sino no disponer de eficacia para resolver los conflictos o las controversias. Frustra más el funcionamiento del Estado que la democracia, lo que plantea la pregunta siguiente: ¿cómo puede ilusionar la democracia de un país si el Estado se queda rezagado? Esto no es un problema exclusivo de la clase política, como tanto se abunda en debates cuñadistas; sin duda, la media de los políticos profesionales deja bastante que desear, pero también los hay muy buenos. Se trata de un problema de inteligencia colectiva, de capacidad de aprendizaje, de selección de las prioridades,… y en ello los políticos tienen su parte de responsabilidad pero también la intersección entre los políticos y los burócratas, y las burocracias mismas. No se trata sólo de un problema de eficacia del Gobierno central; los gobiernos autonómicos, con pocas excepciones, reciben en algunos de los observatorios citados (por ejemplo, el Banco Mundial), una evaluación bastante peor que las regiones del norte de Europa, incluso que Francia o Portugal, atemperada solo por la peor evaluación de los casos italiano o griego.
Es el Banco Mundial el que más claramente observa que si hace más o menos dos décadas España estaba en el grupo de Estados eficientes, comparable con países de parecido desarrollo económico, se ha ido quedando atrás poco a poco. Esta valoración ha tenido en cuenta aspectos como la calidad de los servicios públicos, la calidad de los empleados y funcionarios, el grado de independencia con el que se resisten las presiones políticas, el proceso de formulación y ejecución de las políticas públicas, y algo en lo que incide especialmente el IDE: la “calidad regulatoria”, esto es, las políticas del Gobierno de turno que facilitan el desarrollo eficaz del sector privado, cómo el Estado produce los bienes que debe producir y cómo impide o facilita que los produzca el sector privado.
Todo ello va a necesitar ser reelaborado cuando se conozcan en profundidad los efectos estructurales que está dejando en la sociedad la covid-19, que previsiblemente transformarán también la calidad de la democracia, no sólo su funcionamiento.