Tras el estado de alarma, la alarma social
La elección es entre políticas de cohesión o la erosión de la sociedad mediante políticas del miedo
A pesar de los improperios e insultos cada vez más irrespirables, provenientes muy mayoritariamente de los representantes de la derecha en sus diversos grados, el debate parlamentario de la sexta prórroga del estado de alarma tuvo como sorprendente protagonista colateral al ingreso mínimo vital (IMV), recién salido de los hornos del Consejo de Ministros. Desde el año 2006, con la ley de la dependencia, no se habían creado nuevas políticas públi...
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A pesar de los improperios e insultos cada vez más irrespirables, provenientes muy mayoritariamente de los representantes de la derecha en sus diversos grados, el debate parlamentario de la sexta prórroga del estado de alarma tuvo como sorprendente protagonista colateral al ingreso mínimo vital (IMV), recién salido de los hornos del Consejo de Ministros. Desde el año 2006, con la ley de la dependencia, no se habían creado nuevas políticas públicas de tan grande impacto en la reducción de la exclusión social. Lo que hasta ahora se había dejado sobre todo al albur del mercado de trabajo y de la resistencia económica de las familias ha mutado como nuevo mecanismo frente a la exclusión.
El IMV se une así a los diversos capítulos del Estado de bienestar español: además del derecho del trabajo y de la socialización de la negociación colectiva (contra la que disparan directamente los aspectos más lesivos de la reforma laboral del PP), forman parte del welfare de nuestro país la sanidad universal y pública, la educación, las pensiones (todas de las Administraciones de Felipe González), el seguro de desempleo y la atención a los dependientes (del Gobierno de Zapatero), y ahora, el IMV (del Gobierno de Sánchez). En el territorio de la protección social no hay aportación alguna de significación del PP desde el inicio de la Transición.
En algunos casos, con retraso respecto a los países más avanzados de nuestro entorno, España se va aproximando al sueño de aquel liberal británico, William Beveridge, coetáneo de Keynes en los albores de la II Guerra Mundial, de que cada ciudadano, por el mero hecho de serlo, debía estar protegido socialmente desde la cuna hasta la tumba. Lo que se ha denominado la mejor utopía factible de la humanidad.
La experiencia de las recesiones y las depresiones, como la que se acaba de pasar y como la que llega como un huracán, indica que sin una alta inversión pública en recursos sociales (lo público como dique de contención), los incrementos de pobreza y de exclusión devienen en estructurales y, como consecuencia, no tienen vuelta atrás en el corto plazo. Se está produciendo ante nuestros ojos, con inusual rapidez, una transformación del modelo de sociedad en el que nuestro país se había instalado en las últimas décadas. Familias que habían aprovechado el corto intersticio entre la Gran Recesión y la pandemia del coronavirus para encontrar empleo (generalmente el nuevo empleo es más desigual que el destruido) y reintroducirse en el modelo productivo se hallan otra vez en el filo de la navaja ante la debacle, sin un colchón que las proteja, con la capacidad de resistencia cercenada y sin grandes reservas dinerarias. Según la Fundación Foessa, la exclusión social es un fenómeno de acumulación de dificultades en distintos ámbitos, lo que incluye la pobreza económica, pero también el empleo, la vivienda, las relaciones sociales o el acceso a los sistemas de protección social.
En el pleno del Congreso de la pasada semana, el IMV logró colarse de refilón, derrotando a las palabras crecientemente irresponsables y a los argumentos inentendibles: si el estado de alarma es el instrumento constitucional más adecuado para vencer a la covid-19 y proteger la salud de los ciudadanos mientras se crea la vacuna, ¿por qué hay que hacer concesiones políticas y negociar con los distintos grupos parlamentarios para lograr su aprobación?, ¿no habría que apoyarlo a cambio de nada?
Por las realidades que se van conociendo en términos de desempleo y de mortandad empresarial, la depresión económica será en nuestro país más extensiva que la sanitaria. Volvemos una vez más al historiador británico Tony Judt, cuando escribía ya en 2005: “La elección a la que nos enfrentaremos en la siguiente generación no es entre el capitalismo y el comunismo, o el final de la historia o el retorno de la historia, sino entre la política de cohesión social basada en unos propósitos colectivos y la erosión de la sociedad mediante la política del miedo”.