Mustafa al Kadhimi, el primer ministro iraquí, fue un agente secreto
El experiodista necesita a Teherán y Washington para sacar a su país del atolladero
El primer día laborable después de su nombramiento como primer ministro de Irak, Mustafa al Kadhimi recibió por separado a los embajadores de Estados Unidos e Irán. El gesto no pasó desapercibido. El mensaje tampoco. Irak quiere buenas relaciones con ambos, pero no convertirse en su campo de batalla. El hasta ahora jefe de los servicios secretos iraquíes sabe mejor que ...
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El primer día laborable después de su nombramiento como primer ministro de Irak, Mustafa al Kadhimi recibió por separado a los embajadores de Estados Unidos e Irán. El gesto no pasó desapercibido. El mensaje tampoco. Irak quiere buenas relaciones con ambos, pero no convertirse en su campo de batalla. El hasta ahora jefe de los servicios secretos iraquíes sabe mejor que muchos que ese punto es crucial para alejar a su país de la catástrofe económica y política a la que se asoma desde hace meses.
No tiene una tarea fácil por delante. Irak afronta la peor crisis desde que el autodenominado Estado Islámico (EI) lanzó su insurgencia en 2014 y llegó a las puertas de Bagdad. Su Gobierno debe actuar con rapidez para contener de forma simultánea la emergencia sanitaria por la pandemia, el derrumbe de los precios del petróleo, el descontento social y el peso de las milicias chiíes. El enfrentamiento entre Washington y Teherán dificulta solucionar esos problemas.
Quienes lo conocen lo describen como “un negociador hábil” y apuntan que tiene a favor su estilo dialogante y directo. En contra, señalan la ausencia de una base política, algo que puede haber facilitado su ratificación en el Parlamento, pero que amenaza con complicar su tarea. Aunque fue consensuado por los grandes partidos, Al Kadhimi no es miembro de ninguno de ellos y tampoco tiene fuertes afiliaciones políticas. Está considerado un nacionalista laico y progresista, que apoya los derechos humanos y la libertad de expresión.
Exiliado y experiodista
Nacido en 1964 en el barrio de Kadhimiya de Bagdad, Mustafa Abdullatif Mushatat al Gharibawi simplificó su nombre a Mustafa al Kadhimi al establecerse en el Reino Unido. Había huido de la dictadura de Sadam Husein en 1985 y vivido como refugiado en Irán, Alemania y Suecia. Empezó entonces a trabajar como periodista. Tras el derribo del tirano en 2003, regresó a Irak, donde siguió publicando artículos y dirigió la Iraqi Memory Foundation, dedicada a que los crímenes del régimen baazista no caigan en el olvido. En 2012 concluyó la carrera de Derecho que había interrumpido cuando se exilió.
Con tales antecedentes, sorprendió su nombramiento como jefe del Servicio Nacional de Inteligencia en junio de 2016, en plena guerra contra los yihadistas del EI. Sin embargo, su experiencia iba a serle extremamente útil ante un departamento tóxico y corrupto. En cuatro años escasos logró reformar el servicio para hacerlo más eficiente y acorde con los estándares internacionales, poner coto a su politización y enfocarlo hacia la lucha antiterrorista.
Experiodista y exjefe del servicio secreto iraquí, como refugiado vivió en Irán, Alemania y Suecia
Ese puesto estratégico, en el que evitó los focos, le permitió cultivar relaciones con los numerosos países que forman parte de la coalición antiyihadista, en especial Estados Unidos, pero también con los árabes, en especial Egipto, Jordania y las monarquías de la península Arábiga. Trabajó muy directamente con Arabia Saudí para el restablecimiento de relaciones, en mínimos desde la guerra de Irak de 1991. En el proceso, desarrolló un buen entendimiento con el príncipe Mohamed Bin Salmán, el hombre fuerte del reino.
Dicha trayectoria hizo que el presidente Barham Salih se fijara en él tras la crisis abierta por la dimisión de Adel Abdelmahdi en noviembre pasado, a raíz de las protestas populares. Su nombre estaba en las quinielas desde enero, pero los partidos proiraníes lo rechazaban: le acusaban de complicidad en el asesinato del general Qasem Soleimani por Estados Unidos a principios de año. Al Kadhimi, renuente a aceptar el encargo si no tenía suficientes apoyos, se esforzó por mejorar sus relaciones con Teherán. Mientras, los dos candidatos que le precedieron fracasaron en obtener la aprobación del Parlamento.
Tras seis meses de parálisis política, el inusual acuerdo en torno a Al Kadhimi (a falta de consensuar siete ministros) ha sido recibido con optimismo dentro y fuera de Irak. Washington y Teherán se apresuraron a felicitarle. Ahora tiene que conseguir la confianza de la calle, donde las protestas empiezan a reanudarse.
En la primera semana, ya ha ordenado la inmediata liberación de los manifestantes detenidos desde octubre pasado y lanzado una investigación sobre los ataques que han sufrido (y que han causado medio millar de muertos y decenas de miles de heridos). También ha puesto en marcha la revisión de la ley electoral para poder convocar nuevas elecciones como reclaman las protestas. Y restituido a un general muy popular en la lucha contra el EI, cuyo cese fue uno de los detonantes de las manifestaciones.
Los analistas advierten de que las expectativas son demasiado altas. Ni una sola persona, ni un solo Gobierno tienen la capacidad de resolver los ingentes problemas de Irak. Se necesita tiempo. Y Al Kadhimi no lo tiene. Incluso si no se adelantan las elecciones, su Gobierno dispone de un máximo de dos años. Además, dar respuesta a las reclamaciones populares supone amenazar directamente los intereses de las élites políticas que le han respaldado, no sin antes hacerle cambiar tres veces la composición de su Gabinete para que quedara claro dónde reside el poder.