La clase cuidadora: esenciales y aplaudidos, pero precarios y poco reconocidos
Además del personal sanitario, limpiadores, cajeras y asistentes de mayores y personas dependientes, se revelan imprescindibles durante la pandemia, pero no gozan de buenos salarios ni valoración social
Hay algunos que tienen que seguir dando el callo mientras la mayor parte de la población se confina. Son los que mantienen la sociedad encendida, los realmente imprescindibles, los que hacen al mundo girar. Sin embargo, no suelen tener reconocimiento social, ni salarios acordes con la importancia que esta pandemia ha evidenciado.
Trabajadores de limpieza, de transporte, de supermercado, repartidores a domicilio, dependientes, etcétera, están en primera línea jugándose la salud, como comprobamos cuando vamos a la compra o miramos distraídamente por la ventana. En vista de esta situación,...
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Hay algunos que tienen que seguir dando el callo mientras la mayor parte de la población se confina. Son los que mantienen la sociedad encendida, los realmente imprescindibles, los que hacen al mundo girar. Sin embargo, no suelen tener reconocimiento social, ni salarios acordes con la importancia que esta pandemia ha evidenciado.
Trabajadores de limpieza, de transporte, de supermercado, repartidores a domicilio, dependientes, etcétera, están en primera línea jugándose la salud, como comprobamos cuando vamos a la compra o miramos distraídamente por la ventana. En vista de esta situación, algunas cadenas distribuidoras han incentivado económicamente a sus trabajadores (reponedores, cajeras) y la prestigiosa revista The New Yorker ha dedicado su poética ilustración de portada a los llamados riders, esos que nos traen a casa, en condiciones laborales muy precarias, los productos que solicitamos.
“Mientras [en Estados Unidos] los consejeros delegados, los banqueros, los administradores de hedge funds y los private equity partners se han retirado a sus segundas residencias”, escribe John Cassidy, columnista de la citada revista, los trabajadores de a pie “se han revelado indispensables. Sin su contribución no funcionaría una sociedad que generase las recompensas disfrutadas por las clases privilegiadas”. Además, según un estudio del portal de empleo Jobatus, las personas con salarios más bajos tienen una probabilidad mayor de contagiarse. Cada tarde los ciudadanos aplauden desde los balcones al personal sanitario y algunas películas recientes han puesto el foco en estos otros trabajadores que nos cuidan: la oscarizada Parásitos, de Bong Joon-ho; Roma, de Alfonso Cuarón, o Sorry, We Missed You, de Ken Loach. Pero ¿por qué no se reconoce siempre su labor?
“Cuando eliminamos todo lo prescindible, vemos que la economía ‘real’ es la forma en que nos cuidamos mutuamente”, explica el antropólogo David Graeber, profesor de la London School of Economics. Caring class (la clase cuidadora) es el término que Graeber ha popularizado para denominar a estos trabajadores que enfocan su labor en hacer posible la vida de los demás. La cuestión del trabajo de los cuidados saltó a la palestra en los últimos años en relación con el trabajo doméstico y el cuidado de personas dependientes, una ocupación mayormente no remunerada y realizada por mujeres, carente de prestigio social. Algunas pensadoras, como Silvia Federici o Nancy Folbre, critican que el sistema económico se base en este trabajo gratuito, que constituye hasta un 15% del PIB en España, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). “Cuidatoriado” ha llamado a este colectivo la socióloga María Ángeles Durán.
Pero Graeber, autor de ensayos como Trabajos de mierda (Taurus) o Somos el 99% (Capitán Swing), extiende el concepto de cuidado a muchos otros trabajos, como una forma de repensar a la clase trabajadora, sobre todo cuando buena parte de la producción industrial tiene lugar en países remotos. Así lo ejemplifica: un trabajador de metro no solo expende billetes o controla el funcionamiento de las máquinas, buena parte de su tarea tiene que ver con arreglar cosas, buscar a niños perdidos, orientar a personas despistadas o ayudar a los ancianos y los enfermos. “Las clases trabajadoras siempre han sido las clases cuidadoras, pero ahora es imposible imaginar que alguna vez fueron otra cosa. ¿Podemos construir una sociedad basada en esos valores?”, reflexiona Graeber. Con la progresiva automatización, los componentes de cuidado de los trabajos, para el antropólogo difíciles de cuantificar, serán más importantes.
¿Por qué ciertas labores esenciales son poco reconocidas tanto salarial como socialmente? “Son trabajos que están muy separados del gran relato liberal-mercantil de la meritocracia”, explica Luis Alonso, catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). No necesitan alta cualificación, ni alta titulación, ni alta inversión en capital humano, tampoco tienen mucho glamur. “Cuanto mayor sea la adoración a la tecnología, el aplauso al sacrificio financiero y el culto al estatus cosmopolita, peor será la valoración social de los trabajos humildes del sector servicios. Cubrir necesidades es algo que tiene muy poco valor en el libro de cuentas del universo mercantil”, añade Alonso.
La precariedad también tiene que ver con quién los realiza: “Son trabajos muy feminizados, relacionados con la alimentación —desde su producción a la distribución de alimentos—, con la limpieza y con los servicios personales o la salud. En otros casos, los realizan migrantes, como muchos trabajos del campo”, apunta Joaquín Nieto, director de la oficina de la OIT en España. Respecto a los trabajos sanitarios: alrededor de un 40% de esas profesiones (incluidas las especialidades médicas y de enfermería) sufren contratos temporales año tras año y sus condiciones de trabajo se han ido degradando tanto en su versión pública como privada.
El reconocimiento emocional que brota en estos tiempos de crisis, en proclamas de solidaridad y aprecio en medios de comunicación y redes sociales, no se materializa (salvo en escasas excepciones) en mayores derechos sociales o mejores salarios: eso iría en contra de la rentabilidad generada por este tipo de empleos. El informe de Oxfam Intermón Desigualdad 1 – Igualdad de oportunidades 0: La inmovilidad social y la condena de la pobreza, de 2019, pone el foco en la desigualdad en España: en ingresos, el 1% más rico obtuvo 12 de cada 100 euros, mientras que el 50% más pobre se repartió 9 euros que quedan como migajas. Cifra el problema, entre otras causas, en un empleo desigual y precario y en el funcionamiento deficiente de las políticas redistributivas.
En España, el 50% más pobre de los trabajadores gana apenas el 9% del total de ingresos, según un informe del año pasado
“La ideología dominante es que la jerarquía social es una jerarquía de habilidades, por lo que las personas en la cima piensan que son mejores que otras. Todos tendemos a juzgar el valor personal del otro por su riqueza externa”, explica Richard Wilkinson, cofundador de The Equality Trust y coautor del ensayo Igualdad (Capitán Swing), ambos junto a Kate Pickett. La clase social y la educación recibida, señalan, tiene mucho que ver en el desarrollo de las habilidades y en la posición en el escalafón. Esta desigualdad social y salarial ha ido en aumento en los 15 años entre 2002 y 2017, según el European Jobs Monitor 2019 realizado por la Comisión Europea: las ciudades presentan un porcentaje desproporcionadamente elevado de trabajos bien remunerados y altamente cualificados, al tiempo que un crecimiento del empleo mal pagado. Eso sin contar la brecha salarial existente entre hombres y mujeres. “Esta crisis empujará hacia arriba la categoría de los cuidadores, no pueden seguir estando mal pagados”, declaraba en Ideas recientemente el sociólogo Alain Touraine. Aunque no parece que la crisis económica derivada de la pandemia del coronavirus vaya a aliviar la polarización social.
¿Qué pasaría si comparásemos la aportación a la sociedad que hacen los profesionales mejor y peor valorados? Es la pregunta que se hicieron los investigadores Steed, Kersley y Lawlor en 2009: lo que encontraron, comparando a banqueros o ejecutivos con cuidadores de niños o trabajadores de reciclaje, es que, en muchos casos, los que cobran más aportan menos a la sociedad, y viceversa. Los financieros de la City londinense, por ejemplo, destruían siete libras de valor social por cada libra que ingresaban. Los cuidadores de niños generaban alrededor de ocho libras por cada libra que ingresaban.
Barbara Ehrenreich, ensayista y activista estadounidense, se infiltró personalmente en este mercado laboral de bajos salarios para dejar testimonio de lo que pasa ahí abajo. Sus experiencias (que se cuentan en Por cuatro duros, publicado por Capitán Swing) la llevaron a pensar que ninguno de los oficios que había ejercido era “no cualificado”: todos requerían concentración, vocabulario, manejo de herramientas y nuevas destrezas, además de esfuerzo físico. Trabajó como camarera, dependienta, limpiadora, etcétera, pero le costaba llegar a fin de mes, incluso simultaneando empleos. Se centró en el fenómeno de los trabajadores pobres (esos que no salen de la pobreza aun trabajando mucho), a los que considera los grandes “filántropos” de la sociedad: “Descuidan a sus hijos para que los hijos de otros estén cuidados, viven en alojamientos por debajo de las condiciones de habitabilidad para que otras casas estén relucientes y perfectas; pasan privaciones de modo que la inflación se mantenga baja y las acciones altas”, escribe Ehrenreich. Formar parte de la clase trabajadora pobre “es ser un donante anónimo, un benefactor de nombre desconocido para los demás”.
¿Cómo hacer que estos trabajos se valoren? “Un ingrediente importante de ese cambio es que el mercado de trabajo no haga esa valoración por nosotros”, opina César Rendueles, sociólogo, ensayista y profesor de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), “la igualdad (no la mera igualdad de oportunidades sino la igualdad finalista) es un elemento fundamental”. Conseguir que la sociedad aprecie más a los barrenderos que a los especuladores financieros “puede ser un proceso largo y difícil, pero lo que podemos hacer ya mismo es aplicar impuestos confiscatorios a los especuladores para que, al menos, su salario no distorsione nuestra apreciación del valor social de su trabajo”, añade el sociólogo.
Si hay trabajos esenciales y no reconocidos, también existe lo contrario, como señala provocadoramente Graeber en Trabajos de mierda: esos que no aportan nada a la sociedad. Con el confinamiento, “millones de personas que iban a trabajar todos los días convencidos secretamente de que sus trabajos eran completamente inútiles, o que podían hacerse en 15 minutos, han tenido que reconocer directamente ese hecho”, opina el autor. Suelen estar relacionados con el oficinismo, la coordinación, la gestión, la consultoría, lo que identificaríamos como un gris empleado empotrado en la estructura empresarial. De hecho, Graeber habla de una progresiva “mierdificación” del trabajo. Una encuesta de la agencia de sondeos británica YouGov hizo esta pregunta en 2015: “¿Su trabajo aporta algo significativo al mundo?”. El 37% de los encuestados respondió que no.