Cómo afrontar el confinamiento

Cuando no podemos anticipar el porvenir, nos invade la incertidumbre. Ante el estrés, hay que pensar que ocupamos el asiento del conductor

Médicos miran a través de las ventanas del Hospital Universitario de A Coruña.MIGUEL RIOPA/AFP

La pandemia del coronavirus nos ha impuesto una nueva vida “normal”, caracterizada por la incertidumbre y la vulnerabilidad. Cada día, nada más abrir los ojos, sufrimos un bombardeo de estremecedoras noticias sobre las muertes causadas por el coronavirus, un enemigo invisible que sacude nuestra perspectiva sobre el porvenir.

El sentido de futuro está profundamente arraigado en los seres humanos. Desde pequeños, en cada momento, sin darnos cuenta, pensamos con ilusión y convencimiento sobre ...

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La pandemia del coronavirus nos ha impuesto una nueva vida “normal”, caracterizada por la incertidumbre y la vulnerabilidad. Cada día, nada más abrir los ojos, sufrimos un bombardeo de estremecedoras noticias sobre las muertes causadas por el coronavirus, un enemigo invisible que sacude nuestra perspectiva sobre el porvenir.

El sentido de futuro está profundamente arraigado en los seres humanos. Desde pequeños, en cada momento, sin darnos cuenta, pensamos con ilusión y convencimiento sobre lo que vamos a hacer más tarde, mañana, el mes que viene o dentro de varios años. Reflexionamos sobre cómo serán nuestras vidas y las de nuestros seres queridos en tiempos venideros. Por eso, cuando nos sentimos incapaces de anticipar el porvenir nos invade la incertidumbre y con ello se agrieta el cimiento vital de la confianza en nosotros mismos y en el mundo que nos rodea. Como un efecto dominó, los sentimientos de vulnerabilidad nos mueven a la vigilancia continua y obsesiva e interfieren con la capacidad de relajarnos, de relacionarnos, de disfrutar.

Ante los grandes desastres, la reacción natural de los seres humanos es acercarnos, unirnos, socorrernos. De hecho, está demostrado que la solidaridad aumenta la supervivencia. Sin embargo, en la pandemia actual, sometidos al distanciamiento y confinamiento forzosos, vivimos momentos solidarios y alegres, pero también otros cargados de un miedo indefinido, latente, incómodo, que nos roba la tranquilidad y nos transforma en personas aprensivas, suspicaces, irritables. Tememos lo que nos pueda ocurrir a nosotros, a nuestros familiares y amigos e incluso a personas que no conocemos y a la humanidad en general.

Ante estas condiciones estresantes de incertidumbre y vulnerabilidad, es importante localizar el centro de control de nuestras decisiones dentro de nosotros mismos. La conciencia de que ocupamos el asiento del conductor, aunque contenga una cierta dosis de fantasía, nos ayuda a planificar nuestro programa de acción, a neutralizar los sentimientos de impotencia, a convencernos de que también hay algo que nosotros podemos hacer contra la adversidad. Lo opuesto es situar el control de nuestras decisiones en fuerzas externas como el destino o la suerte, o abandonarnos al conocido “Que sea lo que Dios quiera”.

La confianza y la resiliencia

La confianza en nuestra ­capacidad ejecutiva innata es un ingrediente importante de la resiliencia. Gracias a estas funciones ejecutivas podemos regular las emociones, gestionar las circunstancias y sentar prioridades. ­Pero para tomar decisiones ­adecuadas es fundamental buscar información clara y fiable, porque enterarnos de qué es lo que verdaderamente está pasando nos ayuda a mantener los pies en la tierra.

Igualmente importante en momentos como los actuales es alimentar la esperanza activa, porque nos anima a confiar en nuestra capacidad para superar las barreras que se interponen en el camino y nos inyecta la ilusión que necesitamos para neutralizar el fatalismo y no tirar la toalla. Como dijo con acierto un maestro de la medicina, las personas podemos vivir un mes sin comida, tres días sin beber agua, siete minutos sin aire, pero solo unos pocos segundos sin esperanza.

Es reconfortante recordar que nuestra especie no solo ha sobrevivido a incontables epidemias y calamidades de todo tipo a lo largo de milenios, sino que además ha salido reforzada de ellas. Y es que nuestra capacidad de adaptación y superación no es un mito, sino un atributo congruente con nuestra naturaleza. Precisamente por ello, numerosas personas que superan adversidades graves no solo vuelven al nivel previo de normalidad, sino que experimentan cambios positivos.

A lo largo de mi vida profesional he conocido a incontables víctimas de enfermedades devastadoras y a supervivientes de terribles agresiones y desastres naturales que experimentaron crecimiento postraumático. Son hombres y mujeres que en su lucha por superar la adversidad fueron descubriendo rasgos valiosos de su personalidad que desconocían; han podido así reconfigurar sus prioridades y ­afirman haber experimentado cambios favorables en la percepción de sí mismos, en sus relaciones y en su nivel de satisfacción con la vida en general.

Luis Rojas Marcos es profesor de psiquiatría en la New York University.

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