¿Un ‘Batman’ de tres horas? ¿Por qué son tan largas las películas ahora?
El anuncio de que la nueva entrega de Batman durará tres horas ha causado revuelto en redes sociales, incluso en un mundo en que el cine de aventuras y superhéroes dejó atrás la barrera de las dos horas y media hace mucho tiempo
La noticia, conocida hace unos días, de que la nueva película de Batman (The Batman, que se estrenará el próximo marzo) dura casi tres horas habría sido chocante hace unos años, pero el público ya está acostumbrado a esos titulares: solo en los últimos meses Sin tiempo para morir (dos horas y 43 minutos), Spider-Man: No Way Home (dos horas y 28 minutos) o Fast & Furious 9 (dos h...
La noticia, conocida hace unos días, de que la nueva película de Batman (The Batman, que se estrenará el próximo marzo) dura casi tres horas habría sido chocante hace unos años, pero el público ya está acostumbrado a esos titulares: solo en los últimos meses Sin tiempo para morir (dos horas y 43 minutos), Spider-Man: No Way Home (dos horas y 28 minutos) o Fast & Furious 9 (dos horas y 23 minutos) se han convertido en las entregas más largas de sus respectivas sagas. ¿Se trata de una tendencia real en Hollywood o solo de una sensación generalizada entre los espectadores? Ambas respuestas son correctas.
En realidad las películas duran lo mismo desde 1940. Przemyslaw Jarzabek, un analista de datos, ponderó hace poco la media de la duración de todas las películas registradas en IMDB (la base de datos audiovisual más completa de internet) y confeccionó un gráfico que demuestra que, minuto arriba, minuto abajo, la media se mantiene en torno a la hora y cincuenta minutos de duración. Pero otro estudio, elaborado por el investigador de datos Randal Olson, se centró en las 25 películas más populares de cada año (también según IMDB), cuya duración sí muestra abruptas subidas y bajadas. Cada una de ellas cuenta una historia.
El aumento más radical en la duración de las películas se produjo entre 1947 (103 minutos) y 1965 (119 minutos), un periodo que coincide con la expansión masiva de los televisores. En EE UU, el promedio de hogares con televisor se multiplicó por 10 entre 1950 y 1957 (de cuatro millones a 40) y la asistencia a los cines se resintió. Para competir con el invento de moda, Hollywood reaccionó haciéndolo todo más grande. Las épicas de sagas familiares (Gigante, de 1956, dura 201 minutos), las epopeyas históricas (Lawrence de Arabia, de 1962, 227) o los relatos bíblicos (Los diez mandamientos, 1956, 220) solo tenían sentido en una enorme pantalla. Y así fue cómo el cine pasó de ser un entretenimiento a una experiencia. El molde era, claro, Lo que el viento se llevó (1939). Se trataba de fabricar películas-acontecimieto y, para ser gigantes, debían empezar por ser más largas que una tarde.
El bajón más radical ocurrió a mediados de los ochenta, cuando la duración media de las películas más populares descendió hasta los 110 minutos, la más baja desde 1955. Dos factores provocaron este acortamiento. El primero era una cuestión de espacio: la mayoría de los cines tenían una única sala, por lo que preferían una película de 90 minutos con cuatro pases que una de 180 minutos con dos pases. Hoy, los multicines permiten que un evento como de 148 minutos como Spider-Man: No Way Home pueda ocupar varias pantallas a varias horas distintas. El segundo factor para el acortamiento de las películas en los ochenta fue, una vez más, tecnológico: el alquiler de cintas VHS en Estados Unidos creció de un 22% de los hogares en 1979 a un 90% en 1986. La cultura del videoclub llevó a los estudios a apostar por películas más cortas para abaratar los costes de su edición doméstica.
Recientemente, otra revolución tecnológica ha contribuido a disparar la duración. Según Daniel Loira, redactor jefe de la revista sobre la industria de cine Box Office Pro, que analiza la taquilla desde 1920, la transición de cinta a digital anima a los directores a rodar alegremente. “Desde hace una década ya no se rueda con rollos de cine de 35 milímetros. Antes rodar costaba mucho dinero, pero hoy con la tecnología digital hacer una película de tres horas no es mucho más caro que una más corta. Se pueden hacer infinitas tomas y luego editarlas también con programas informáticos, no con tijeras y cinta adhesiva como era habitual hasta hace unos años”, afirma.
Eso sí, si un director quiere un Oscar, da igual en qué época, el primer paso siempre ha sido rodar mucho metraje. Solo en los noventa, ganadoras como Bailando con lobos (1990), La lista de Schindler (1993), Braveheart (1995) o El paciente inglés (1996) o Titanic (1997), todas dirigidas por cineastas que se habían criado con las épicas de los cincuenta y todas con dos cintas en su edición en VHS, establecieron que las películas importantes eran largas. Por eso si un director quería ser tomado en serio se lanzaba a las tres horas de metraje. Ya fuera Spike Lee (Malcolm X, 1992), Martin Brest (¿Conoces a Joe Black?, 1998) o incluso Michael Bay (Pearl Harbor, 2001). “Los estudios de Hollywood creen que los académicos de los Oscar votan al peso, que si no es larga no va a ganar. Temen que los Oscar no se tomarán en serio una película que dure menos de dos horas” señaló el crítico de cine Peter Travers en 2012. En 2014, la BBC se preguntaba en su web si Gravity (91 minutos) era demasiado corta para ganar el Oscar. Si este año se impone la actual favorita, Belfast, se convertiría en la tercera ganadora más corta de la historia con 98 minutos.
Con esa mentalidad Christopher Nolan, en su anhelo por “elevar” el cine de superhéroes, sobrepasó la barrera simbólica de las dos horas en 2005 con Batman Begins. Bryan Singer lo imitó con los 154 minutos de Superman Returns (en 2006, seis años después de dejar X-Men en unos ajustadísimos 104 minutos), casi la misma duración de El caballero oscuro en 2008. Eso explica la duración de los taquillazos más ambiciosos de la década pasada, desde La Liga de la Justicia (2017, 242 minutos) hasta Avatar (2009, 162 minutos), Los últimos Jedi (2017,152 minutos) o It: capítulo 2 (2019, 169 minutos). Incluso un remake que se postula como una fotocopia digital como La bella y la bestia de 2017 duraba 139 minutos, casi una hora más que la original de 1991. La duración estándar de cualquier blockbuster de la última década se ha establecido en las dos horas y media (Eternals, Wonder Woman 1984, Sexo en Nueva York 2), 40 minutos más que a mediados de los años noventa.
La respuesta, por tanto, a si las películas son ahora más largas que antes es que las superproducciones, en particular, sí. El punto de inflexión ocurrió en 2003, cuando Hollywood metió otro relámpago en otra botella. Internet y la piratería estaban hundiendo el mercado de los DVDs, el más rentable que Hollywood ha conocido jamás, y se llevaron por delante las películas de presupuesto medio: el público decidió que Requiem por un sueño era para verla bajada, pero El retorno del rey era para verla en cine. Y tras su monumental éxito de taquilla, de crítica y de premios (ganó once Oscars), la industria se obsesionó con emular el fenómeno. La trilogía El señor de los anillos (2001-2003) se convirtió en el nuevo canon, en el Lo que el viento se llevó del siglo XXI: a partir de ella, todos los grandes proyectos de cine de acción y aventuras nacerían con vocación de franquicia.
El éxito de Harry Potter y la cámara secreta (2002), con sus 162 minutos, confirmó que cuando el público está entregado a una película no solo no le importa que sea larga, sino que lo celebra. “Hay un público que si va a ver una película de Batman prefiere que dure tres horas”, confirma Loira. “Hoy los blockbusters tienen una responsabilidad mucho mayor que hace 20 años. Para empezar, son lo único que sostiene a toda la industria cinematográfica. Y además se conciben con la misión no solo de recaudar la inversión, sino también de mantener viva una franquicia. El blockbuster nace con la misión de presentar un universo, una trama y unos personajes que lancen dos, tres o cuatro secuelas y otras tantas series de televisión que ya están anunciadas. Tiene mucho trabajo”.
James Bond contra el Doctor No (1962), Regreso al futuro (1985) o Piratas del Caribe (2003) tenían un par de horas para conquistar al público. Pero conforme se fueron estrenando sus secuelas, si el público iba a verlas era exclusivamente porque les había encantado la primera: la última entrega de Piratas, en 2007, rozaba las tres horas. Quien mejor entendió esto fue James Cameron, el inventor de la secuela tal y como la concebimos hoy, entendió que lo que hay que darle a ese público es más. Más tamaño, más ruido, más emociones. Y por supuesto, más minutos.
Terminator 2 (1991) es, a efectos narrativos, la misma película que su predecesora pero con más dinero, más inventiva y más metraje. En concreto, 40 minutos más. Si Steven Spielberg, George Lucas o Robert Zemeckis se planteaban las secuelas de Indiana Jones, Star Wars o Regreso al futuro como sumas, Cameron veía las suyas como multiplicaciones (también el es responsable de Aliens, que como su propio nombre indica consistía en Alien pero con más aliens) y esa operación dinamitó las calculadoras de Hollywood: Terminator 2 recaudó 460 millones de euros (hoy equivaldrían a casi mil, la recaudación media de Marvel), 6,6 veces más que la primera parte.
Y partiendo de ese precepto es lógico que una película como Vengadores: Endgame (2019), el clímax final de una saga de 22 películas que además congrega a 36 superhéroes, supere las tres horas. 181 minutos que fueron celebrados por millones de personas en todo el mundo. Del mismo modo, al espectador que vaya a ver The Batman cuando se estrene el próximo 4 de marzo no hay que convencerlo de nada. Sabe exactamente lo que va a ver y quiere la mayor cantidad posible de ello.
El público gana, los estudios también, pero los cines pierden. “Las salas no cobran por minutos, vale lo mismo la entrada para una película de 90 que para una de 200″, señala Julio Abengózar, vicepresidente de NAECE (Nueva Asociación de Exhibidores de España), un organismo que representa a las salas de cine minoritarias. Abengózar desglosa las condiciones que exigen las distribuidoras de los blockbusters (las denominadas majors de Hollywood: Disney/Fox, Warner, Paramount y Universal) a las salas de cine. “Para darte la película te ponen condiciones como que no puede compartir sala con otra o que tenga tres pases por sala y día. La combinación de esas exigencias hace que, cuando la película se acerca a las tres horas, estás obligado a proyectarla a las 15:30 y a las 22:30. Y esos dos pases están muertos, sobre todo fuera de Madrid o Barcelona. Si además la película es familiar, te pasas toda la semana con ella en cartel para que solo venga gente el sábado y el domingo”. Abengózar denuncia que estas condiciones “no están muy amparadas por la ley, pero te las tienes que tragar porque, si no, no te dan la película”.
Las tres horas de duración suponen además un gasto mayor en electricidad y en personal. “Si el pase acaba a las dos de la madrugada hay que hacer más turnos”, indica. “Para un exhibidor independiente ese gasto es enorme, porque la entrada vale igual cuando duran dos horas que cuando duran tres”.
¿Quizá la solución sería, como sugería Steven Spielberg hace casi una década, implantar precios más altos para los blockbusters y más bajos para las películas pequeñas? “Es inviable”, descarta Abengózar. “Los exhibidores le pagamos a la distribuidora un porcentaje de la recaudación bruta. Y ese porcentaje varía. Disney [cuya hegemonía del mercado culminó en 2019, con ocho títulos entre los nueve más taquilleros del mundo] jamás baja del 60% en la primera semana, mientras que las independientes cobran en torno al 40%. El exhibidor no puede rebajar el precio de la entrada porque la distribuidora no lo va a consentir”.
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