Veinte años después, ‘Hedwig and the angry inch’ sigue siendo uno de los musicales más celebrados y problemáticos del siglo
El musical de culto permanece como motivo de debate en la comunidad ‘queer’. ¿Contribuyó Hedwig a cuestionar los límites de nuestra identidad sexual o distorsionó en pro del espectáculo la manera en la que el mundo ve la realidad trans?
La caída de las Torres Gemelas lo ensombreció todo en 2001. Aun así, la maquinaria del espectáculo estadounidense logró legarnos algunas imágenes icónicas para el anuario. Björk vestida de cisne en los Óscar. La vuelta al rock garagero encabezada por los Strokes. La muerte de Aaliyah. El aterrizaje del iPod. Para el cine también fue un gran año. Arrancaban las sagas de ...
La caída de las Torres Gemelas lo ensombreció todo en 2001. Aun así, la maquinaria del espectáculo estadounidense logró legarnos algunas imágenes icónicas para el anuario. Björk vestida de cisne en los Óscar. La vuelta al rock garagero encabezada por los Strokes. La muerte de Aaliyah. El aterrizaje del iPod. Para el cine también fue un gran año. Arrancaban las sagas de Harry Potter y El señor de los anillos, y Baz Luhrmann sublimaba lo kitsch con Moulin Rouge. Pero fue otro musical más humilde salido del off-Broadway el que acabaría generando un impredecible culto que se extiende hasta ahora.
Al día siguiente de los atentados del 11-S, se estrenaba la adaptación fílmica de Hedwig and the angry inch, una explosión glam rock convertida con el tiempo en texto de debate para la comunidad no conforme con el sistema binario de género. El estreno en salas fue un fracaso de taquilla: el alcalde Giuliani abrió los cines al público neoyorquino de manera gratuita para resarcirlo un poco del dolor. No sería hasta su lanzamiento en DVD en diciembre de ese mismo año que Hedwig desplegaría sus coloristas alas y su mensaje punk ante el mundo.
A través de sus números musicales, Hedwig nos relata su fatídica existencia. Desde una infancia iluminada por Bowie, Iggy Pop o Lou Reed, con un padre abusador y una madre castradora al otro lado del Muro de Berlín, hasta su patético tour por bares cutres acechando a un ex que ha triunfado robándole las canciones. Como clímax dramático, una chapucera operación de cambio de sexo forzada por su novio sargento estadounidense con el fin de casarse y llevarlo/la consigo a la tierra prometida… Para acabar abandonada por un chico más joven en una roulotte de Kansas con nada más que sus sueños de convertirse en rockstar y el colgajo que le queda entre las piernas. La ‘pulgada enfadada’ a la que alude el título.
La cinta le valió el premio a mejor dirección en Sundance a su creador, John Cameron Mitchell. Un golpe de aire fresco para el cine indie que supuso, en particular, un definitivo paso adelante en las narrativas de la comunidad LGTBI, que aún andaba lidiando con las secuelas del embiste del sida. Los noventa se definieron por películas como Philadelphia, obras de teatro como Angels in America y musicales como Rent. Hedwig and the angry inch rompía con una era de culpa por aquella pandemia que sirvió a la clase dirigente para marginar aún más al colectivo gay. A excepción de Juego de lágrimas, Las aventuras de Priscilla, reina del desierto y Boy’s don’t cry, la representación de lo trans en el cine de la década quedó en lo anecdótico. Aún hoy lo es.
Según el último informe anual de GLAAD (la asociación que monitoriza la diversidad e inclusividad en la ficción estadounidense), en 2020 hubo cero personajes transexuales en los 44 grandes estrenos de los mayores estudios de Hollywood por cuarto año consecutivo. Mientras, las políticas reaccionarias se abren paso. De acuerdo con el análisis de Human Rights Campaign, EE UU cierra 2021 con el triste récord de sumar más leyes anti-trans aprobadas que nunca. No nos hace falta ir tan lejos. En Madrid mismo, las derechas pisan el acelerador para la modificación o derogación de leyes LGTBI. Y en todo esto, sí, el cine y las series juegan un papel importante. No basta con que se filmen productos centrados en personajes específicamente transexuales cuya identidad de género es el eje de la trama (como, pongamos, Veneno o Pose) para fomentar la visibilidad sino que, cuando se plantee la participación de un personaje transexual en una serie de éxito como La casa de papel, se cuente con una actriz realmente trans y no con una cara femenina conocida que garantice la tranquilidad de las grandes audiencias.
A pesar de los aplausos, esa ha sido una de las principales críticas que ha perseguido a Hedwig, interpretado en la película por el propio John Cameron Mitchell. Tras el maquillaje, genitalmente la protagonista no es ni hombre ni mujer. Como ella misma canta: “Después de la operación todo lo que tengo es la entrepierna de una Barbie”. Para buena parte de la comunidad trans, Hedwig es una apropiación cultural de Mitchell, una máscara de la transexualidad; algo no muy lejano a cuando un actor blanco interpretaba a un personaje negro (lo que se conoce en el argot inglés como black face). Hedwig corre el peligro de representar inadecuadamente a un colectivo. Algo que ya nos recordaba Judith Butler en su ensayo Cuerpos que importan, donde señala a Tootsie, ¿Víctor o Victoria? y Con faldas y a lo loco como narrativas de contención en las que la amenaza de queerness se “produce y se desvía” y en las que “se negocia la homofobia y el pánico frente a lo homosexual”.
El actor, productor, director y guionista tuvo la generosidad de recibirme en su apartamento del West Village neoyorquino en 2010 para promocionar la película que acababa de dirigir, Rabbit hole [estrenada en España como Los secretos del corazón], un dramón sobre cómo lidiar con la pérdida de un hijo con Nicole Kidman al frente. Inevitablemente, la conversación derivó hacia Hedwig, a pesar de que tras la película Mitchell había dejado la peluca en escena a otros. Él justifica la identidad del personaje por encima de la de género: “Su aspecto drag puede funcionar en muchas direcciones: puedes ver en ello una armadura, un accesorio o una herramienta… Al contarnos todas las penurias por las que ha pasado, Hedwig acaba rompiendo con la drag para internarse al desnudo de vuelta a un mundo que no la ha aceptado, como un gesto de afirmación, como diciendo: ‘Esto soy’. Para entender la complejidad de cualquier persona hay que atender a sus cicatrices. Solo así podemos aparcar también los pronombres”. Volviendo a Judith Butler: “La identificación es siempre un proceso ambivalente”.
En aquel encuentro, Mitchell mostraba su desencanto por la progresiva transformación de la cultura queer. “Yo solía pensar que ser gay era interesante. Cuando llegué a Nueva York a mediados de los ochenta, la comunidad gay que me encontré era muy distinta, mucho más diversa. Aprendíamos de nuestros mayores, de la gente queer que había abierto paso. Era la época del sida, de las protestas políticas. Para sobrevivir en un entorno hostil había que cuestionarse muchas cosas. Lo que hemos ganado en visibilidad lo hemos perdido en credibilidad. El precio de la aceptación es la mediocridad. De la misma manera que toda la sociedad tiende al conservadurismo, vamos a ver muchos más gays conservadores en los próximos años. La cultura gay ya es producto del marketing instantáneo, nos tratan como ovejas y lo compramos: ‘Oh, esa es la música que tengo que escuchar’; ‘esa es la ropa que tengo que vestir’, ‘me siento más seguro si tengo el mismo cuerpo que todos los demás’… Me da pánico que hayamos caído en una mentalidad tan superficial”.
Y apuntaba a internet como caldo de cultivo para estos comportamientos: “El sentido de comunidad se ha diluido en favor del individualismo atroz. Se han invertido las energías para ver quién se aproxima más a la cima de las estructuras de poder. Y eso es algo que afecta también a la cultura queer, que no puede estar más alejada de ese espíritu punk que la impregnaba en los últimos años del siglo XX. La manera en la que las personas queer interactúan unas con otras en internet se ha convertido en una especie de olimpiadas de la opresión. Indignarse online es una prueba de existencia: yo acuso, luego existo. Estaría bien que volviéramos a buscar lugares en común a pesar de nuestras diferencias”.
Lo que no podía prever Mitchell es el renovado activismo de buena parte de la comunidad LGTBIQ+ frente a esa oleada de conservadurismo que vaticinaba. Las opiniones manifiestas de unos y otros han reforzado nuestra conciencia como colectivo. Nos hemos vuelto más sensibles ante la diferencia. En internet hay sesudas disquisiciones sobre la contribución positiva o negativa de Hedwig and the angry inch a la percepción de lo trans. Lo resume bien la dramaturga no binaria Tom/Crystal Rasmussen: “Hedwig es un cis-gay viviendo una experiencia trans, y esa complejidad identitaria da lugar a muchas tergiversaciones, pero también abre la puerta a muchas interpretaciones de la sexualidad que no vemos habitualmente: es ahí donde radica el interés de este personaje queer tan punk. En este mundo tan mercantilizado conviene no olvidar que podemos aprender mucho más sobre nuestros límites y nuestra naturaleza queer de Hedwig que de un sofá de IKEA tapizado con la bandera no binaria”.
Con todo lo que hay de cuestionable en ella, Hedwig and the angry inch contiene también algunos aciertos que nos adentran en esa identidad compleja a la que se refieren los estudiosos. Al margen de su temperamento eminentemente pop, sus números musicales son puro activismo queer. En The origin of love (El origen del amor), la letra acude al diálogo del dramaturgo Aristófanes en El banquete de Platón donde plantea la existencia originaria hermafrodita que, tras la separación, convierte el deseo en la búsqueda de la mitad que nos complete. Y Wig in a box (La peluca en la caja) es un gesto de lo que la teórica Elisabeth Freeman acuñó como cronopolítica: el presente es un híbrido, el tiempo ya no es lineal, y para la gente queer menos, porque nos importan cosas del pasado que no son las que le importan a todo el mundo. Una drag puede ser Madonna de los noventa y a los cinco minutos la Pantoja de los ochenta. En esta canción, mientras Hedwig rememora que se recuperó del abandono del sargento Luther a base de “ponerse maquillaje” y “plantarse la peluca”, se cambia hasta seis veces de ídem para saltar compulsivamente de un tiempo a otro, de una personalidad a otra, incluida la de Farrah Fawcett.
John Cameron Mitchell anda estos días celebrando su propio regreso artístico gracias a su papel como Joe Exotic en la miniserie de Netflix Tiger King (creada a raíz del éxito de la serie documental homónima). Mientras, alimenta su propio podcast musical de autoficción Anthem (donde imagina cómo sería su vida si nunca hubiera salido de su pueblo en Kansas y que cuenta con presencias de impacto como Glenn Close, que hace de su madre; Laurie Anderson, que interpreta a un tumor que le extirpan y le habla; o Marion Cotillard, que hace de la médico que le trata). Y ha recuperado a Hedwig junto al compositor de la banda sonora, Stephen Trask, en una gira de autohomenaje por escenarios de EE UU mezclando rock con monólogos. Él lo llama un ‘concierto making-of’. El pobre Mitchell se excusaba hace poco en un programa de la tele americana por no poder subirse a los tacones como antes: “Mis talones son más sensibles. He superado los 55 años, piedad, al menos sigo bailando. Prince tuvo que operarse dos veces la cadera, yo espero no llegar a eso”.
¿Al cobrar vida hoy, qué pronombre deberíamos utilizar para Hedwig? Mitchell daba respuesta en una entrevista reciente: “Hedwig se saltaría los pronombres. Cada uno somos nosotros mismos, un género único. Cuando estás con tus amigos no andas pensando en sexualidades o géneros, tan solo aceptas como son. En última instancia, ese debería ser el objetivo en la vida. Socialmente también: pararnos menos a pensar en qué es la otra persona y limitarnos a ser y dejar ser”.
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