“En Vigo he hecho amigos en el trabajo, eso en Barcelona era impensable”: crónicas de los ‘millennials’ que decidieron dejar la gran ciudad
El problema de la vivienda y los cambios laborales postpandemia han provocado un pequeño pero continuo éxodo de ciudadanos de Madrid o Barcelona que, tras lustros instalados en la ciudad, han optado por volver a sus ciudades y pueblos
La gente que un día se fue a Madrid o a Barcelona a trabajar, o a disfrutar, o a huir, está volviendo. Algo tiene la idea de volver que embruja la leyenda de nuestros mitos hasta contagiar, también, la realidad de un país. Un estudio impulsado por el Instituto Metrópoli previa solicitud del Plan Estratégico Metropolitano de Barcelona (PEMB) revela que cada vez hay más población abandonando Barcelona para asentarse en áreas rurales, mientras que datos del INE indican que los dos grandes corredores de Toledo y Guadalajara, al límite con la Comunidad de Madrid, están absorbiendo flujos de la capital, al punto de que son las únicas zonas manchegas que no pierden habitantes en los últimos diez años, sino que los ganan. De forma complementaria, las capitales de provincia de las distintas comunidades del estado –esas otras ciudades de las que nunca hablamos; cabeza de ratón del imaginario urbano colectivo– empiezan a recibir cada vez más retornados. Ulises volvió y ahora también los millennials que han visto multiplicado el precio de la vivienda o se han encontrado un panorama laboral más flexible al teletrabajo después de la pandemia. Algunos, con gusto. Otros, con angustia. Y muchos con un batido mental aún indescifrable de sensaciones contradictorias.
“Dejé Albacete con 20 años para irme a Madrid a estudiar arte dramático en el año 2005. Me fui con la idea de no volver nunca más”, cuenta Reyes López, 39 años. Lo cuenta desde Albacete. “Año tras año Madrid me fue desgastando, demasiados estímulos, demasiada gente, demasiado de todo. No soportaba el ruido, no soportaba los bares llenos de gente porque además llevo prótesis auditivas y a eso se sumaba que en aquel momento si querías dedicarte a algo artístico todas las actividades sociales se desarrollaban en bares abarrotados con música alta, todo requería una hiperestimulación excesiva y precisamente esa hiperestimulación me estaba creando un problema de ansiedad y agorafobia”.
Primero se mudó a Toledo. Estuvo allí siete años, alternando teletrabajo con oficina. No le importaba levantarse a las cinco de la mañana para coger el AVE dirección Madrid porque al volver estaba “en la ciudad más bonita del mundo”, aclara, y además tenía una casa grande con chimenea junto al río en la que recibía a sus amigos de la capital, deseosos de escapar de sus estudios microscópicos en el centro. “Así aguanté siete años más hasta que tras una sucesión de pérdidas la vida me escupió al punto de partida”, explica. En La flor de mi secreto, Chus Lampreave le dice a Marisa Paredes una de las frases más memorables del cine de Almodóvar: “Cuando estés como vaca sin cencerro, vete al pueblo”. Reyes López se acuerda mucho de esa cita mientras pasea por la parra que sus abuelos tienen en el patio de su casa. “Si volví a Albacete fue porque me echaron a la vez del trabajo y de la casa que tenía alquilada en Toledo. Me fui porque no me quedaba más remedio. Me fui forzada por la situación. En ningún momento fue una decisión consciente. Sólo necesitaba pulsar el botón de pausa porque después de 17 años fuera estaba agotada y necesitaba recuperarme, reorganizarme, estar con mi familia a la que había visitado muy poco. Al final llevo ya casi tres años aquí, los procesos son largos… pero espero volver algún día”.
Luna Sánchez tiene 40 años y desde hace un tiempo vive en su pueblo natal de Cáceres, Coria. Ella también se fue a Madrid a los 18 años para estudiar y también juró no volver nunca más. Pero Madrid quema. Ése es un verbo que varios entrevistados para este reportaje, entre ellos Reyes y Luna, repiten: “quemar”. Demasiado Madrid hace sentir a sus caídos como las víctimas de Célula, el villano de Dragon Ball que chupaba la energía de los humanos con un aguijón gigante. Tras ocho años, Luna se fue a Barcelona, ciudad con la que mantuvo “una fascinación idiota”, y en la que vivió, dice, “razonablemente mejor” hasta que la crisis de vivienda empezó arreciar. “Empecé a sufrir el tema de que te echen de tu casa por una subida del alquiler y que la vida se encarece de una forma insostenible con tu sueldo. Me salió una oportunidad caída del cielo para irme a Suiza y me fui”, cuenta. En Zúrich la vida era fácil en cuanto a tener un piso y un trabajo buenísimo, pero insoportable en lo que se refiere a la vida social y a sentir afecto. “Después de seis años, me fui; no podía más”. Y regresó a Coria. De nuevo, el pueblo como eje vertebrador y la voz de Chus Lampreave resonando en el horizonte.
“Empecé a sufrir el tema de que te echen de tu casa por una subida del alquiler y que la vida se encarece de una forma insostenible con tu sueldo”
Luna se ha encontrado una Coria con más parques y más zonas habilitadas para niños, pero menos transportes. “Antiguamente había un autobús que te dejaba en cuatro horas en Madrid, pero desde la pandemia todo eso se quitó y no ha vuelto a ponerse. Es imposible salir de este pueblo”, dice. Otras cosas no cambian. Aunque Luna llegó a Coria con ánimo de cargar las pilas emocionales, pronto empezó a notar un ambiente moral saturado. Más allá del urbanismo y los servicios, hay otro pilar importante en los regresos: la gente. “Enseguida volvió a salir la Coria de mi adolescencia, que era el absoluto terror. Volvió a salir esa sensación de estar siempre aterrorizada por todo. Me costó muchísimos meses, pero me di cuenta que no podía ser que, con 40 años, yo estuviese caminando por la calle a las 6 de la tarde aterrorizada. Sentía terror a sufrir daño físico”. Luna asegura que ha trabajado esa sensación emocional de hostilidad y ahora puede apreciar las cosas buenas y las malas del pueblo de forma “un poco más justa”.
De las amistades del instituto, a Luna no le queda ni una. Cuando se fue a Madrid, empezó a distanciarse de todos y ahora que ella ha vuelto tampoco queda prácticamente nadie. “Aquí en mi pueblo sólo hay jubilados, niños y adolescentes, porque toda la gente de mediana edad, como yo, está fuera y viene de visita, o están trabajando o encerrados en sus casas criando a sus hijos. Las pocas personas que quedan tampoco me caen demasiado bien y nuestros encuentros se reducen a rememorar una época que yo odio, así que qué sentido tiene”. Pese a todo, mantiene que ha conseguido hacer las paces con Coria. “Aquí también tengo mucha familia que sí aprecio. Aunque mi familia elegida está en Barcelona y es donde me gustaría volver, en Coria tengo lazos irrenunciables”. ¿Lo que más echa de menos? “La oferta cultural. Ir a conciertos, a museos… Aquí sólo hay un cine, está en horas bajas y no programan ni en versión original ni las películas que me gustaría ver”.
También Reyes López echa en falta la espuma cultural de Madrid y recela de la inquietud social de Albacete. “He pasado tantos años fuera que me siento forastera en mi propia tierra. Mis paisanos me preguntan de dónde soy porque hablo con tres acentos a la vez. Es muy difícil si te sales del molde conocer gente aquí, todos se conocen desde la guardería, los grupos son muy cerrados, la gente de mi generación está a otras cosas que a mí no me interesan, como maridos, hijos o hipotecas, y el ocio gira principalmente en torno a la hostelería y el consumo de alcohol”, lamenta. El sentido arácnido de la ansiedad albaceteña se le eriza especialmente ante elecciones de armario algo más creativas de lo habitual. “Si te pones un atuendo llamativo que en la capital pasaría desapercibido y aquí sientes un señalamiento, un codazo por debajo, es decir, una mofa. Terminas uniformándote y siendo tan mediocre como los demás para evitar eso. En Madrid eres invisible y eso te hace libre”.
Reyes y Luna se han quedado en sus ciudades. Laura López, que dejó Castellón por Barcelona ante la falta de oportunidades para estudiar la carrera que le gustaba, y luego recaló en Berlín, acabó volviendo en un momento dado, pero fue capaz de salir. ¿El clímax de su regreso fallido? Una mala cita. “Quedé con un chico para tomar algo y a la salida del bar decidió que sería fascinante ponerme la zancadilla y apartarse a ver qué pasaba. La caída fue tal que me rompí la rótula y a los pocos días estaba en casa de vuelta. Nunca más volví”. Ahora vive en Madrid y jura que no regresará, salvo circunstancias muy específicas. Pese a todo, guarda buen recuerdo de algunos espejismos de su infancia en Castellón, hoy imposibles de materializar. “Poder ir al cine en versión original fue un regalo increíble que me ha marcado mucho, además tenían una programación que, como entendí mucho después, era bastante buena. Si la película no te gustaba podías decírselo al dueño y te dejaba cambiar de sala, todo muy de andar por casa. Ahora ese cine es un Burger King”.
“¡Ahora hay hasta guiris! De repente te encuentras a gente preguntándote cosas en inglés por la calle. Eso antes no pasaba. Estoy muy cómoda”
No todos los regresos son películas de terror o reencarnaciones de una novela de Sara Mesa. Inés González nació y se crio en Arriondas, un pueblo a 50 minutos de Gijón, ha vivido en el Sáhara, en Barcelona, Buenos Aires, Oporto y Madrid, alternando su formación en Bellas Artes con su vocación como cooperativista en oenegés. En la capital pasó tres años, ligada laboralmente al Ministerio de Educación. La crisis de la vivienda y una circunstancia familiar –en Gijón se había quedado vacío un piso de su familia– la convencieron de volver a Asturias. “Me instalé ahí, primero trabajando en temas de cine y educación como freelance y luego como responsable de comunicación de la Coordinadora Asturiana de ONGD”.
Después de años mudándose cada poco de ciudad e incluso país, agradece haberse asentado, reconociendo “el privilegio” que ofrecen las oportunidades familiares en lo que respecta a techo. Ahora se ha encontrado una Asturias distinta, castigada por el aumento del turismo abusivo. “Haber puesto el AVE después de la pandemia se ha notado mucho a efectos turísticos. La vivienda está más baja que en muchos otros lugares, la gente ha empezado a teletrabajar y ha habido mucho movimiento en ese aspecto”, detalla. Salvando fallas estructurales del norte, como la ausencia de buenas comunicaciones, Inés está contenta con su regreso. “Gijón es una ciudad que tiene un tamaño bastante guay, está cerca del mar, algo muy importante para mí, y la verdad es que no echo en falta nada”, reivindica. Un bienestar que se redondea tras vencer el gran fantasma de su generación: ese dragón de tres cabezas que responde al temible nombre de No Vas A Tener Trabajo De Lo Tuyo. “Al principio, me daba miedo no encontrar nada que se adaptara a mi formación; para mi sorpresa, fue todo lo contrario, un perfil diverso como el mío encajó bien en el mercado laboral. Si curras bien, el boca a boca de la gente hace que te ubiques”.
Las circunstancias familiares propiciaron también que Olaia, administrativa judicial de 47 años, regresase a Vigo tras casi 30 en Barcelona. Su madre se puso enferma en plena pandemia y la gestión para volar de manera frecuente a su ciudad natal empezó a volverse afanosa, así que se estableció allí, primero de manera temporal y luego definitiva. “Me vinculé otra vez a la ciudad y pedí el traslado en el trabajo. Siempre me gustó Vigo, y he mantenido lazos, pero nunca me había planteado vivir en serio hasta ahora”, cuenta. También ha encontrado nuevos afectos. “Aquí es más fácil hacer amigos. De hecho, tengo una pandilla nueva. En Vigo he hecho amigos hasta en el trabajo, cosa que en Barcelona era impensable”. Se ha encontrado una ciudad reverdecida y distinta a la que recordaba. “¡Ahora hay hasta guiris! De repente te encuentras a gente preguntándote cosas en inglés por la calle. Eso antes no pasaba. Estoy muy cómoda”.
Olaia, como otros muchos, se ha establecido en su comunidad de origen escapando de alquileres abusivos y acogiéndose a patrimonio familiar, algo lógico teniendo en cuenta que el porcentaje de vivienda en propiedad rebasa el 75% en nuestro país. En ese trance es natural establecer un diálogo nuevo con las raíces. ¿Lo único malo de volver a Vigo? “Las cuestas. Y las distancias. Me he tenido que sacar el carné de conducir”, responde Olaia. Es el mismo reproche que hace Sara Prieto, responsable de gestión de proyectos de una empresa moda de 37 años que ha regresado a Galicia con su novio. “No fue tan fácil tomar la decisión, porque mi pareja es de Francia y él había venido a España buscando el buen tiempo, el ambiente urbano y mudarse aquí no entraba en sus planes”. Pero el balance es positivo porque, pese haberse visto obligada a sacarse el carné tardíamente, “he encontrado el sitio en el que quiero vivir y donde el balance entre la vida personal y laboral es mejor”.