“Las ciudades se vuelven espectrales, desamparadas”: ¿cómo es vivir en un paraíso turístico cuando los turistas ya se han ido?
Con la llegada del otoño y el final de las vacaciones de la mayoría, los paraísos vacacionales de la costa se preparan para el momento más extraño pero también deseado del año: muchos negocios cierran, los turistas se van y miles de trabajadores pueden, por fin, descansar
Cuando llegó el otoño, los Rolling Stones abandonaron Villa Nellcôte. Lo recuerda Bill Wyman en el documental Stones in Exile, que narra la grabación de Exile on Main St., un doble álbum creado en el sótano de aquella mansión junto a Niza. Era octubre de 1971 y, con el trabajo casi terminado, los Stones tenían miedo de que la policía francesa los arrestara (habían dado motivos de sobra). También querían acabar su disco en Los Ángeles y la convivencia se había vuelto complicada, pero, sobre todo, comenzó a hacer frío en aquellos acantilados sobre el Mediterráneo. Con sorprendente rapidez –esto lo cuenta Anita Pallenberg–, los Stones y sus familias recogieron sus bártulos y, como tantos veraneantes, dejaron la costa para volver a sus rutinas (o a lo que tuvieran).
Aunque a los Stones no les dio tiempo a componer ninguna, cada generación tiene una canción para este momento: el verano termina y quienes lo han disfrutado se dejan dominar por la melancolía. Desde Summer’s almost gone, de los Doors hasta The Last Day Of Summer, de los Cure, quienes rondamos los treinta nos torturamos con los versos de Wake me up when september ends, de Green Day. Llega septiembre y el mar se oscurece, los grillos y las chicharras callan, las sillas y las mesas de las terrazas comienzan a oxidarse y se divisan plazas de aparcamiento libres donde antes había discusiones y multas. Al menos, ese es el recuerdo que casi todos guardamos del final de los veranos de nuestra infancia y el relato –quizá uno de tantos espejismos que, en conjunto, dibujan esa ficción que es la clase media– que todavía nos seguimos contando (se difunde a través de cada campaña de vuelta al cole, por ejemplo).
Sin embargo, en un país como España, en el que la industria del turismo trabaja para desestacionalizar sus negocios (en la práctica, buscan funcionar todo el año al ritmo de la temporada alta) y casi un 40% de la población vive en municipios costeros, no está tan claro que la llegada del otoño suponga transformaciones tan drásticas en el paisaje social o en los hábitos de la mayoría.
Así que, como los cambios en las rutinas cada vez son menos (para los jóvenes, las vacaciones se acortan y, sin acceso a la primera vivienda, es imposible pensar en segundas residencias), el verano se ha convertido en una cuestión casi sentimental porque, eso sí, el tiempo, durante los meses de más calor, sigue experimentándose como un tiempo de excepción. Sentimos que lo que nos pasa durante el verano solo puede compararse con lo sucedido durante otros veranos, algo que Virginia Woolf dejó por escrito en sus diarios cuando, un remoto septiembre de 1932, anunció: “El último verano ha sido doblado y guardado en el cajón junto a los otros veranos”. Pero, ¿qué pasa cuando uno se resiste a archivar el verano? ¿Qué sucede cuando cualquiera –y no precisamente un hostelero– decide que su verano se debería alargar, o que podría llegar a ocupar todo el año? ¿Es tan fácil como mudarse, basta con trasladarse al lugar donde veraneabas?
Esta la vieja fantasía que comparten millones de habitantes de ciudades de interior: cuando los demás llenan el maletero o se dirigen a estaciones y aeropuertos, ellos sueñan con quedarse, como esos británicos que siguen morenos en febrero. Lo está logrando cada vez más gente y sus conclusiones –adelantamos– son que te puedes mudar a la costa, pero no te puedes librar del trabajo. Y que una vez allí, quizá te sorprendan algunas cosas tan cotidianas como el desfile de estudiantes camino de colegios e institutos por el paseo marítimo.
La vieja fantasía y la distancia entre turistas y locales
La fábula del pescador y el empresario es un cuento corto, casi un meme, habitual en los foros de emprendedores. En resumen: un empresario viejo y rico que descansa en la costa afea a un joven pescador muy humilde su falta de ambición. Al final, el empresario, que por fin dispone de mucho tiempo libre después de una carrera profesional exitosa, descubre que, tras tanto esfuerzo, se encuentra haciendo lo mismo que el pescador perezoso: tienen las mismas rutinas y se encuentran en la misma playa. Ya las Vainica Doble se burlaron de esta historieta en Déjame vivir con alegría (“si he pescado bastante para hoy / mañana será otro día / no faltará un caracol”) que refleja muchos de los tópicos que todavía hoy existen sobre algunos territorios (mirando desde el norte de Europa, el prejuicio afecta toda España; una vez dentro de España, a sus provincias más meridionales o costeras, que también son las más turísticas).
En Verano sin vacaciones (Piedra Papel, 2023), la escritora y periodista Ana Geranios desmonta mitos como este y habla de cómo es realmente la vida de buena parte de los vecinos en esos lugares con los que los demás fantasean o que reciben un flujo masivo de veraneantes. Precisamente, estos vecinos suelen padecer jornadas laborales por encima de la media y peores condiciones salariales. La autora lo sabe de primera mano y en su libro se centra en los trabajadores del sector turístico de la Costa del Sol, ofreciendo una perspectiva poco común sobre el final del verano: “Es inevitable que una persona que trabaja en la hostelería, en el sector servicios, esté deseando que llegue el final de la temporada, que se le acabe el contrato, que llegue el 31 de agosto, el 15 de septiembre, el 30 de septiembre, da igual, se van contando los días”, explica. “La gente que trabaja en hostelería está deseando que se agote esa tortura; yo lo asimilo con una tortura porque se come tu vida personal, te agota física y mentalmente. En los lugares turísticos tienes que dedicar mucho tiempo al transporte porque el transporte público funciona mal y es muy probable que no puedas vivir cerca del lugar en el que tienes que trabajar, porque es un resort, un lugar dedicado exclusivamente a gente que está de vacaciones o que, por el precio de los alquileres, te ha expulsado de tu territorio… Estamos deseando que todo eso termine”.
Geranios explica que, cuando se trabaja en un lugar turístico, “se vive con mucha ilusión la temporada de entretiempo, de fresquito, porque supone un respiro” y afirma que, con el otoño, no solo mejora su estado de ánimo. “La playa cambia de color y vuelve a ser uno de los lugares más sanadores que hay. Durante el verano se convierte en un lugar como usurpado, mancillado, muy sucio, casi un depósito de basura. Tanto la playa como la naturaleza se resienten durante el verano y el cambio de estación conlleva un suspiro muy profundo que nos hace falta a las trabajadoras del sector servicios y que le hace falta al mundo”.
Para Geranios, la condición de turista siempre está “atravesada por una violencia muy sutil, muy fina, que puede estar latente hasta que algún día deja ver su realidad” y que consiste en la dependencia de quien presta un servicio respecto de su cliente. Así que distingue entre quienes “molestan”, es decir “participan de una dinámica que los coloca por delante de la población local” y quienes llegan para instalarse y se integran (dejarían de ser turistas para ser migrantes). De estos últimos, eso sí, conoce a pocos: “Los territorios turistificados funcionan como los propios aeropuertos: todo va muy rápido y entras y sales casi sin disfrutarlo, sin conocerlo. Yo nunca he vivido eso de generar vínculos con turistas”.
La soledad y la naturaleza
Andrés Barba escribió Agosto, octubre (Anagrama, 2010) con la idea, según recuerda, “de crear una novela sobre alguien que regresa a su lugar de veraneo durante el invierno y lo percibe como una especie de escenografía desierta, de película del oeste, donde los vaqueros se han ido, los delincuentes se han ido, y solo queda una especie de nada donde de vez en cuando pasea algún figurante”. Esta idea surgió porque “como mis padres tenían una casa en un pequeño pueblo de esos, en mi edad adulta, cuando me empecé a dedicar a escribir, muchas veces me recluía allí durante el invierno, un mes o dos meses”. O sea, que se asomaba a un lugar que, al menos bajo su mirada, quedaba completamente vacío: “Esas ciudades que están repletas durante el verano adquieren una condición de escenografía durante el invierno que no tenían antes y parece como si estuvieran latentes. Pero en esa hibernación tienen sus habitantes, y esos habitantes adquieren también una condición espectral, espectral de sus propias vidas y espectral de la propia vida del lugar. Es como si esa escenografía solo tuviera sentido cuando se convierte en un teatro y está lleno de gente que no pertenece al lugar. Cuando la gente que pertenece a ese lugar se queda allí sola, de alguna forma queda también desamparada”, reflexiona el escritor.
La experiencia de Barba es todavía la de un habitante fugaz y acostumbrado a una relación distante con los vecinos de su lugar de veraneo (en este caso, Punta Umbría, Huelva): “La relación que se establecía allí era un poco de medida: uno se medía permanentemente con la mirada con el público local, porque eran mundos absolutamente paralelos, que se tocaban poco”, expone. Sin embargo, a pesar de que es difícil que tanto el turista como el habitante temporal se mezclen con la población local, la situación cambia cuando el salto es definitivo y alguien —al fin— se instala allí donde solía veranear. Lejos del estilo de vida de los llamados “nómadas digitales” (que saltan de territorio en territorio en busca de ventajas fiscales, entre otras cosas), tras la pandemia, cada vez más españoles han dejado las grandes ciudades para probar suerte en la costa (las provincias del Mediterráneo son las que presentan mayor crecimiento poblacional desde el año 2000).
Alexia Salas, periodista que cambió Madrid por la pequeña población murciana de Santiago de la Ribera, en la orilla del Mar Menor, es un ejemplo de éxito. Después de tantos años, Salas, que escribe en La Verdad de Murcia, se ha convertido en una voz importante dentro de la comunidad que la acogió. Y todo empezó, claro, con la costumbre de veranear: “Mi madre me mandaba allí, con mis tíos, en cuanto terminaba el colegio, así que mis veranos se componían de baños larguísimos en el Mar Menor, juegos por el jardín y el huerto, paseos en bici y la siesta obligada. Sólo me calzaba y me peinaba cuando me obligaban”, rememora la periodista. Como casi todos los habitantes del litoral, Salas también disfruta de la llegada del otoño: “Trabajo más en verano, siempre por la costa, así que agradezco que baje la intensidad y la afluencia de gente. Antes me entristecía un poco, pero ahora encuentro un sosiego que agradezco, e incluso unos matices diferentes en el paisaje que me reconfortan”.
Casi siempre, cuando alguien decide dar un paso así, lo hace motivado por una relación especial con el paisaje al que acude, asociado a grandes recuerdos. Es, efectivamente, su caso, y es que ella nunca hubiera dejado Madrid por otro lugar que no fuera ese tramo de costa murciana. “El Mar Menor ocupa una gran parte de mi vida. Marcó mi infancia, dio otra perspectiva a mi juventud y, cuando tuve la posibilidad, no dudé en cambiar la ciudad donde nací y a la que me unen cadenas de recuerdos y afectos eternos, por La Ribera. Es raro el día que no veo la laguna. Incluso mi trabajo circunda alrededor del Mar Menor, ya que escribo sobre su historia, su actividad económica, sus amenazas, su crisis ecológica, sus pescadores... Asomarme al mar me despierta las mismas sensaciones que cuando era una niña que corría por los balnearios que ya han desaparecido”.
Está visto que, aunque hace mucho tiempo que la vida de Salas ya no tiene nada que ver con un veraneo, sigue mirando con entusiasmo el lugar que ha elegido para vivir. Y en esa mirada de quien se ha mudado a un lugar que le importa, existe algo valioso también para ese territorio, un impulso muy útil, por ejemplo, para luchar contra las dinámicas extractivas del turismo de masas: “Hay un fenómeno extraño en estos pueblos, y es que los nuevos residentes, los no nativos, los que hemos elegido el lugar donde vivir, somos los mayores defensores de su conservación”, concluye la vecina.