Georgina en Arabia: cuando un ‘reality’ se convierte en promoción de un país sin derechos humanos
La tercera temporada de ‘Soy Georgina’ en Netflix ha perdido la espontaneidad, los amigos y el lomo ibérico: el ultralujo y la desconexión de la realidad se mudan, en esta ocasión, a un país totalitario que intenta atraer turistas
El reality show de Netflix Soy Georgina, al igual que su protagonista, existe aislado de toda realidad. Aun así, en las dos primeras temporadas encontraron brotes de autenticidad: el paseo de Georgina Rodríguez por Jaca recordando su infancia en la primera temporada o el trauma de dar a luz a un bebé tras haber perdido a su hermano gemelo en la segunda. “No quiero ir a ningún sitio”, confesaba Rodríguez, “porque no soporto que me miren con cara de pena”.
En la tercera temporada que Netflix acaba de estrenar, sin embargo, el aislamiento es total. Hay demasiadas verdades ignoradas. En parte, porque han dejado de salir amigos o familiares de Georgina: todo el mundo que aparece en cámara es su empleado. Pero sobre todo por la mudanza del clan Ronaldo-Rodríguez a Riad (Arabia Saudí), donde el futbolista portugués pasará dos temporadas jugando para el Al-Nassr a cambio de un sueldo de 200 millones de euros.
Porque Soy Georgina siempre ha resultado más interesante por lo que no aparece en cámara. ¿Cómo se negocia cada aparición de Cristiano Ronaldo? ¿Por qué Georgina se deshace en loas románticas hacia él (“Mi compañero de vida, mi confidente, es hogar, es familia, es amor, es mi alma gemela”) pero él nunca dice nada sobre ella? ¿Por qué Cristiano menciona la presencia de Netflix constantemente? ¿Por qué Cristiano, nada más darle a su novia el único beso en toda la temporada, mira directamente a la cámara? ¿Por qué Georgina nos cuenta que Cristiano ha ido a darle una sorpresa durante una sesión de fotos en Lisboa pero no vemos el momento de la sorpresa? ¿Qué opinan su representante, su maquillador, su peluquero y su entrenadora personal de tener que mudarse a Riad? ¿Les costó tomar la decisión? ¿Se sienten cómodos en un país en el que la homosexualidad es ilegal y puede llegar a estar penada con la muerte? ¿O se saben protegidos por el dinero de su jefa?
En mayo de 2023, la oficina de turismo saudí actualizó su web animando a las personas LGTB a visitar el país. En resumen: sí, sigue siendo ilegal, ¡pero no hace falta aplicar todas las leyes! Forma parte de un plan aperturista hacia el turismo que ha llevado al gobierno a autorizar la primera playa que permite llevar bikini. Y la nueva temporada de Soy Georgina, grabada a lo largo de todo 2023, es un ostentoso caballo de Troya para este lavado de imagen internacional: no es un programa de televisión, es un publirreportaje de Arabia Saudí. Incluso la vulneración de los derechos humanos puede ser yasssificada.
Y, lo que es peor, bastante poco efectivo. Nadie parece estar realmente disfrutando. No dan muchas ganas de visitar el país. En una momento dado, el maquillador Serpiente asegura que “nos encanta hacer planes muy locos” para a continuación ir a un centro comercial con montañas rusas. ¿No sería más loco ir con Georgina a la feria de Jaca a comerse una patata asada? De repente, ella propone una escapada al desierto. Se alojan en una lujosa villa y su única actividad es visitar unos estudios de cine, Film Alula, que consisten en una nave industrial vacía en medio del desierto. Georgina y su representante, Ramón Jordana, pasean por el espacio inhóspito y comentan el enorme potencial que tiene ese estudio para rodar películas. Todos hablan sin parar, pero nadie dice nada realmente. “Qué guapa estás”, “Me encanta este look”, “Hace muy buen tiempo”.
Georgina insiste en que su reality tiene como tema central el amor. El programa, en cambio, le da gato por liebre (o le devuelve su propio reflejo): Soy Georgina es un programa sobre el capitalismo. En una escena, la protagonista visita a una niña con cáncer, de la que por supuesto dice que es “un ejemplo de superación y de admiración”. Se lo cuenta a la peluquera que ha ido a su casa a darle un masaje en el cuero cabelludo. En cuanto zanjan el tema de la niña enferma, Georgina pasa a otra cosa: “¡Y ahora, al jacuzzi!”. Y sin pestañear, el programa enlaza con una escena en la enorme pista de hielo que Georgina ha hecho instalar en el jardín para que sus hijos tengan la mejor Navidad posible.
El reality dedica tres minutos y 21 segundos a una escena de Ramón Jordana cortándose el pelo. Cuando Georgina le regala un ordenador por su cumpleaños, el programa considera que esto es un total que merece emitirse: “Yo tenía mi ordenador, que no me había dado cuenta pero tenía diez años. Así que muy bien. Pero claro, es un regalo envenenado, porque me regala un ordenador para que trabaje más. Pero agradecido siempre”. A continuación, Ramón le pide a una masajista tailandesa que le masajee los pies. Todo ocupa cinco minutos y 33 segundos.
El desproporcionado protagonismo del mánager de Georgina consigue algo inesperado: que se eche de menos a Las queridas. El grupo de amigas de Georgina tuvo una presencia predominante en las dos temporadas anteriores, pero aquí apenas aparecen. ¿Se han distanciado de Georgina? ¿No han querido visitarla en Riad? ¿No han llegado a un acuerdo con la productora? ¿Por qué no están en el 30º cumpleaños que Georgina celebra en Maldivas? ¿Hubo otra fiesta de cumpleaños sin cámaras? Las queridas eran los únicos personajes de Soy Georgina que no estaban asalariados por la protagonista. Su ausencia implica que el programa ahora se centre esencialmente en la vida laboral de Rodríguez.
El trabajo de Georgina consiste en asistir a sitios. Su profesión no es tanto hacer cosas como ser Georgina Rodríguez. Ramón Jordana, que ahora aparece acreditado como “Agente de Angels Project”, la define como “una Lady Di moderna” sin explicar qué demonios tiene en común con ella. Jordana insiste en que han “trabajado muy duro” para conseguir hitos como una portada en Vogue Portugal o un vídeo de Qué lleva Georgina en el bolso para Vogue México. Y eso solo pone de manifiesto una cosa: que Vogue España todavía se les resiste. “Con el trabajo, trabajo, trabajo lo hemos conseguido”, insiste Jordana. Pero hay muchas mujeres (actrices, cantantes, modelos) que desempeñan una carrera artística y aparte, como complemento, aparecen en portadas. Georgina no. El trabajo de Georgina es solo la parte superficial de un trabajo de verdad. Es como si una funcionaria solo fuese a fichar por la mañana y por la tarde y luego asistiese a la cena de Navidad.
Del mismo modo, asegura que sus “días en Riad son muy ocupados, me faltan horas” mientras se la ve desayunando, yendo al gimnasio y recogiendo a los niños en el colegio. ¿Si a ella le faltan horas, cómo debería sentirse una madre normal que hace todo eso y aparte va a la oficina, hace la compra y limpia la casa? “Cuando estoy sola es cuando más ideas brillantes se me ocurren”, afirma. ¿Ideas para qué? No es como si tuviera, por ejemplo, una línea de diseño de joyas. En las primeras dos temporadas se mostraba más autoconsciente, pero hay que estar muy desconectada de la realidad para no ver la ironía que encierra la frase: “El momento cuando ya están todos en la cama, me meto en el ascensor, bajo al salón y por primera vez puedo sentarme es paz”.
Las escenas familiares son bonitas pero antitelevisivas. Nadie quiere ver una familia normal en televisión (y los hijos de Georgina son, sorprendentemente, bastante normales), lo que la gente quiere ver es instantes como el de Cristiano Ronaldo compitiendo con sus propios hijos por ganar la votación de más guapo de la familia. O a la hija Alana diciendo que de mayor quiere ser productora de Netflix, probablemente porque sea el único trabajo que ha visto que no implique ser parte del servicio. ¿Cuántas veces puede un espectador escuchar a Georgina decir cosas como “los momentos en familia los disfrutamos muchísimo, sirven para cargar pilas”, “lo pasamos muy bien de vacaciones pero también en la vida siempre”, “son momentos que disfrutamos muchísimo y nos reímos”, “para nosotros todos los momentos son especiales y únicos” en un solo episodio? ¿Qué clase de editor considera que hay que dejar todas esas frases? Sin embargo, la madre de Georgina sigue ausente. Una vez más el fuera de cámara es más interesante que lo que se ve. “Yo guardo muy buenos recuerdos de mi madre”, asegura la estrella sin especificar cuáles.
Esto contrasta con el empeño de Georgina, casi obsesivo, por demostrar que su vida es, en el fondo, normal. Ni siquiera tiene una vida de famosa normal. ¿Por qué no hay paparazzi persiguiéndola nunca? ¿Por qué no se la ve interactuando con ningún fan? ¿Por qué no hay más escenas como su fabuloso paseo por la calle Atocha para acudir a la Iglesia de Santa Cruz? En esta tercera temporada, Georgina solo se desplaza en jet privado y en coche con chófer. Si camina, es sobre una alfombra roja. Todo en ella es artificio, aislamiento y exuberante desigualdad. Tiene sentido, por tanto, que se sienta tan cómoda en un país tan abrumado por las desigualdades como Arabia Saudi.
En cierto modo, Soy Georgina no ha sobrevivido a la anécdota. La primera temporada tenía el atractivo de verla por fin en movimiento y escuchar su voz (si Ana Cristina se promocionó con “¡Garbo habla!”, el reclamo de este reality podría haber sido “¡Georgina es graciosa!”), la segunda potenció la actitud de “estoy lokita” y la puso a comer ibérico cada tres escenas. Esta tercera temporada, sin embargo, no tiene hilo conductor, arco narrativo o viaje personal. Georgina ya no es una muchacha de Jaca asombrada con cada destello de lujo. Ya se ha acostumbrado al lujo. Ahora ella es el lujo. Las queridas ya no están ahí para bajarla a la Tierra (en buena parte gracias a Iván García, amigo íntimo de Georgina que colabora en Ya es mediodía y TardeAR y que, desde luego, sabía hacer buena televisión). Georgina asegura que el viaje a Maldivas fue “un antes y un después en mi vida”, pero no explica por qué. El backstage del desfile de Vetements dura 19 minutos y no ocurre nada destacable. Cuando interactúa con Paris Fury, la esposa del boxeador Tyson Fury, se limitan a felicitarse por sus respectivos realities. A Eva Longoria la define como “una mujer diez, supermamá, superesposa, inspiradora”.
Lo comentable de Soy Georgina nunca ha sido lo que ocurre. Lo comentable es su propia existencia. Pero aun así debería ocurrir algo. Y la tercera temporada es una oda a la nada. A nivel visual, es como una sucesión de planos recurso de cuatro horas. Y todo luce contenido patrocinado: siete minutos en la sala de trofeos del recién remodelado Bernabeu (como si al espectador de Soy Georgina le interesase el fútbol), seis en el museo de Cristiano Ronaldo, ocho en el Louvre de Riad (luego va a París dos veces pero no visita el verdadero Louvre). Probablemente, Soy Georgina sea lo más aburrido que hay en todo el catálogo de Netflix. Pero también lo más fascinante. Y sin duda lo más consecuente: ¿qué es Georgina Rodríguez sino un publirreportaje de sí misma?
Será el reality show con menos reality y menos show, pero quizá también sea el que mejor retrata a su protagonista. Sus anhelos materiales, su ambición vacía, su forma de entender el mundo a través de frases que podrían estar en un cuadro de un Airbnb. Cuenta muy bien qué se siente al ser Georgina Rodríguez, cómo se adapta a cada nueva ciudad a la que se ve forzada a mudarse por su pareja y sin embargo afirma, con los ojos muy abiertos como siempre: “Mi presente lo decido yo”. Soy Georgina no es nada más y nada menos que una foto de Instagram en movimiento con sus correspondientes frases inspiradoras. Y hay pocas cosas más 2024 que eso.
El mejor momento de la temporada llega al final, tras cuatro horas de frases hechas, lugares comunes (“Es importante dejarse ver en París, porque París es la cuna de la moda”) y silencios incómodos que ningún editor debería haber dejado. Georgina agradece a todo el equipo lo duro que han trabajado, les declara su amor incondicional y les regala camisetas firmadas por su novio y cestas de Navidad llenas de ibéricos. Esos minutos de imágenes detrás de las cámaras sí resultan divertidos, curiosos y espontáneos. Georgina queda como una buena persona, generosa y con una capacidad asombrosa de amar. Esos últimos minutos, a diferencia de las cuatro horas anteriores, están llenos de vida. Y además resultan sugerentes, porque todo ese equipo técnico conoce a la verdadera Georgina. Ellos sí saben si sus conversaciones con Cristiano son tan escuetas detrás de la cámara como delante. Pero un contrato de confidencialidad les impide revelarlo. Quizá tampoco tendrían mucho que decir, quizá no hay más que contar que lo que se ve. Ese es el gran misterio de Georgina Rodríguez. Y por eso Soy Georgina sigue siendo un programa único en televisión.