Opinión

Gracias, mamá Rowlands

Ponerse en la piel de otro ser humano para buscar su verdad y sus contradicciones sin juzgarlo solo está al alcance de gigantes como ella

Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia (John Cassavetes, 1974), una sinfonía gestual inaudita.

La directora francesa Justine Triet, ante la muerte en agosto de Gena Rowlands, escribió: “Mom is gone”. Nadie fue más exacto en la elegía: se nos fue mamá. Si el anuncio del fallecimiento a los 94 años de la actriz estadounidense dejó un sentimiento de orfandad entre quienes amamos el cine es porque contadas intérpretes han traspasado la pantalla como ella.

Rowlands fue una revolucionaria de la actuación que abrió caminos inéditos para el cine moderno gracias a las películas que hizo junto a su marido, el cineasta John Cassavetes, actor como ella. La pasión y la seguridad que Cassavetes transmitía a sus intérpretes permitió a la actriz romper los límites en películas como Faces (1968), Minnie and Moskowitz (1971), Una mujer bajo la influencia (1974), Noche de estreno (1977), Gloria (1980) o Corrientes de amor (1983).

Rowlands fue, además, una mujer transgresora porque introdujo en la pantalla, con una poderosa potencia emocional, una complejidad femenina muy contemporánea que hasta entonces era casi anecdótica y se limitaba a versos sueltos como Wanda (1970), de Barbara Loden. Lo que hace Rowlands en Una mujer bajo la influencia es de otra liga, una sinfonía gestual inaudita, capaz de incomodar y conmover hasta romperte. Su atormentada, enferma y soñadora Mabel es uno de los personajes más impredecibles y asombrosos que ha dado el cine sobre el lugar de la mujer en la pareja y la familia, sobre su permanente destrucción y reconstrucción. “John y yo exploramos la vida y nuestras diferencias, todo eso que hace fascinante la existencia”, decía la actriz.

Como tantos de mi generación, mi puerta de entrada al universo de la pareja fue Gloria, en la que la actriz homenajeaba a su estrella preferida, Marlene Dietrich. Gloria fue, en gran medida, un regalo de Cassavetes a su mujer, que se veía reflejada en el personaje, una mujer tan sexy como dura, una mujer sin instinto maternal que un día se tiene que ocupar de un pequeño huérfano de la mafia al que debe proteger de los asesinos que quieren liquidarlo y en el que, curiosamente, se veía reflejado su marido. Lo escribí en esta misma columna: Gloria me conmocionó. Tenía 12 años y aquella historia del Nueva York lumpen de finales de los setenta sobre un niño y una pistolera que huyen sin rumbo me cambió para siempre.

Cassavetes admiraba a su mujer y la conocía bien. Una vez explicó que se trataba de un persona muy insegura: “Sufría muchísimo pensando que no era lo bastante buena”. Ella superaba sus miedos cuando llegaba la hora. Pese a lo que pueda parecer, Rowlands apenas improvisaba, era fiel al guion, que anotaba con ideas que se guardaba. Todo ocurría en su cabeza, en su imaginación. No se trataba de ser mejor actriz sino de ser cada vez más humana. “Se suele hablar de lo que el actor ofrece al personaje y no tanto de lo que te da a cambio para el resto de tu vida, cómo modifica tu forma de ver el mundo”, aseguraba ella. “Gena es sutil y delicada. Un milagro. Es íntegra. Cree en lo que cree”, decía Cassavetes.

Esa integridad le permitió cumplir con la enorme responsabilidad de ponerse en la piel de otro ser humano para buscar su verdad y sus contradicciones sin juzgarlo. Algo así solo está al alcance de gigantes como ella. De modo que gracias, mamá.


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