Las ventajas de un taco a tiempo: lo que la ciencia dice sobre soltar palabrotas
La televisión las censura, los políticos las disfrazan y los cómicos se las apropian, pero todo depende del contexto. Así es como decir una palabra malsonante puede alterar, para bien, el rumbo de un discurso
Pocas cosas resultan más paradójicas que el modo en que la televisión estadounidense solventa la posible aparición de una palabrota en televisión: con un pitido. Ver el discurso de una personalidad pública repleto de pitidos hace que, en última instancia, esas palabrotas pasen a ser subrayadas y que, además, el propio pitido se convierta en un recurso cómico. En un capítulo emitido en 2012 de Modern Family, Lily, la hija de dos años de Mitchell Pritchett y Cameron Tucker, suelta fuck (o sea, ¡joder!), en medio de la iglesia, haciendo a los presentes guardar silencio ante la estupefacción durante unos segundos antes de echarse a reír. “Tengo dos debilidades: los niños diciendo palabrotas y la gente mayor que rapea”, confesaba después, mirando a cámara, Tucker.
Aunque la niña no sabía por qué esa palabra tenía semejante fuerza e impacto (la organización No Cursing Club pidió a la cadena ABC que eliminara ese episodio, al considerar que era un mal ejemplo que una niña de dos años diga una palabrota en la televisión). Pero es un buen ejemplo de cómo las palabrotas siempre generan una reacción al actuar como interruptores emocionales en el cerebro. En España, más liberados en esa práctica, teníamos a Guille en Farmacia de Guardia, un niño que no dejaba de decir “joer” y, cada vez que lo hacía, sonaban las risas enlatadas. ¡Un niño diciendo una palabrota! Esa era la comedia, y funcionaba. Para bien o para mal, una palabra prohibida altera un discurso.
¿Pero por qué? “Cuando escuchamos una palabrota, nuestro cerebro la percibe como una amenaza o un estímulo cargado emocionalmente”, explica a ICON Jon Andoni Duñabeitia, Director del Centro de Ciencia Cognitiva de la Facultad de Lenguas y Educación de la Universidad Nebrija. “Esto sucede porque las palabrotas activan diferentes redes y estructuras cerebrales entre las que se encuentra la amígdala, que es fundamental para procesar emociones, especialmente las relacionadas con el miedo y la detección de amenazas”. Duñabeitia señala que cuando alguien suelta un “¡joder!” en medio de una conversación, la amígdala lo interpreta como algo fuera de lo común, como si prácticamente fuera un aviso de peligro, lo que provoca una respuesta emocional y fisiológica inmediata, como un estado de alerta. “Es por eso que las palabrotas captan nuestra atención al instante y provocan reacciones tan fuertes. En cierto modo, nuestro cerebro está programado para reaccionar ante ellas como si fueran un grito de ‘¡cuidado!’, lo que explica por qué son tan efectivas para expresar emociones intensas”, asegura.
Un ***** para hacer reír
En realidad, las palabrotas siempre se asocian con un carácter ofensivo cuando en realidad, en algunos casos, también pueden expresar confianza e intimidad. Andoni Duñabeitia indica que usar palabrotas puede ser una forma de desafiar el status quo y romper con las normas establecidas. Asegura que, a veces, decir una en el momento justo puede ser una forma de subversión, una manera de reclamar espacio y de expresar descontento de manera directa y sin filtros. Pero uno de los ámbitos en los que su poder es mayor es en el del humor.
“En ocasiones, puede resultar muy entretenido y juega un papel importante en la comedia. Incluso puede resultar divertido a la vez que ofensivo”, escribe en In Praise of Profanity (Elogio a la blasfemia) (Oxford University Press, 2016) el periodista británico Michael Adams. El cómico Santiago Alverú, autor de Demasiado famosos. Descubre cómo funciona la fama y ríete de ella (Aguilar, 2024), considera que en la comedia, el insulto funciona tanto como el vestuario o los temas elegidos. “Un cómico comienza a desarrollar, desde su inicio, su personalidad. A medida que crece como artista, renuncia a ciertos elementos y escoge otros”, explica. “Si un cómico lleva 20 años haciendo humor negro y dice ‘¡me cago en la puta!’, no pasa nada. Si lo hace Ramón García en el Grand Prix, se meterá en un lío. La palabrota funciona porque libera, es catártica para el receptor. Si la palabrota ofende, igual que si el chiste ofende, habitualmente se debe a que su audiencia se ha ampliado de manera involuntaria y el discurso, reservado para unos oyentes determinados, llega al mainstream o a las redes sociales, que carecen del contexto y los códigos necesarios para interpretarlo”.
Por lo tanto, y como en otros debates, el contexto lo es absolutamente todo. “Si un cómico suelta una palabrota en un monólogo, la mayoría se reirá y no se molestará. Pero si un político lo hace en un discurso oficial, la reacción podría ser muy diferente”. En la política los insultos se han dado casi siempre cuando un representante público creía estar con el micrófono cerrado. Fue sonado el episodio de José Bono en 2004 cuando fue captado por unas cámaras llamando “gilipollas” al entonces primer ministro británico, Tony Blair. En los últimos años el tono ha ido subiendo en el terreno político y “gilipollas” ya no se dice cuando se cree que el micrófono está cerrado: en 2021 un diputado de Vox se lo gritó a María Jesús Montero en el Congreso de los Diputados. Nadie se rió.
El contexto también afecta de manera desigual a hombres y mujeres, creando un doble rasero. Los estudios han mostrado que las mujeres que usan palabrotas son más duramente juzgadas que los hombres. Según diferentes investigaciones, las mujeres que usan lenguaje vulgar son vistas como menos femeninas y más agresivas, mientras que los hombres que lo hacen no sufren las mismas consecuencias negativas. “Es una cuestión de expectativas de género que, aunque evolucionan, siguen marcando nuestras percepciones”, aclara Jon Andoni Duñabeitia.
Los efectos positivos de un “¡j***r!”
Buenas noticias para los amantes de las palabrotas: un estudio llamado La fluidez de palabras tabú y el conocimiento de insultos: deconstruyendo el mito de la pobreza de vocabulario indica que el uso de palabras malsonantes es un signo de inteligencia. Como dice uno de los responsables del análisis, Timothy B. Jay, “quienes emplean bien el lenguaje son buenos para generar un vocabulario rico en palabrotas”. De hecho, como asegura Miguel Ángel del Corral Domínguez, Experto en Lingüística y Comunicación, el insulto tiene en muchas ocasiones un claro componente de desahogo y puede resultar muy saludable. “Por supuesto, hay que atender a la situación comunicativa y preveer los posibles efectos o consecuencias que se puedan derivar de esa acción”, advierte. “Sin embargo, en la realidad del día a día, ante cualquier situación que nos molesta o nos irrita, no nos vamos a dedicar a componer sonetos con hipérboles ingeniosas, sino que lo normal es acabar profiriendo los insultos más frecuentes, que también serán los que estamos más habituados a escuchar. A veces incluso se nos pegan los de nuestros amigos o gente cercana, como ocurre con todo tipo de vocabulario”, añade. Del Corral Señala la importancia de hablar de la gradación que existe en el campo de los insultos. “La gravedad del insulto depende del contexto: cabrón o hijoputa pueden ser muy ofensivos o, según el tono, afectuosamente familiares”.
El estudio Cómo las palabrotas pueden afectar a la fuerza: la desinhibición como potencial mediador dictamina que repetir una palabra malsonante puede promover las emociones positivas y el buen humor. Las palabrotas distraen a quien las repite y le otorgan una mayor confianza en sí mismo. Por si fuera poco, pueden reducir la sensación de dolor y aumentar la fuerza física. “Al soltar tacos se desencadena una respuesta emocional en el interior que desencadena una leve respuesta de estrés, que lleva una reducción del dolor inducida por el estrés”, aseguró el psicólogo Richard Stephens, uno de los responsables del estudio, a la CNN. Sin embargo, aclara Miguel Ángel del Corral Domínguez, es vital la cautela a la hora de lanzar palabrotas, así como medir el contexto. “Tan malo es el exceso como el defecto y tan anómalo e inadecuado es emplear vulgarismos o palabras malsonantes y un registro coloquial en situaciones que requieren formalidad como pecar de una absurda y ridícula formalidad pedante e impropia de la situación en un registro informal de confianza y familiaridad donde los tacos se deslizan espontáneamente con el devenir de la conversación”, dice.
Volviendo a los pitidos: ¿es esa la manera adecuada de eliminar las palabrotas de la televisión? A veces, la censura crea un efecto Streisand de manual que solo los ensalza. Así lo cree la autora de For F*ck’s Sake: Why Swearing is Shocking, Rude, and Fun (Oxford University Press, 2023), Rebecca Roache, que en el libro aborda los efectos de las palabrotas desde una perspectiva filosófica. “Cuando ofenden es porque faltan al respeto, y cuando las censuramos con asteriscos o con pitidos, ese mensaje negativo se reemplaza por un mensaje que bien podría ser algo parecido a: ‘Realmente necesito soltar esta palabrota, pero me preocupa cómo te sentirás al respecto, por lo que estoy ocultando parte de ella porque realmente, me importan tus sentimientos”, explica en una entrevista concedida al medio estadounidense Vox. Por ello, esos intentos de censura de las palabrotas no siempre tienen sentido, como dice Alverú, a la hora de hablar de los momentos en los que los insultos conmocionan al público de un monólogo, un debate que considera, viene de Estados Unidos. “Allí son mucho más susceptibles ante el uso de sus fucks, cunts, retards y un largo etcétera, tanto que incluso tienen eufemismos ridículos para ellas: f bomb para fuck, c word para cunt o r word para retard. Digo ridículos porque no sustituyen el uso de la palabra, sino que liberan al que los usa de culpa, aunque este siga evocando al término polémico. No son soluciones, son parches”, opina el cómico. Y puede que tenga razón: en principio, no ha hecho falta poner ningún pitido ni ningún asterisco en este texto para no ofender a nadie.
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