Cuando Elmo fue secuestrado en Moscú: la loca historia de cómo ‘Barrio Sésamo’ llegó a Rusia
Un libro rememora la epopeya de una mujer estadounidense para que el programa infantil más querido de Occidente cruzara el Telón de Acero
¿Quién no recuerda las magistrales lecciones de Coco, la marioneta teñida de azul eléctrico que, entre otras cosas igualmente impagables, nos enseñó la diferencia entre cerca y lejos? ¿O a Triki, el reverenciado monstruo de ojos saltones que nos inculcó el amor por las galletas?
Junto al tramposo y aborrecible Epi, el resignado Blas, el daliniano conde Draco, la melancólica rana Gustavo y tantos otros, formaron parte durante años del paisaje cotidiano de nuestra infancia gracias a Ábrete, Sésamo y a su sucesor, ...
¿Quién no recuerda las magistrales lecciones de Coco, la marioneta teñida de azul eléctrico que, entre otras cosas igualmente impagables, nos enseñó la diferencia entre cerca y lejos? ¿O a Triki, el reverenciado monstruo de ojos saltones que nos inculcó el amor por las galletas?
Junto al tramposo y aborrecible Epi, el resignado Blas, el daliniano conde Draco, la melancólica rana Gustavo y tantos otros, formaron parte durante años del paisaje cotidiano de nuestra infancia gracias a Ábrete, Sésamo y a su sucesor, Barrio Sésamo.
Los niños españoles de la época lo abrazamos con fervor. Era nuestro. Se nos antojaba eterno, como el agua y el aire. Apenas concebíamos que en realidad se trataba de un producto importado, un injerto, una manifestación del poder blando de los Estados Unidos, un eficacísimo vehículo de seducción y sutil colonización cultural pergeñado al otro lado del Atlántico.
Sesame Street, creación de ese trío de ases que formaban Joan Ganz Cooney, Lloyd Morrisett y el maestro titiritero Jim Henson, había debutado en antena en la cadena pública estadounidense NET un día de noviembre de 1969. Ganz Cooney, educadora infantil, puso el instinto pedagógico y el idealismo hippie. Morrisett, psicólogo experimental, las ganas de explorar con creatividad y espíritu científico las posibilidades del formato televisivo. Y Henson aportó lo sustancial: las marionetas. Todo un universo de sugerentes criaturas de peluche que con el tiempo servirían de base también para la franquicia The Muppets, los celebérrimos teleñecos.
Exportado a los cinco continentes
Sesame Street cosechó un formidable éxito de crítica y público desde esa primera temporada, 1969-70, en que le concedieron más de 20 premios, incluidos tres Emmys. Cinco años después, el gozoso invento cruzaba el charco para encontrar acomodo en Televisión Española, la única existente (con sus dos canales) en aquella España en blanco y negro del franquismo tardío. Para la periodista Sonia Torre, aquello fue toda una revolución televisiva, porque “tenía la capacidad de educarnos sin que las sucesivas generaciones nos diésemos cuenta de ello”.
Por entonces, el programa se había exportado y adaptado a una decena de países, incluidos Alemania, Suecia, Italia, Francia, México, Canadá, Reino Unido, Brasil o Kuwait, a los que pronto se unirían la totalidad de Europa Occidental, América Latina y gran parte de África, Asia y Oceanía. A mediados de la década de 1980, los niños de medio planeta crecían ya en ese peculiar vecindario del Estados Unidos global que era Barrio Sésamo.
Estos días, una autoproclamada niña de la generación Sésamo, la escritora estadounidense Natasha Lance Rogoff, publica un libro (Muppets in Moscow, The Unexpected Crazy True Story of Making ‘Sesame Street’ in Russia, no traducido aún al castellano) en el que explica cómo el programa consiguió cruzar incluso una de las fronteras ideológicas más ferozmente custodiadas del mundo para poner una pica en Moscú. Aunque no ocurrió en plena Guerra Fría, sino en 1996. Siete años después, para entendernos, de que ese gigante con pies de barro que fue la Unión Soviética en sus estertores diese paso a la Federación Rusa de Boris Yeltsin y su frágil y efímero experimento democrático.
El resultado de un fértil equívoco
La historia resulta tan extraña como fascinante. Lance Rogoff la vivió en primera persona y, como ella misma dice, no sin humor, es una de las principales implicadas “que han vivido para contarlo”.
Natural de Nueva York, la hoy escritora de 62 años se asomó a la cultura rusa a través de ventanas tan privilegiadas como Tolstoi, Dostoievski o Chéjov, las lecturas que mayor impacto le causaron en la adolescencia. Tras estudiar ruso en la universidad, obtuvo una beca de alumna internacional de intercambio que le permitió instalarse en Leningrado (hoy San Petersburgo) a los 22 años. Allí se relacionó con artistas y disidentes y empezó a ejercer de corresponsal para medios estadounidenses como San Francisco Chronicle, que le encargó una serie de artículos sobre la lenta pero firme emergencia de la subcultura gay en la Unión Soviética.
En otoño de 1983, pactó un matrimonio de conveniencia con un amigo que necesitaba una coartada para no sufrir represalias por sus tendencias sexuales. Este en principio trivial acto de camaradería acabó sepultando las aspiraciones de Lance Rogoff de dedicarse a la carrera diplomática: cuando volvió a Estados Unidos, en 1986, una entrevista de trabajo en la sede del FBI le hizo darse cuenta de que una estadounidense que había residido varios años en la Unión Soviética y se había casado con un ciudadano ruso siempre sería sospechosa de connivencia con el enemigo. La Administración de su país no iba a contratarla. Así que se vio obligada a buscar alternativas.
Esas alternativas acabarían apareciendo en Moscú, ciudad a la que se trasladó a principios de la década de 1990. Y el mejor, el más apasionante y peculiar de los trabajos que su conocimiento de Rusia le acabaría proporcionando fue el de supervisora general del proyecto de exportación de Barrio Sésamo a la Federación Rusa.
Cuando Lance Rogoff se incorporó al equipo de producción, en 1993, tres años antes de que el programa acabase aterrizando por fin en la pequeña pantalla, las conversaciones ya estaban bastante avanzadas, pero no habían llegado aún a buen puerto. En una entrevista con The Guardian, la escritora explica que “muchos de nuestros interlocutores no acababan de ver claro por qué había que estrenar en Rusia un programa de marionetas importado de los Estados Unidos cuando ellos ya tenían una fértil tradición local de espectáculos infantiles basados en títeres que se remonta al siglo XVI”.
Lance Rogoff define aquellas conversaciones preliminares como “un equívoco cultural de dimensiones épicas que se prolongó durante meses”. Sin embargo, su participación en el proyecto contribuyó a desbrozar el camino: “Sencillamente, el equipo ruso fue más receptivo en cuanto comprobó que la representante no oficial de los Estados Unidos en aquella operación era una mujer que hablaba su idioma y conocía y valoraba su cultura”.
Las reticencias fueron disminuyendo. Del rechazo frontal se pasó a los matices. Algunos personajes de la versión original parecían más exportables que otros y parte de los contenidos debían, en opinión de los representantes del país receptor, “acercarse a la sensibilidad local”, para que los niños rusos, criados en un ecosistema muy alejado de la estadounidense sociedad de “competencia capitalista y consumo”, pudiesen entenderlos.
Con o sin globos
Lance pone varios ejemplos de ese esfuerzo para traducir la pedagogía infantil estadounidense a las peculiaridades del contexto ruso. El más divertido y significativo, la discusión que se produjo durante unas jornadas de convivencia creativa en un monasterio moscovita, en torno al guion de “una pieza muy sencilla en que se trataba de explicarle a nuestra audiencia infantil rusa la diferencia entre estar triste y estar contento”.
En el boceto de guion previsto, un niño y una niña con globos en la mano paseaban juntos por un parque. Al niño se le escapaba su globo y pasaba, en consecuencia, a estar “triste”. Los guionistas rusos propusieron que la niña también soltase su globo, “en un acto de altruismo”, para que su compañero de juegos dejase de lamentar su pérdida y recuperase así la “alegría”.
Lance se quedó perpleja y se atrevió, por una vez, a hacer una objeción frontal a la idea del equipo de guionistas locales, cuyo criterio respetaba en la mayoría de las ocasiones: “Me parece un poco absurdo. ¿No sería mejor que la niña se ofreciese a compartir con el niño el globo restante?”. Mejor un globo para dos que un par de manos vacías, ¿no?
Pues no. Desde el punto de vista no solo de los autores del guion, sino también del equipo de psicólogos infantiles que les asesoraban, la solución propuesta por “la amiga americana” equivaldría a rendirse a la lógica del capitalismo occidental, “que se aferra a los valores materiales porque los considera más importantes que valores humanos como la amistad”. La verdadera lección debía ser que no necesitas juguetes si tienes amigos. Más aún si esos amigos están dispuestos a renunciar a sus juguetes para hacerte feliz. O para compartir tu pena.
La Rusia que no pudo ser
Lance reconoce que había algo de poético (además de absurdo) en esa manera de concebir el tipo de lecciones vitales que conviene dar a los niños. El equipo de idealistas que trabajó en Ulitsa Sezam creía de buena fe que estaban contribuyendo a la consolidación de la democracia rusa con ese intento de importar la libertad y el respeto a la diversidad de Occidente, sin por ello renunciar al sentido de la equidad y la solidaridad de la antigua Unión Soviética. Y, sobre todo, sin sucumbir a la codicia capitalista.
Por desgracia, como explica Masha Gessen en su formidable ensayo El futuro es historia (Turner Libros), en la Federación Rusa de Yeltsin “estaba floreciendo ya una nueva casta de depredadores”, los futuros oligarcas, dispuesta a abrazar el capitalismo más descarnado y repartirse los despojos del colapso soviético. Para ellos, no se trataba de soltar o compartir el globo restante, sino de quedarse todos los globos, propios o ajenos, y cortar el pescuezo (en sentido tanto real como metafórico) a quien no se dejase arrebatar el suyo por las buenas.
Lance Rogoff habla también en su libro de esa transición acelerada a un (des)orden postsoviético que dejó varios cadáveres en la cuneta, empezando por el de la propia democracia. Uno de los más estrechos colaboradores del programa, Vladislav Listyev, periodista televisivo y activista en favor de la democracia, fue asesinado en 1995, meses antes de que Ulitsa Sezam viese la luz.
No fue el único. Varios directivos y profesionales de la televisión rusa que tuvieron relación con Lance Rogoff en la fase de gestación y consolidación del proyecto sufrirían también muertes violentas en esos años de hierro en los que casi cualquiera, sobre todo si amenazaba los intereses de la nueva oligarquía delictiva que se estaba apoderando del país, podía acabar recibiendo la visita de un sicario.
En cierta ocasión, ella misma sintió muy de cerca el silbido de las balas: a finales de los noventa, ya con Ulitsa Sezam en antena, un grupo de jóvenes reclutas armados con rifles de asalto irrumpió en la oficina de producción, ordenó a los trabajadores que se pusiesen cuerpo a tierra y procedió a registrar las instalaciones en una acción que Lance Rogoff considera, aún hoy, “tan terrorífica como inexplicable”. ¿Eran verdaderos soldados en misión oficial o más bien mercenarios al servicio de algún oscuro interés privado?
El caso es que se llevaron guiones, bocetos e incluso un Elmo (el monstruo rojo, primo cercano de Coco) de tamaño natural. ¿Quién irrumpe en un estudio de televisión para robar cuatro bocetos y secuestrar un peluche? El productor ejecutivo ruso sentenció, con sarcasmo, que “serían fans del programa”.
La escritora estadounidense recuerda, años después, aquella aventura como una de sus agridulces experiencias de juventud en un país, Rusia, “en el que un futuro mejor pareció posible hasta que todo se fue a pique”. Ulitsa Sezam fue un éxito, sobre todo en sus tres primeros temporadas. Se mantuvo en antena hasta 2007, fiel a la quijotesca tarea de convencer a los niños de que la alegría, no los juguetes, es algo que puede y debe compartirse. Lance Rogoff fue productora de los 52 primeros episodios.
Hoy, esta pionera del diálogo intercultural se plantea que la incipiente Rusia democrática que acabó estrangulada en la cuna tenía (casi) todo lo necesario para prosperar: jóvenes entusiastas, personas honestas y creativas con ganas de pasar página, una generación de niños a los que se estaba educando en valores distintos, sin miedo al futuro.
Le faltó, tal vez, algo de suerte, “una verdadera oportunidad” y puede que también un poco de “generosidad y altura de miras” por parte de una comunidad internacional que quiso “incorporarlos aceleradamente al orden capitalista y no se preocupó de casi nada más”. Tal vez el secuestro de Elmo haya que interpretarlo como una metáfora de la utopía rusa que no pudo ser.
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