El gallo, la sardina y el pastel de nata: así ha renovado Portugal su iconografía
En la década pasada, el país luso se puso de moda, todos los suplementos del mundo se llenaron de reportajes sobre las playas de Comporta, las bodegas del Duero y la vida nocturna de Lisboa, y necesitó símbolos nuevos que vender a los turistas que llegaban por millones
Cuando erupcionó el “milagro” turístico español –así lo bautizó su gran ideólogo, el alto cargo franquista Ángel Palomino, que decía que con el turismo había que “dejar descansar los cerebros y poner en marcha a los fanáticos”– en los años sesenta, surgió la necesidad de generar objetos, artesanías, souvenirs y postales que vender a toda aquella gente extranjera que empezó a llegar a España.
Aquello se resolvió de manera extraña, como explicó Alicia Fuentes Vega en su libro ...
Cuando erupcionó el “milagro” turístico español –así lo bautizó su gran ideólogo, el alto cargo franquista Ángel Palomino, que decía que con el turismo había que “dejar descansar los cerebros y poner en marcha a los fanáticos”– en los años sesenta, surgió la necesidad de generar objetos, artesanías, souvenirs y postales que vender a toda aquella gente extranjera que empezó a llegar a España.
Aquello se resolvió de manera extraña, como explicó Alicia Fuentes Vega en su libro Bienvenido Mr. Turismo: cultura visual del boom en España (Cátedra). Se extrapoló lo andaluz, que gustaba mucho, al resto del territorio, de manera que era posible encontrar manolas en Santiago de Compostela. Se generaron símbolos como el del burrito, después de que se comprobase el éxito de los burro-taxis de Mijas y lo bien que encajaba en el nuevo relato español el animal sanchopanzesco. No había pueblo costero que no incorporase su burrito en la plaza como atracción turística ni quiosco que no vendiese postales con burritos ye-yé, con gafas de sol y tomando el sol en la playa.
Fuentes Vega explica en su libro que aquella iconografía improvisada tenía un punto contradictorio. Junto a la cartelería que explotaba el tipismo español, con iconos muy claros como “la mujer del cántaro” o el “hombre del botijo”, se vendían también postales de carreteras y edificios modernos, puesto que a la estructura franquista le interesaba colocar también la idea del desarrollismo.
Mientras, en Portugal, las cosas se hicieron de una manera algo distinta. “El jefe de Propaganda del dictador Salazar, el periodista António Ferro, reunió a los mejores artistas y diseñadores para ordenar y consolidar las referencias visuales y materiales populares en la nación, incluida la artesanía. En España no hubo tanto énfasis por definir un vocabulario unificado, sino que se centraron en controlar al artesano como sujeto político”, explica Frederico Duarte, investigador y comisario portugués que trabaja en el ámbito del diseño. De ese primer impulso por unificar los símbolos portugueses surgió el famoso gallo de Barcelos, que se hizo ubicuo en lozas y toallas, y la insistencia en todo lo relacionado con la virgen de Fátima.
Pero Portugal ha vivido un segundo boom turístico mucho más tardío, en la década pasada, y con esa nueva burbuja han llegado también símbolos que antes apenas existían: la sardina, que era un icono de Lisboa y ahora se ha convertido en una especie de mascota en todo el país, el famoso pastel de nata, que ha pasado a representar a toda la gastronomía lusa, los azulejos, como los de las fachadas de Oporto, y los objetos hechos de corcho, considerado el material más portugués. Todo eso apenas existía a principios de este siglo. “El año clave fue 2012″, explica Duarte. Fue entonces cuando el tripartito de derechas que dirigía Passos Coello acabó con la congelación de alquileres y liberalizó la vivienda. “Esto cambió la vida de muchos habitantes, pero también de muchos propietarios de ciudades como Lisboa y Oporto, ya que los mercados inmobiliarios de estas ciudades se volvieron globales”, aclara el investigador, trazando una línea directa entre la legislación y el auge de AirBnB. “Además, llegaron nuevas compañías aéreas de bajo coste y se aumentó enormemente el número de licencias hoteleras”. Todos los suplementos del mundo se llenaron de reportajes sobre las playas de Comporta, las bodegas del Duero y la vida nocturna del Barrio Alto de Lisboa. La famosa librería Lello de Oporto empezó a cobrar entrada. Algo nuevo había que vender a toda aquella gente.
Duarte, implicado en un proyecto de conservación del patrimonio comercial llamado Lojas con Historia, tiene su némesis en el empresario António Quaresma. “Yo le llamo el emperador del fake. En 2012 creó un grupo llamado O Valor de Tempo, para comprar tiendas antiguas en Lisboa, Oporto, Aveiro y otras ciudades. Es también propietario del periódico online de Lisboa, A Mensagem, y del mítico Café A Brasileira”. El mismo que tiene una estatua de Pessoa en la terraza con la que se hace una foto todo el mundo que va a Lisboa.
Quaresma es dueño de tiendas como O Mundo Fantástico da Sardinha Portuguesa, “la perfecta tienda para turistas tontos”, según Duarte. “Es especialista en hacer de las tiendas, de las marcas que compra y de todos los productos que vende manifestaciones fáciles y superficiales, sin historia ni espesor antropológico”. Una de las creaciones más polémicas que se vende en esos locales es el pastel de bacalhau con queso Serra da Estrela, que vendría a ser como hacer un gazpacho sabor paella, un mix complicado. En un artículo en 2015 en el diario Publico, una columnista decía que la idea de un pastel de bacalao, que se asemeja más a una croqueta, abriéndose y rezumando queso fundido, le parecía “obscena, obra del diablo o del Estado Islámico”.
El antídoto a estas tiendas se encuentra en comercios como A Vida Portuguesa, que vende productos de calidad de fabricación local y que ha generado muchas imitaciones, también en España. Según Duarte, la existencia de este tipo de comercios que se toman en serio el diseño popular y la denominación de origen “ha reforzado la autoestima del pueblo portugués, ya no existe el prejuicio de que lo que se hace aquí es peor que lo que viene de fuera”.
Al pastel de nata, que se ha impuesto al bollo de arroz y a todas las delicias que suelen vender las cafeterías portuguesas con el café, nadie se ha atrevido aún a hacerle innovaciones como la del pastel de bacalao, pero sí va camino de convertirse en un “monocultivo”, teme el investigador. Esta pastita de hojaldre y crema da el sabor y la imagen al segundo boom turístico portugués. En 2012, con la economía intervenida por la troika y la mayor crisis financiera de su historia democrática, el entonces ministro de Economía, Álvaro dos Santos Pereira, se preguntó por qué no existía una franquicia que vendiera pasteles de nata en todo el país, como los que generaban larguísimas colas en la tradicional fábrica de Belém, en Lisboa, que vende 27.000 pasteles al día. Y, efectivamente, se creó. “Durante décadas el pastel de nata era uno más de los muchos pasteles que se comen dentro y fuera de Portugal. Nunca fue nada especial. El atractivo turístico llevó a la creación de varias tiendas y marcas dedicadas exclusivamente a la venta de pasteles de nata”. Existe también el concurso del mejor pastel de nata de Lisboa, que recibe mucha atención mediática.
Ese proceso de concentración en un solo icono gastronómico remite también a lo que sucedió con la paella en España, que pasó a entrar en los menús de zonas en las que nunca había sido típico preparar así el arroz.
Junto al pastel de nata, el otro icono reciente que se ha asentado es la sardina, y seguramente se explica por un cartel muy exitoso que hizo el estudio Silvadesigners en 2003 para las fiestas de Santo António, en Lisboa, cuando toda la ciudad sale a la calle a comer sardinas a la brasa. El símbolo cuajó y ha ido extendiéndose por todo el país como emblema de lo portugués: un pescado tradicionalmente barato (cada vez menos) y popular que remite a comidas comunitarias bajo el sol, todo el mundo con una Sagres fría en la mano.