El grafitero antisistema que ha rescatado la rotulación comercial en España
Diego Apesteguía ha revitalizado un oficio casi perdido. Sus rótulos de vidrio, oro y plata son parte ya del paisaje urbano tanto como lo fueron hace 20 años los grafitis que realizaba bajo el enigmático eslogan ‘Vota Dier’
Hay varias formas de dejar huella en una ciudad, y el madrileño Diego Apesteguía ha practicado al menos dos de ellas. Hace dos décadas, fue el grafitero que llenó la ciudad de inscripciones, pegatinas y pósters que invocaban una enigmática campaña electoral, Vota Dier. Hoy, es un profesional que desde su empresa, Rotulación a Mano, ha resucitado y modernizado un oficio casi perdido, el de la realización de rótulos comerciales con materiales como el vidrio, la pintura, la plata o el oro. Suyos son los letreros de La Copita Asturiana o de La Duquesita, en Madrid, que actualizan las formas y los acabados de hace un siglo y hablan de un modo distinto de entender el patrimonio industrial y comercial de nuestras ciudades.
Cuando ICON Design le visita en su taller madrileño, Apesteguía acaba de entregar uno de sus proyectos más ambiciosos: el letrero de Pescaderías Coruñesas en la calle Recoletos de Madrid. “Hoy las normativas municipales obligan a que los letreros sean mucho más pequeños, así que este es toda una rareza”, explica. “Son diez metros de largo por metro ochenta de alto, en vidrio plateado. No creo que haya nada parecido en toda Europa”. Aunque el letrero es de nueva factura, en parte porque los materiales que se usaban hace 70 años hoy no pasarían las normativas del Ayuntamiento, la estética y las proporciones son las del original, hoy muy dañado y parcialmente desaparecido. Apesteguía lo ha recreado a través de fotos antiguas y con calcos de las piezas que habían sobrevivido. Y, salvo para instalarlo, ha llevado a cabo el proceso en soledad. “Yo me meto en el taller, me pongo los cascos, me aíslo del mundo y saco el cartel adelante”, explica.
Para llegar a encargos de esta envergadura, Apesteguía tuvo que reconstruir una metodología prácticamente perdida. Cuando empezó a trabajar, en 2008, apenas tenía referentes. “Siempre había visto el clásico rótulo de un bocadillo de calamares pintado sobre la ventana, pero nunca se me había ocurrido que uno pudiera dedicarse a ello”. El madrileño cuenta así su primer contacto con el oficio al que hoy se dedica. A él le gusta denominarlo rotulista, aunque llegó a este término cuando buscaba una traducción del término anglosajón lettering, que alude al arte de la caligrafía comercial. Hubo un tiempo en que este oficio se enseñaba en las escuelas de comercio y daba trabajo a profesionales que se dedicaban a escribir a mano y a diario el menú de un restaurante, las especialidades de una taberna o las ofertas de una pescadería. “Lo de lettering me sonaba raro”, cuenta el artesano, que quizá por resaca de su antigua ocupación en el márketing, un ámbito lleno de anglicismos, decidió buscar una fórmula propia. “El tío del bar no quiere lettering, sino que venga alguien a pintarle la pizarra”.
Aquellas pizarras marcaron un momento de transición. Cuando Madrid se llenó de locales de espíritu neocastizo, Apesteguía, que había sido un consumado grafitero y muralista desde la adolescencia, no daba abasto a escribir cartas, anuncios y reclamos. Poco a poco se formó dentro y fuera de España para descubrir más técnicas y materiales. Pasó de los murales a las pizarras, de las pizarras a los rótulos y de ahí a técnicas cada vez más complejas. Se familiarizó con la serigrafía, pero acabó dejándola porque no había demanda. Algo similar sucedió con talla de vidrio, una primorosa técnica artesanal que, sin embargo, eleva demasiado el coste del rótulo. “Ha sido ensayo y error”, explica. “Tal vez habría sido igual de feliz siendo herrero, pero estoy bastante contento con ello”.
Su especialidad son los carteles con letras caligráficas en oro o plata sobre fondo plano, generalmente negro. Es una técnica centenaria que Apesteguía realiza con la misma filosofía de antaño y que consiste en replicar carteles antiguos con materiales actualizados para lograr más precisión y calidad. Por ejemplo, emplea vidrio laminar grueso, de seguridad, en vez del convencional. Las pinturas ya no llevan plomo, como antaño, sino que son esmaltes sintéticos. “La lógica que subyace es la misma, el objetivo es el mismo aspecto final, pero las técnicas cambian”. Hay otras que siguen igual que siempre: “El oro sigue siendo oro, el pintado a pincel se hace a pincel”. Para el rótulo de la pastelería La Duquesita, sustituyó la pintura original por láminas de oro de 22 quilates, aunque utiliza otros pesos para obtener distintas tonalidades. “Es lo que le hubiera gustado hacer al rotulista en su día, si hubiera tenido presupuesto. No es una restauración, sino una especie de facsímil mejorado”. Asegura que aquel proyecto fue un punto de inflexión. “Se ha convertido en una categoría más y ahora tengo trabajo constante. Los clientes vienen buscándolo. Hace diez años yo sacaba un rótulo de oro y vidrio al año. Ahora, es prácticamente el 90% de lo que hago”.
Aunque a lo largo de los años Apesteguía se ha formado con cursos y talleres en Reino Unido y Estados Unidos, poco a poco ha ido descubriendo una estética propia de la tradición española. “Los rótulos de los pubs ingleses, por ejemplo, han conservado el trabajo en oro y unas letras muy ornamentadas. Mientras que en España, después de la Guerra Civil, el oro dejó de usarse. No estaba España para poner oro en carteles, así que se empezó a usar sobre todo plata. Así que el cartel clásico español de rotulación sobre vidrio es de plata. Y además se volvió casi industrial, muy influido por el art déco, con líneas rectas y tipografías muy industriales”.
Apesteguía trabaja en un local de Puerta del Ángel, en Madrid, al que se mudó cuando el alquiler de su anterior estudio en Malasaña se volvió inasumible. Ahora pasa sus jornadas laborales en una antigua imprenta de espacios amplios, donde trabaja casi todo el tiempo solo. Poco a poco ha ido desarrollando su propio estilo, aunque afirma que le gusta probar cosas nuevas y desconcertar al público. También que entre los profesionales de la rotulación compiten para detectarse. “Cada vez me gusta más jugar con colores, porque intento aplicar la misma lógica que en el grafiti, que es que sea llamativo. Hay una cierta competitividad: si pongo un rótulo, quiero que sea el mejor de la calle, el más visible, que entres a la calle y lo veas de lejos”.
Apesteguía estudió psicología y se especializó en marketing, relaciones públicas y finalmente en Bellas Artes. Pero, de algún modo, su vocación última siempre había estado ahí. Recuerda, por ejemplo, que en sus primeras prácticas de marketing en un supermercado, el encargado de enseñarle a usar el ordenador era un hombre que se había pasado media vida pintando letreros con brocha. La pasión por la pintura, en todo caso, venía de más lejos. Desde los 12 años, Diego fue Dier, toda una leyenda del grafiti madrileño, aunque nunca pensó dedicarse a pintar en serio. “Hoy hay gente que asume que uno se puede ganar la vida como artista urbano y grafitero, pero antes no. Era una marcianada”, explica. “Yo siempre asumí que iba a seguir el plan clásico: carrera universitaria, ir medrando en el mundo de la empresa privada, ganarme la vida y tener el grafiti como hobby”.
Sin embargo, para Apesteguía el grafiti siempre fue un juego muy serio. Se reconoce deudor de la generación de grafiteros de los ochenta, con Muelle a la cabeza, especializados en tags (firmas). “Mi padre es aparejador y está especializado en restauración de edificios, así que crecí rodeado de recortes de grafiti”, recuerda. De Muelle aprendió la magia derivada del misterio y el anonimato. Para aquella generación, romper esquemas y desconcertar a los transeúntes era más importante que hacerse famoso. “Cuando llegó la nueva ola, la de pintar trenes y murales para colgarlo en internet y que todos supieran quién lo había hecho, me resultó un poco marciano. A mí lo que me gustaba era que hasta los taxistas estuvieran rayados pensando qué era aquello”.
“Aquello” fue una enigmática inscripción, “Vota Dier”, que inscribió durante años con estilos y soportes distintos en el paisaje urbano madrileño. Hizo pintadas y firmas, pero también pegatinas o incisiones en el tronco de un árbol. Asegura que se planteó varios juegos de palabras con su nombre de guerra. “Pensé hacer algo como Puta Dier o Muerte a Dier, pero elegí Vota Dier porque se pegaba más, y además siempre me ha interesado la comunicación política y la persuasión. De ahí surgió la idea de plantear una campaña”. A medida que crecía el misterio, el grafitero adolescente se planteó metas cada vez más ambiciosas. “Durante casi diez años tuve una auténtica doble vida, de día con traje, corbata y maletín, y de noche pintando por toda España”. Era casi un juego situacionista, arte de guerrilla que se fue complicando a medida que crecía su público. “En aquella época se hablaba mucho de la teoría de la comunicación, de las campañas fake, de la democracia, el sabotaje, el anarquismo. Una mezcla que me gustaba mucho y que era muy divertida”. Vota Dier podía ser cualquier cosa, desde un partido antisistema hasta una invitación a la desobediencia en la era de la contracultura. “Había gente que pensaba que éramos un colectivo. Me gustaba jugar con los medios de comunicación. Ahora con las redes sociales todo se desmiente, pero llegué a publicar en una revista que me había muerto”.
En la historia no escrita del grafiti español, Vota Dier tiene una posición excéntrica pero innegable: un ejercicio de transgresión de una abrumadora pureza situacionista. Es imposible haber vivido en el Madrid del cambio de siglo y no haberse cruzado alguna vez con aquellos mensajes crípticos. Su autor asegura que su mayor interés era precisamente esa ambigüedad. “Me interesa más el arte, la literatura, que plantea preguntas y tratar a tu espectador como inteligente”. Empezó a trabajar como muralista y rotulista cuando su activismo urbano dejó de tener sentido. “Coincidió con aquel momento en que ya había perdido el anonimato. El mundo del grafiti es muy pequeño y ya tenía mi teléfono media España. Había perdido parte de la magia. Ya era más grafiti normal”. Para el grafitero, lo fundamental era la pureza del gesto. “Tampoco había que darle una grandiosidad que no tenía: era la campaña, la gente se quedó pillada pensando ‘qué es esto’ y ya está”.
“Había quien me decía que tenía que hacer obra como Vota Dier y venderla. Pero para mí no tenía sentido haber hecho algo que era casi puro vandalismo, con un componente antisistema y una invitación a pensar por ti mismo, y de repente empezar a comercializarlo. No. Me parecía mucho más honesto separarlo totalmente, hacer murales o rotulación comercial, y llamarlo así. Me flipaba que me llamase Coca-Cola para hacer un mural gigante, porque implicaba formar parte de una línea histórica de rotulistas que han trabajado para esa marca, pero es una profesión totalmente distinta. Me parece más honesto así”. A Apesteguía le gusta recordar que Goya se financió su primer viaje a Italia haciendo carteles para tabernas. “Aquellos carteles eran tablas de madera pintadas con escenas de gente bebiendo”, explica. “Ese fue el origen de las artes aplicadas: los artistas aplicaban sus técnicas con fines comerciales. El pan de oro, el esmalte o la pintura al óleo”. Sin embargo, tampoco es un purista. Hay proyectos que realiza con métodos artesanales, haciendo honor al nombre de su empresa, y otros para los que se ayuda de técnicas digitales para conceptualizar o plotear ciertos rótulos. Su mente no descansa y, como el grafitero que fue, busca retos más complejos. “De vez en cuando pienso que ahora me gustaría cambiarle el nombre a la empresa, porque no solo hago rotulación a mano. Podría llamarla Rótulos Guapísimos y ya está”, ríe. Ahora que ha alcanzado la estabilidad y que muchos jóvenes artistas y diseñadores siguen sus pasos, asegura buscar formas de no acomodarse. “Si se me va la olla mañana me hago herrero y ya está”, bromea. “¡Y a ver si lo consigo””.