Pierre Cardin, licencia para vender
El diseñador franco-italiano, fallecido este martes a los 98 años, no solo quiso vestir el futuro. También le dio a la industria de la moda su modelo de negocio más prolífico y rentable.
Fue el padre del prêt-à-porter. Y el padrastro de la minifalda. También se jactaba de haber dado carta de naturaleza al vestir unisex. Y hasta de haber ideado la fórmula de licencias que tantas alegrías económicas le ha dado al sistema de la moda en el último medio siglo. “Tuve mucha suerte. Fui parte de un momento de posguerra en el que todo tuvo que hacerse de nuevo”, dijo una vez, no precisamente para quitarse méritos. Sin embargo, hacía tiempo que nadie le echaba cuentas en la industria al diseñador que adelantó el futuro. Como siempre, es ahora, tras su muerte, el mar...
Fue el padre del prêt-à-porter. Y el padrastro de la minifalda. También se jactaba de haber dado carta de naturaleza al vestir unisex. Y hasta de haber ideado la fórmula de licencias que tantas alegrías económicas le ha dado al sistema de la moda en el último medio siglo. “Tuve mucha suerte. Fui parte de un momento de posguerra en el que todo tuvo que hacerse de nuevo”, dijo una vez, no precisamente para quitarse méritos. Sin embargo, hacía tiempo que nadie le echaba cuentas en la industria al diseñador que adelantó el futuro. Como siempre, es ahora, tras su muerte, el martes 29 de diciembre, a los 98 años, cuando conviene recuperar su credo. Pierre Cardin, el visionario que nació artista y murió hombre de negocios.
No resulta fácil poner en perspectiva el legado del muy polifacético creador de origen italiano (San Biagio di Callalta, 1922; Cardine era su apellido real), más allá de cierta coyuntura histórica que compartió con André Courrèges, Mary Quant y Paco Rabanne. Porque la suya no fue una revolución indumentaria, o no solo. Mobiliario, automóviles, casas, material de escritorio, restauración e incluso alimentación: su firma alcanza una producción masiva, seriada, que llegó a costarle su reputación como modista. “Pierre Cardin, él, que ha vendido su nombre para papel higiénico. ¿En qué punto uno pierde su identidad?”, señalaba en 1995 el entonces influyente diario Women’s Wear Daily, que apenas una década antes había cifrado su volumen de negocio anual en unos extraordinarios diez millones de dólares. La cuestión le pasaría factura en 2011, cuando quiso vender la marca, que él estimaba en 1.000 millones de euros mientras el sector no daba por ella ni la quinta parte. No hubo comprador, claro. “Tengo un nombre y he de sacar provecho de él”, se limitó a decir el creador.
En el nombre de Pierre Cardin es posible que todo valiera (excepto los vaqueros, prenda que detestaba, seguramente, por no haberla inventado). Aunque ya se lo había advertido Marlene Dietrich cuando la estrella reapareció en París, en 1973, en el Espace Cardin, el antiguo Théâtre des Ambassaseurs reconvertido un par de años antes en escenario de sus extravagancias y que mantuvo en activo hasta 2016: “Cíñete a planchar pantalones y deja el teatro”. Un consejo que cayó en saco roto. En 1974 se convertía en el primer diseñador de moda en aparecer en la portada de la revista Time, todo teatralidad: desnudo, cubierto solo por una de sus toallas, una afeitadora eléctrica —el logo de la casa bien visible— en ristre y flanqueado por una de las sillas de la línea de muebles que lanzaría al poco, involucrando a pesos pesados del diseño industrial como Maria Pergay, Serge Mazon, Giacomo Passera o Chistian Adam. Tal era la cosmovisión de un artista que sometía la forma a su función, al sentido de la utilidad. “Mis prendas son módulos en los que el cuerpo se mueve”, reza otro de sus singulares aforismos.
Formado de adolescente en sastrerías de Saint-Étienne y Vichy, Cardin conoció al renacer de la alta costura tras la Segunda Guerra Mundial asistiendo a Paquin y Schiaparelli, antes de colocarse en el taller de Christian Dior, en 1946. La leyenda cuenta que Balenciaga lo había rechazado en el suyo, pero, a cambio, tuvo su parte en el advenimiento del revolucionario New Look de Dior, un año después. Hay hasta quien le atribuye el hallazgo de la silueta Bar, con esa amplitud de caderas que luego redondearía, ya por su cuenta y riesgo, en 1953 con los vestidos burbuja (curiosamente, siguiendo el mismo patrón despegado del cuerpo que el de Getaria introdujo con sus trajes globo).
Para el caso, su ideal era otro, tan alejado de aquel viejo oficio que sus primeras acciones fueron abrir mercado en Japón (otro movimiento adelantado) y apostar por el lujo sin ornamentos para la moderna sociedad de consumo. En 1959, aliado con los grandes almacenes parisinos Printemps, alumbró una colección de mujer en la que los trajes de chaqueta anudada (La tunique) dieron un nuevo sentido a la confección al producirse en serie. El listo para llevar estaba servido. También su explosión de la Cámara Sindical de la Alta Costura. A partir de ahí, el delirio en alas de la carrera espacial y la Guerra Fría.
“Creo que mis iniciativas nunca han sido erróneas. Todas las experiencias que emprendo son el resultado de mi insatisfacción, necesito que mi vida sea interesante y quiero hacer avanzar esta profesión, que tanto me gusta”, se le escucha decir en un fragmento de 1966 incluido en House of Cardin, el documental que Todd Hughes y P. David Ebersole, coleccionistas de su obra, le dedicaron en 2019. Que, de una u otra manera, lograra mantener el pulso durante seis décadas confirma que no, no se equivocaba al querer sacar ventaja de su nombre, asociado a una manera de entender la moda que va más allá del tópico de los atuendos de vinilo y plexiglás para colonizar el espacio exterior —una idea que, a mediados de los años sesenta del pasado siglo, sonaba factible de comercializar—. “Mi destino es el mañana”, proclama en otro momento del filme. La fórmula de negocio que alumbró (900 licencias de producto con su nombre en casi 150 países) le da hoy más que nunca la razón.