Preparados para desastres por venir

El fin de las certezas climáticas obliga a rediseñar la forma en la que construimos y diseñamos nuestras infraestructuras

Una furgoneta intenta atravesar una vaguada inundada en una carretera a las afueras de Orihuela (Alicante).MANUEL LORENZO (AFP via Getty Images)

Este verano, en las carreteras del oeste de Canadá, se produjo un extraño fenómeno. Manchas negras aparecían sobre el asfalto, manchas que debían ser recubiertas para permitir la circulación. Una ola de calor nunca vista antes en esa parte del mundo, con una temperatura del aire que superó en muchos puntos los 44 grados centígrados —que eran muchos más en el suelo de las rutas—, estaba fundiendo el asfalto ...

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Este verano, en las carreteras del oeste de Canadá, se produjo un extraño fenómeno. Manchas negras aparecían sobre el asfalto, manchas que debían ser recubiertas para permitir la circulación. Una ola de calor nunca vista antes en esa parte del mundo, con una temperatura del aire que superó en muchos puntos los 44 grados centígrados —que eran muchos más en el suelo de las rutas—, estaba fundiendo el asfalto y obligando a brigadas de operarios públicos a revisar las construcciones en provincias enteras.

Las olas de calor han ocurrido siempre, como han ocurrido siempre huracanes, lluvias torrenciales, tormentas de nieve y otros fenómenos meteorológicos. Pero los gases de efecto invernadero en la atmósfera han acelerado los procesos de cambio climático, y los periodos de retorno, las veces que se prevé que ocurra un fenómeno cada año o cada 100 años, ya no son las referencias que eran antaño.

Las sociedades humanas se están dando cuenta de que no solo mucha de su infraestructura —que, por definición, está hecha para durar y pasar inadvertida— estaba pensada para unas condiciones que ya no existen, sino que toda infraestructura que se ha de construir en el futuro se tendrá que mirar con las gafas de su resistencia a una meteorología más variable. “No solo están moviéndose las temperaturas medias”, explica por teléfono Lola Vallejo, directora del programa climático del Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales (IDDRI, en sus siglas en francés), “sino también los márgenes de seguridad”.

Los puentes hundidos, los canales vacíos y los tejados levantados solo son una parte de cualquier desastre climático. Como recuerda César Quevedo, director general de SENER Infrastructure, los daños de un desastre no siempre son algo espectacular ni visible al ojo humano. “Una cosa es el colapso y otra cosa es que quede fuera de servicio”. “Los sistemas de infraestructuras son tan fuertes como el más débil de sus eslabones”, considera Vallejo. Y, como quedó demostrado en eventos hasta ahora extraordinarios como la tormenta Filomena, las consecuencias de un desastre sobre las infraestructuras tienen efectos incluso en las zonas no afectadas. Un estudio realizado por la OCDE sobre las potenciales consecuencias de una gran inundación en París apuntó que mientras que las infraestructuras se llevarían entre un 30% y un 55% de los daños, entre el 35% y el 85% de las pérdidas económicas serían consecuencia de la disrupción del transporte y el abastecimiento eléctrico y no por la inundación por sí misma. Y no hablamos solo de puentes y edificios. Torres de transmisión eléctrica, cables de fibra óptica, centros de datos, todos son fundamentales para una sociedad moderna y todos son vulnerables.

¿Cómo prepararse?

¿Cómo debemos prepararnos para el desastre? La Convención de Sendai, firmada en 2015 en la ciudad japonesa, enumera cuatro puntos necesarios para combatir las catástrofes que están por venir. Y, según recuerda Vallejo, ni siquiera el primero, identificar la existencia del problema, es un consenso universal. “Ya estamos a un grado por encima del promedio de la era preindustrial. Y, a pesar de ello, a pesar de los estudios que hablan de los beneficios de prepararse, aún no tenemos en cuenta, incluso en los países desarrollados, el cambio climático a la hora de pensar en las infraestructuras: no solo cuando las construimos, sino también cuando las mantenemos. Hay muchos impactos posibles, y algunos operadores lo están haciendo, pero por norma general, no”.

En los informes internacionales sobre los efectos climáticos sobre las infraestructuras todo son condicionales. Sabemos que hay un cambio climático, pero, pese a que la ventana de oportunidad que la humanidad tiene se hace cada vez más pequeña, “aún hay incertidumbre acerca de para qué futuro climático estamos preparando”, en palabras de Vallejo. Y aun sabiendo que existe un problema, en muchos casos no se sabe con precisión idónea dónde y cómo afecta a cada zona. “Aunque se conoce perfectamente cuáles son las zonas de riesgo por inundación, por ejemplo, no se está cumpliendo la ley del suelo en lo que atañe a la elaboración de buenas cartografías de riesgo”, apunta Jorge Olcina, catedrático de Análisis Geográfico Regional en la Universidad de Alicante. “Hay mucha permisividad por parte de las administraciones encargadas de la planificación territorial en este tema. Y esto es un problema serio que vienen denunciando geógrafos y geólogos desde hace años”.

La solución no es tan sencilla. “Los mapas son documentos jurídicos”, recuerda Olcina. “Para hacerse, necesitan profesionales que sepan trabajar el tema: geógrafos, geólogos, ambientólogos e ingeniería civil. Son profesionales que tienen detrás colegios profesionales que dan un aval profesional”. Una vez localizados los problemas, hay que responder construyendo en consecuencia. Afortunadamente, como explica Quevedo, “hoy la ingeniería tiene más herramientas que antes”. Antaño, continúa el director general de SENER Infrastructure, “a la fuerza se le confrontaba con más fuerza, hazlo más grande, hazlo más alto… Ahora contamos con otras cosas”.

Para empezar, la enorme cantidad de información a disposición de los gestores de infraestructuras, “incluso si no tenemos en cuenta la inteligencia artificial”, explica Quevedo, que pone como ejemplo las planificaciones para evitar inundaciones. “Si tienes una red de estaciones meteorológicas que te digan lo que está pasando y, al mismo tiempo, tienes modelizadas las posibilidades, el modelo te arroja lo que puede ocurrir, te da alertas y alternativas, como, por ejemplo, soltar agua hoy de un embalse porque dentro de cuatro días te viene una avenida”.

Es un ejemplo relevante, porque en el caso español el agua —su falta y su sobra—tiene el potencial de ser el efecto más importante del cambio climático sobre las infraestructuras. Un ejemplo lo da la red de abastecimiento de aguas de Madrid: la falta de un gran río o una fuente de agua importante en la capital convierte su sistema en uno de los más complejos de Europa. Y, en su complejidad, está su fragilidad, limitada además porque la creciente urbanización de las zonas de captación de aguas limitan las potenciales respuestas. “Nosotros no podríamos construir más embalses”, apunta el consejero delegado del Canal de Isabel II, Pascual Fernández. “Hay que hacer otra clase de gestión”. Si no se puede encontrar más agua, habrá que guardar mejor la que hay, evitando pérdidas. “Nosotros tenemos sectorizada la red”, apunta Fernández. “Y actuamos con tecnología: detectores de ruido, fibra óptica, todo lo que sirva para encontrar las fugas”.

Pero no solo es necesario aprovechar el agua que llega por las buenas. Otra de las consecuencias del cambio climático es el aumento de los fenómenos de lluvias torrenciales. Un agua que no solo es capaz de destruir, sino que también se pierde para usos posteriores. “Es necesario mejorar los sistemas de alcantarillado en todas las ciudades y especialmente en las situadas en el litoral mediterráneo, puesto que es la región de nuestro país que con más intensidad está notando ya los efectos del cambio climático”, explica Olcina. “La porquería que arrastran las primeras lluvias es muy contaminante, no la podemos echar a una depuradora sin más”, explica Fernández. “Tenemos que mezclarla con agua limpia para que se pueda procesar”.

No solo hay que pensar en la evitación de desastres, sino también en su respuesta, la inmediata (estar preparados para evitar los mayores daños materiales y personales posibles). “Construir resiliencia climática puede incluir un grupo de medidas de gestión, como nuevos calendarios de mantenimiento y gestión adaptativa para tener en cuenta las incertidumbres futuras”, apuntan desde la ­OCDE. “Pero también incluir medidas estructurales, como construir puentes más altos para tener en cuenta el ascenso del nivel del mar o utilizar infraestructuras naturales, como proteger o mejorar los sistemas naturales de escorrentía”.

Toda planificación ha de tener en cuenta una paradoja: construir infraestructuras para reducir los efectos del cambio climático tiene un impacto en emisiones —que, a su vez, tiene más efectos en los fenómenos ambientales—. Es decir, no basta con adaptarse; hay que mitigar los efectos de esa adaptación. “Hay que cuidar de ambos”, apunta Vallejo. “No podemos invertir en soluciones que a su vez aumenten las emisiones”. La vulnerabilidad se mide por la sensibilidad (qué riesgos climáticos son relevantes para un determinado tipo de proyecto) y la exposición (qué riesgos climáticos son relevantes para un determinado tipo de lugar). En este último hay que tener en cuenta el clima de ahora y el clima futuro”.

Reforzar la respuesta política

Esto encaja con el segundo punto marcado en Sendai: reforzar la respuesta política para gestionar los desastres. “Harían falta cursos de habilitación para los concejales de urbanismo”, considera Olcina. “El ministerio debería indicar qué contenido deben tener. Los profesionales lo sabemos, pero no está regulado técnica o legalmente. Y, por ejemplo, la instrucción de construcción de carreteras de España no está adaptada a las proyecciones de cambio climático”. “Ya tenemos una ley de cambio climático; ahora hay que trasladarla a las normas técnicas y a las leyes de rango inferior”, considera Quevedo. “Al final, los ingenieros necesitamos una normativa y aún estamos muy lejos”. “El sector público es muy importante por su capacidad de definir los estándares”, apunta Vallejo.

Y no solo por eso. Una adaptación ambiental tiene sus efectos en los costes, tanto de construcción como de mantenimiento. En su última serie de recomendaciones acerca de cómo hacer las infraestructuras a prueba de cambio climático, la Comisión Europea insiste en que se cuantifique su coste en carbono con el fin de incluirlo en el impacto económico.

O, dicho de otra manera, hay que incluirlo todo para saber cuál es el coste real ahora y a largo plazo, porque de lo que se trata es de construir bien ahora (y lo antes posible) para evitar gastar mucho más en las décadas que vendrán. El Banco Mundial afirmó en 2019 que el beneficio neto de invertir en infraestructura resiliente al cambio climático es de 4,2 billones de dólares (3,6 billones de euros) durante toda su vida útil. Eso, dice el banco, son cuatro dólares de beneficio por cada dólar invertido, pero aun así eso choca con el cortoplacismo y la tacañería de muchos poderes, públicos y privados.

“Hay que tener en cuenta que cuanto más altos los estándares, más caro resulta”, recuerda Vallejo. “Es difícil que los impactos graves del cambio climático esperados para las últimas etapas de la vida útil de los proyectos sean considerados por el contratista en la fase de diseño salvo que el Gobierno así se lo exija”, apuntan desde la OCDE. “La elección de las tasas de amortización afectará al peso que se le dará a los potenciales impactos futuros con respecto a aquellos en el corto plazo. Para las colaboraciones público-privadas, es importante aclarar la asignación de responsabilidades con respecto al clima tanto en la planificación como en la gestión y las respuestas”.

Las oportunidades en una América en desarrollo 

Algunos de los ejemplos más espectaculares de infraestructuras diseñadas para prever catástrofes se encuentran en el mar del Norte. Tanto Holanda como el Reino Unido tienen grandes barreras para evitar que el nivel del mar los invada en caso de grandes temporales, infraestructuras cuyo uso va a aumentar. Sin embargo, los expertos apuntan a que ese no es necesariamente el futuro. “A veces las soluciones de baja tecnología dan mejor resultado”, recuerda Vallejo.
Un ejemplo se está viendo en Países Bajos, donde se está prefiriendo devolver a los ríos los espacios que se vuelven demasiado problemáticos para vigilar constantemente en lugar de reforzar diques o aumentar bombeos. Sin embargo, un documento publicado por el Banco Mundial en 2020 advierte de que se está innovando en soluciones de baja tecnología precisamente en los países desarrollados, y que poco de ella llega a los que realmente lo necesitan.
En América Latina, el número de desastres meteorológicos se ha ido incrementando progresivamente durante las últimas décadas. En 2015, la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL) estimaba que el cambio climático provocará una pérdida entre el 1,5% y el 5% del PIB para 2050. Gran parte de esas caídas vendrían de los daños en las infraestructuras, especialmente las de transporte, y en particular, carreteras, que siguen siendo la principal vía de movimiento por la región. 
Un informe compilado por la CEPAL estima que el añadir factores resilientes a la construcción de infraestructuras supondría un gasto de entre 2.500 y 13.000 millones de dólares, un 5% de lo invertido en el continente entre 2008 y 2018. Y alerta: “La introducción de mejoras en infraestructuras que ya se encuentran en operación sería considerablemente más onerosa y, posiblemente, no sería tan eficaz en la mitigación de los riesgos de disrupciones”.
Países como Colombia ya han creado fondos para impulsar esta clase de infraestructuras. Pero en su propia historia reside el riesgo —fueron creados en respuesta a catástrofes ambientales que ya han sucedido—. 


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