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Duelo en Navidad o cómo afrontar la silla vacía en tiempos de celebración: “No busco que me consuelen, sino que me dejen estar tranquila”

Las Navidades suelen intensificar el vacío por el recuerdo de los familiares fallecidos. La expectativa social de disfrutar de las fiestas puede generar culpa, pero no convertir esa ausencia en un tema tabú y preparar rituales simbólicos en su honor ayuda a sobrellevar ese sentimiento

La escena nos suena a todos: una mesa grande, mantel, vajilla y cubiertos que solo se usan en diciembre, varias conversaciones superpuestas y la misma comida de todos los años. Sin embargo, para muchas personas hay un elemento silencioso que domina toda la celebración: una silla vacía, real o metafórica; la ausencia de alguien que ya nunca vendrá a cenar. El dolor tras la muerte de un ser querido se parece a veces a un ruido de fondo que nadie más que uno escucha. Está ahí en todo momento, también durante las fiestas navideñas. Un periodo que idealiza el “vuelve, a casa vuelve”, las reuniones familiares y la alegría y que, por contraste, puede transformar el duelo en algo mucho más doloroso.

Raquel, de 47 años, explica que tras la muerte de su padre su recuerdo está muy presente en Navidad. “Siempre nos reuníamos parte de mi familia en casa de mis padres. Ahora lo seguimos haciendo para no dejar sola a mi madre y hacerla sentir arropada por la familia, pero para mí es muy duro porque hay un recuerdo muy vivo y referencias constantes a cómo era la Navidad cuando él también estaba”, lamenta. Fabiola, de 38 años, perdió a su hermano hace un tiempo, y coincide en la dificultad de estas fechas que se avecinan. Para ella, lo más duro es recordar cuánto disfrutaba él de las navidades. “Teníamos ciertas tradiciones que ya no hacemos, como el amigo invisible, que fue idea suya”, explica. La presión por aparentar normalidad le pesa especialmente: “Parece que hay que forzar el hecho de estar contentos y en familia, cuando en realidad yo aún lo vivo como una época triste por el hecho de no estar mi hermano”, explica.

Para entender este fenómeno, la psicóloga María Bernardo recuerda que la Navidad está ligada inevitablemente a la idea de reunión, familia y celebración. “Es una época del año que nos recuerda quién falta y lo que ya no será igual”, explica, y añade que vivimos semanas rodeados de “mensajes y elementos que nos invitan a conectar con lo afectivo, desde anuncios hasta conversaciones cotidianas, lo que hace que el vacío se note más”. En consulta, explica, sus pacientes suelen decir que “el duelo no les afecta igual cada día, sino que hay fechas que actúan como amplificadores, devolviéndoles la ausencia con más fuerza”.

En su análisis, Bernardo identifica elementos emocionales que complican mucho estas fechas, como la expectativa social de disfrutar, que puede generar culpa; los rituales familiares que activan recuerdos; el contraste entre la tristeza interna y la alegría externa, y el cansancio emocional acumulado de todo el año. También destaca el efecto de la presión familiar, especialmente cuando alguno de nuestros parientes realiza comentarios bienintencionados pero exigentes, como “anímate” o “hazlo por los niños”, que pueden convertirse en un mandato emocional difícil de gestionar. Esa presión, dice la psicóloga, “genera una fuerte exigencia emocional (‘tengo que estar bien’) y aumenta la culpa cuando eso no es posible”.

El psicólogo Aitor Pérez coincide en que la Navidad tiene un efecto de lupa emocional. En sus palabras: “las Navidades tienen algo de espejo: nos devuelven el reflejo de lo que fue, de quienes estuvieron y ya no están”. Mientras el resto del año el duelo encuentra huecos donde esconderse, durante estas fechas “el tiempo se detiene, y con él se abren espacios que antes ocupaban risas o conversaciones”, lo que hace que la ausencia “suene más fuerte”. Para él, la esencia del dolor en estas fechas está en que “todo parece invitar a celebrar”, pero quien está atravesando un duelo vive esa invitación como una contradicción muy íntima. Por eso resume el proceso con la imagen de la lupa emocional: “Amplifica tanto el amor como la tristeza y es una lección que jamás quisimos aprender: el duelo es el precio a pagar por haber querido”.

Pérez, además, apunta al impacto de una cultura que evita hablar de la muerte: “Vivimos en una sociedad tanatofóbica, que teme tanto a la muerte que casi prefiere fingir que no existe”. “Se nos enseña a huir del dolor, a disimularlo, a estar bien lo antes posible”, sostiene. Frases como “ya ha pasado tiempo suficiente” o “tienes que animarte” nacen del cariño, pero “terminan invalidando el proceso más humano que existe: el de aprender a vivir sin quien amamos”. Y añade: “Aceptar la ausencia no arruina la Navidad: la hace más auténtica”.

Cómo acompañar y cómo pedir ayuda

Ambos psicólogos coinciden en que el duelo no es un error ni un fracaso, sino un proceso humano necesario. Pérez recuerda que “aunque duela hasta los huesos, forma parte de un camino que se tiene que transitar”, y que el duelo no necesita arreglarse, sino que se le dé espacio. La ayuda profesional se vuelve especialmente importante cuando el dolor deja de disminuir y comienza a bloquear la vida cotidiana, cuando la persona siente que ya no vive el duelo, sino que “el duelo le está viviendo a ella”.

Bernardo recomienda planificar conscientemente las fiestas, poner límites claros y preparar rituales simbólicos que resignifiquen la ausencia; desde una carta hasta una vela, pasando por permitir que el nombre de la persona fallecida pueda ser mencionado sin miedo. Ambos psicólogos rechazan la idea de evitar el recuerdo. Como dice Pérez, “lo que uno se traga se enquista”, y muchas veces lo que se necesita es precisamente “atreverse a recordar”.

Raquel y Fabiola han encontrado sus propias formas de sobrellevar sus duelos. La primera dice que le ayuda el hablar de él con sus hijos: “Contarles anécdotas, reírnos recordando cosas suyas. También encendemos una vela cada Nochebuena a modo de acto simbólico que ayuda a recordar y tener la sensación de que no nos olvidamos de él”. Pero junto a esos gestos íntimos aparece también cierta presión emocional. Raquel reconoce que siente que está obligada a mantener la normalidad. “Pero a veces es agotador”, reconoce. “Que te digan: ‘A tu padre no le gustaría verte triste’, es muy duro”. Lo que más desea es que quienes la rodean puedan entender que no solo se siente triste, sino también muy descolocada. “Tengo la sensación de hacer mi vida como antes, pero, a la vez, todo es distinto. Muchas veces no busco que me consuelen, sino que me dejen estar un poco tranquila”.

Fabiola, sin embargo, con el tiempo ha encontrado cierta calma en su propia vulnerabilidad. “Me ayudó mucho hablar con mis padres, compartir recuerdos, ver fotos e incluso llorar juntos algunas veces”, explica. Aun así, reconoce que durante un tiempo sintió que mencionar a su hermano era casi un tabú. “Me molestaba mucho el hecho de no poder hablar de él, porque se tendía a cambiar de tema rápidamente. En terapia aprendí que lo que necesitaba es estar acompañada durante este proceso según mis necesidades, no tener que forzar situaciones”, comparte.

La Navidad no siempre es luz y celebración, también puede ser un territorio emocional complejo donde se mezclan la memoria, la nostalgia, el amor y el dolor. No se trata de eliminar la tristeza ni de obligarse a disfrutar, sino de encontrar la manera más honesta y sostenible de transitar estas fechas. Hablar, recordar, llorar, pedir ayuda o apartarse un rato del ruido pueden ser formas válidas de cuidar la herida. La silla vacía seguirá ahí, pero, como recuerda Aitor Pérez, el duelo consiste en “aprender a llevar la piedra sin dejar de caminar”. Y quizá, con el tiempo, la Navidad pueda recuperar algo de serenidad, aunque nunca olvidemos a quienes ya no están.

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