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Los secretos de las washingtonias, las palmeras que deben su nombre al primer presidente de EE UU

Son de las palmeras más cultivadas en España y en el mundo, y, una vez establecidas, se manejan a la perfección en un completo abandono, pues saben sobreponerse tanto a veranos secos y rigurosos como a las bajas temperaturas

Las palmeras poseen la elegancia de lo sencillo: un tronco poderoso, o quizás más grácil, coronado por un penacho de atractivas hojas que se mueven con la brisa. Cada especie de palmera tiene su propio garbo, una personalidad que la hace reconocible entre las demás. A un ojo poco entrenado, muchas de estas plantas le parecerán iguales, pero con tan solo algo de atención que se les preste surgirán las diferencias, apreciables, por ejemplo, en su tronco —llamado correctamente estípite—, cada uno con su forma y color diferente al resto.

Las washingtonias son de las palmeras más cultivadas en España y en el mundo. Dos son las especies de este género, aunque después se verá que su clasificación actual es un poco más enrevesada. Hablaremos de Washingtonia filifera —de estípite ancho y de altura que no suele sobrepasar los 20 metros— y de Washingtonia robusta —de estípite esbelto, fino y muy alto, que alcanza incluso los 30 metros—. Dependiendo de las publicaciones, a veces se nombra un híbrido surgido entre estas dos especies, la denominada Washingtonia x filibusta. Todas estas palmeras proceden de California, en Estados Unidos, y de Baja California y Sonora, en México. En aquellas tierras, las washingtonias a menudo disfrutan de la vecindad de cactus de todo tipo y ralea.

Se tiende a pensar que solo existe una especie, Washingtonia filifera, que, a su vez, cuenta con dos variedades principales: Washingtonia filifera var. robusta (la de porte más alto), y Washingtonia filifera var. filifera. Una tercera variedad que se añade a este galimatías crece en la región mexicana de Sonora: Washingtonia filifera var. sonorae.

Su nombre no proviene del Estado o de la ciudad de Washington, sino del primer presidente de Estados Unidos, George Washington (1732-1799), a quien se le dedicó este género botánico. Como en su tierra natal crecen en un clima semiárido, con enormes fluctuaciones de temperatura a lo largo del año —desde periodos con heladas nocturnas hasta soportar más de 45°C en otros momentos—, son palmeras de buena resistencia tanto al frío como al calor.

Tanto es así, que, una vez establecidas, las washingtonias se manejan a la perfección en un completo abandono, y saben sobreponerse tanto a veranos secos y rigurosos como a las bajas temperaturas, especialmente Washingtonia filifera —cuyo cultivo está más extendido en las zonas interiores de España con inviernos más fríos—, capaz de aguantar heladas por debajo de los -10 °C una vez que está bien aclimatada al lugar. Washingtonia robusta es algo más friolera, y las temperaturas por debajo de -5 °C pueden dañar sus tejidos, dependiendo también de las condiciones de cultivo.

Las hojas de las washingtonias son palmeadas —con forma de palma de mano—, y no se es consciente de su gran tamaño hasta que alguno de los jardineros corta una, se tiene en el suelo y se aprecia su magnitud de cerca. Para hacerse una idea, el peciolo que sujeta la hoja a la planta suele sobrepasar el metro de longitud. Precisamente, hay que tener cuidado con ese peciolo, porque de él nacen unas ferocísimas púas para las manos desprevenidas que lo agarren. Las bases de estos peciolos abrazan el estípite y lo rodean, una característica que se muestra cuando las hojas se podan y aparece esta base de color marrón y algo rojiza.

A esta singularidad se une que la parte baja del estípite de estas palmeras tiene un ensanchamiento muy característico, lo que seguramente les proporcione mayor estabilidad ante las andanadas de los vientos.

Otro rasgo distintivo es justo lo que les proporciona su “apellido” botánico: filifera, que significa “productora de hilos”. Estos hilillos se observan en todas sus hojas, que se despeluchan en finos filamentos de color ocre claro por los bordes de sus foliolos, que son cada una de las divisiones de la hoja.

Asimismo, tanto una como otra especie acumulan las hojas secas y amarronadas contra el estípite, y crean así una falda de estilo hawaiano de lo más simpático. Es común proceder a la poda de estas hojas muertas —que se corresponden con las más viejas y bajas— para dejar solamente las verdes y frescas; pero mantener al menos una parte de esas hojas ajadas proporciona a la washingtoniana una identidad muy bella, porque no siempre lo amarronado es antiestético cuando se fomenta el gusto por esos tonos.

Su floración es una exhibición muy bella, aunque no se le preste excesiva atención. Esta indiferencia viene también dada por la altura en la que se produce este espectáculo, incluso a decenas de metros, lejos de la mirada habitual de los humanos. Sus largos racimos de chicas flores crema aparecen entre finales de primavera y mediados de verano, para dejar paso después a centenares de semillas. Estas se encuentran rodeadas de una ligera carne dulce, de sabor parecido a los dátiles de la palmera datilera (Phoenix dactylifera).

Las pequeñas simientes germinan de maravilla, lo que se demuestra en la gran cantidad de diminutas washingtonias que suelen crecer en las cercanías de las palmeras adultas. En muchas ocasiones, estas plántulas germinan en las grietas del enlosado de las aceras y al pie de muretes, al caer la semilla en esos resquicios propiciatorios para que crezcan sin que nadie las perturbe. Gracias a su facilidad de germinación —que se producirá entre uno y dos meses después de la siembra—, es un bonito trabajo para realizar con los niños, ya sea en familia o en el aula del colegio, en una sencilla macetita. Entonces, un trocito de las regiones semidesérticas americanas se encontrará a un parpadeo de distancia.

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