¿Estamos intentando parecer ricos sin serlo?
La forma en la que vestimos y los planes que hacemos se han convertido en un juego de apariencias. La precariedad económica, las redes sociales y el contexto social podrían estar detrás de este fenómeno
En marzo de 2023 coincidieron de forma fortuita dos acontecimientos que han marcado un punto de inflexión en la manera de vestirnos: el estreno de la cuarta y última temporada de Succession y el juicio al que se enfrentó Gwyneth Paltrow por un accidente de esquí. Tanto los personajes de la ficción de HBO como la actriz y empresaria californiana se viralizaron por su ropa: un estilo denominado lujo silencioso que, aunque solo era accesible para las élites, terminó por calar en las calles gracias al fast fashion. Hablamos de una estética en tonos neutros (entre el blanco y el negro, el beige, el gris o el azul marino), líneas muy sobrias, ausencia de logos o estampados estridentes y —aquí viene el punto de diferencia— materiales de primerísima calidad como el cachemir o la lana merino, de firmas como The Row, Celine o Loro Piana.
Nada que no estuviese inventado: primero Steve Jobs y después otros gurús de la tecnología ya habían apostado por vestir uniformados —con looks sencillos en apariencia pero que suman una gran cantidad de euros— para hacer alarde de discreción y asociarse con una imagen que interpreta que el éxito se alcanza sin llamar mucho la atención. Precisamente ahora, cuando cada vez se agrava más la desigualdad económica, parece que el resto de los mortales queremos imitar a ese 1% de la población que acumula más de la mitad de la riqueza mundial (según el informe de Oxfam La ley del más rico). Solo hay que darse una vuelta por las oficinas o las redes sociales para comprobarlo. Incluso internet está lleno de contenido que ofrece trucos para hacer que la casa o el armario parezcan caros por poco dinero.
“Es una estética que, en mi opinión, existe desde que hay gente con dinero, y no lo veo como una tendencia sino más bien como una actitud de consumo que han puesto de moda determinados hechos o tendencias culturales, como las series”, explica en conversación telefónica la Fashion & Retail Business Executive Coro Saldaña, quien hace referencia al éxito de Succession y al de otras tantas producciones como The White Lotus, Nine Perfect Strangers o Big Little Lies. Entre las causas, también apunta al momento pospandemia y a la situación social y política que lleva a los que más tienen a gastar en silencio: “Después de que comenzase la guerra de Ucrania, los desfiles de moda eran como de luto, y esta es también una respuesta al momento actual para mostrar un poco de respeto”.
Pero, sobre todo, esa reinterpretación del llamado lujo silencioso en clave accesible tiene mucho que ver con la preocupación por forjar una marca personal positiva en los entornos laborales: “Veo, sobre todo en mujeres, cómo se trata de tener cierta estética muy cuidada asociada al mundo digital. Especialmente en reuniones tipo Teams, en charlas o ponencias, que están dentro de una estética sobria y que no llame demasiado la atención porque te están grabando o haciendo fotos y visualmente puede no funcionar”. Y aquí es donde entra la presión por buscar la aprobación en las redes, donde lo aséptico (se extiende también al mundo del interiorismo) “se premia más por el algoritmo, hace que el contenido sea más reutilizable porque maximiza el engagement y queda mejor en el feed. Y esto ha hecho que algunos creadores digitales también promuevan un poco más este tipo de estética”, añade Saldaña.
Una 'performance’ de la riqueza
Las redes sociales se han convertido en un caldo de cultivo para unirse al juego de aparentar sin ser. Los viajes de lujo y los planes secretos parecen haber dejado de ser exclusivos para casi normalizarse en los entornos digitales, mientras el 33,4% de los españoles no puede permitirse ir de vacaciones. Esta es la razón por la que todos los veranos vuelve a viralizarse un vídeo que el actor Brays Efe publicó en 2018 —“¿Por qué todas tenéis barco?”, preguntaba mientras sufría una ola de calor en Madrid— y por la que el año pasado se destapó que muchas de las influencers que alardeaban de viajar en avión privado en realidad acudían a un set alquilado por horas para fotografiarse.
Se puede intentar entender este fenómeno a través de la teoría del habitus del sociólogo francés Pierre Bourdieu, que definió el capital simbólico como el reconocimiento y el valor que le atribuimos a una persona y que no se basa en el valor material, sino en la percepción y la aceptación social. “Aunque el capital simbólico puede llegar a ser muy vistoso en el escenario digital, si no logra convertirse en capital económico, social o cultural, puede volverse muy frágil”, explica a través de email Lu Beccassino, psicóloga colombiana especializada en Sociología y Ciencias Políticas. “Para poder evaluar que una imagen vale más que el dinero, hay que poder traducir esto en términos de qué es lo que te está consiguiendo. Algo vale en la medida en la que se consigue algo: acceso, decisión, libertad, estima social… Y las redes permiten crear apariencias que pueden conseguirte, por ejemplo, acceso a espacios exclusivos, oportunidades o reconocimiento. En algunos casos, el dinero también puede conseguirte un equivalente a todo esto. En otros, el dinero no basta, y necesitas conocer ciertos códigos sociales. Aquí entran esas ideas de que el dinero no te gana la clase, como se ve en la discriminación a los nuevos ricos”, añade.
El origen del término “nuevo rico” viene del francés nouveau riche, cuando, en el siglo XIX, la élite criticaba a los que se habían enriquecido gracias a la Revolución Industrial. En 1925, F. Scott Fitzgerald lo retrató en El gran Gatsby a través de su protagonista, Jay Gatsby, un hombre que había amasado una inmensa fortuna de forma rápida y misteriosa sin tener que pertenecer a la aristocracia tradicional. Aunque Gatsby organizaba fiestas lujosas con la esperanza de recuperar el amor de Daisy nunca logró ser plenamente aceptado por los que habían nacido en una posición social privilegiada.
“Como explica Bourdieu, el habitus se forma a través de procesos de socialización: en la familia, la escuela, el círculo de amistades y otras instituciones que moldean nuestras disposiciones, gustos y maneras de estar en el mundo. Por eso, los llamados nuevos ricos suelen tener un habitus distinto y esto lleva a exclusión, ya que carecen del capital cultural y simbólico que distingue a la clase alta con una historia familiar de privilegio", sostiene Beccassino. Y añade: “No tienen los gustos, formas de hablar o de comportarse de la clase alta tradicional, y lleva frecuentemente a formas de violencia simbólica, como burlas, desprecio o discriminación. Lo que en realidad se está haciendo es tratar de mantener la legitimidad y la posición de poder de la élite tradicional, al hacer una diferenciación con los recién llegados”.
La obsesión por el ‘old money'
Incluso entre ricos existen clases. Si bien los magnates tecnológicos, independientemente del estrato social del que provengan, han podido adoptar la estética del lujo silencioso, el old money, otra de las tendencias que arrasa en las redes sociales, es mucho más inaccesible. Tanto que algunos usuarios de TikTok exhiben sus estilismos recurriendo al humor con el comentario: “Cuando mi look old money me quedó I need money”. Y es que este se basa en un ideal inalcanzable que incluye a la realeza —Lady Di se ha convertido en icono de la generación millennial— y a la aristocracia.
“Últimamente se habla mucho del estilo old money como una estética que supuestamente refleja la riqueza heredada, pero es importante distinguir entre la apariencia de un habitus y el capital simbólico real. Usar un polo o una falda plisada puede imitar ciertos códigos visuales de la élite, pero no equivale a pertenecer a ella. Las élites tienden a proteger su estatus privilegiado desplazando continuamente los signos legítimos de distinción hacia formas más difíciles de imitar: haber estudiado en ciertas instituciones, tener un apellido reconocido, vacacionar en circuitos exclusivos o formar parte de clubes sociales con ingreso reservado. Estas prácticas implican una trayectoria y una pertenencia, no solo un gesto estético”, analiza Beccassino. Pero que sea inalcanzable no parece frenarnos a la hora de intentar imitar este estilo.
En los años sesenta, el dueño de la marca japonesa Van Jacket envió a un fotógrafo y a un grupo de escritores a Estados Unidos para capturar la esencia del estilo de las universidades de élite: Yale, Princeton o Harvard, entre otras. El resultado fue un libro de fotografías llamado Take Ivy que tuvo tanto éxito que primero se agotó, después se convirtió en objeto de coleccionista y más de cuatro décadas después la editorial independiente powerHouse Books lo volvió a imprimir. En 1980 este fenómeno ocurrió de nuevo: la periodista Lisa Birnbach publicó The Official Preppy Handbook, un libro que describe la vestimenta, la música, la decoración o la forma de hablar de los que lucen de manera innata el estilo preppy, un término que tiene su origen en la preparatory school (centros privados de educación Secundaria donde los hijos de las élites estadounidenses se preparan para entrar en las universidades de la llamada Ivy League). Y, aunque este había sido escrito con ironía, terminó siendo una guía de estilo que permaneció 38 semanas en la lista de The New York Times de los libros más vendidos. En 2010, Birnbach actualizó la guía con la publicación de True Prep: It’s a Whole New Old World, en la que se incluyen el yoga, los teléfonos móviles o los realities shows entre otras novedades que han marcado a la nueva generación de la élite.
“En línea con lo que planteaba Michael Sandel [filósofo estadounidense], esta puede ser vista como una forma de escapar de la doble crueldad de la pobreza en la actualidad: no solo eres pobre, te humillan por serlo. Te dicen que es tu culpa, por falta de esfuerzo o de mentalidad. No solo sufres de precariedad económica, también de una precariedad de estima social. En este escenario, el buscar aparentar más de lo que realmente se tiene puede ser un intento de buscar escapar de ese segundo tipo de precariedad: la de reconocimiento y estima social”, explica Beccassino. “Desde la teoría de Bourdieu, esto puede entenderse como una forma de violencia simbólica: se presenta el fracaso como responsabilidad individual, y se invisibilizan las condiciones estructurales. Se desprecia no solo la falta de dinero, sino también el habitus asociado a las clases populares: su forma de hablar, de vestir, de moverse… Se los representa como carentes de valor social. Y, en ese contexto, aparentar éxito puede verse como una forma de reclamar estima social frente a un campo que castiga el origen social. No se trata únicamente de aparentar viajes o ropa de marca, sino de escapar del estigma de la precariedad”. Porque, al final, nos guste o no, “las redes abren un campo en el que estos códigos otorgan poder a las personas, y generan un tipo de capital que puede permitir acceso a contactos, espacios privilegiados y dinero”.