Cuando la magia del naranjo convierte el jardín en un paraíso
En Córdoba, los entornos idílicos repletos de naranjos amargos se disfrutan en palacios, casas y calles, o incluso en la propia mezquita, cuyo vergel es uno de los más antiguos de toda Europa
El jardín, como imagen del paraíso, ha sido una búsqueda continua que ha dado a luz rincones en los que aflora una sonrisa cuando se recorren. Como consecuencia, la felicidad de las personas que los disfrutan podría regar muchos de esos jardines cuando se dan los primeros pasos en ellos. En la Córdoba omeya, este paraíso transitable se encontraba en los palacios y en las casas nobles, pero también en los espacios comunes....
El jardín, como imagen del paraíso, ha sido una búsqueda continua que ha dado a luz rincones en los que aflora una sonrisa cuando se recorren. Como consecuencia, la felicidad de las personas que los disfrutan podría regar muchos de esos jardines cuando se dan los primeros pasos en ellos. En la Córdoba omeya, este paraíso transitable se encontraba en los palacios y en las casas nobles, pero también en los espacios comunes. Así ocurrió en la mezquita de esta ciudad, ya que, entre los siglos VIII y X, este edificio religioso fue creciendo en importancia, aparejado con el aumento de su tamaño físico, con sucesivas ampliaciones que llenaron sus naves con el famoso bosque de columnas que se tiene en mente cuando pensamos en esta joya arquitectónica.
Pero, desde sus comienzos, aparte de su estética ligada a ese juego bicolor de los tonos blanquecinos y rojizos de sus arcos, se mantuvo el espacio que recreaba una suerte de paraíso musulmán, y que también fue creciendo de la mano de las ampliaciones de la mezquita. Este lugar era, y es, el patio de los Naranjos. En este cuadrilátero adosado al edificio religioso, docenas y docenas de naranjos amargos (Citrus x aurantium) florecían y fructificaban, como el símbolo de la abundancia que se esperaría de cualquier paraíso. A ello había que añadir la belleza de esta planta, venida desde Oriente con las sucesivas oleadas de exploradores y conquistas, con las invasiones de cada civilización y pueblo que extendía sus usos y costumbres. Y, como no podía ser de otra forma, también acarreaban las plantas que les eran queridas.
Giovanni Dugo y Angelo Di Giacomo, editores del libro Citrus, cuentan cómo los árabes fueron unos grandes impulsores de la agricultura en los territorios del norte de África y del sur de Europa, la península Ibérica incluida. Entre esas mejoras, aparte de las técnicas de cultivo, en ese libro se recuerda que también se introdujeron nuevas especies, entre las cuales estaba el naranjo amargo, llegado a nuestra región entre los siglos X y XI, con el que “adornaban sus jardines y mezquitas con su floración perfumada (…). Este cítrico tenía un valor decorativo excepcional para ellos”, concluyen Dugo y Di Giacomo.
Las cualidades de los naranjos son múltiples, y están presentes en cada una de las partes de esta planta. Su corteza es lisa y tersa, incluso en los ejemplares más añejos, con un color parduzco de lo más agradable. La ramificación es muy ordenada, y en el caso de que no lo fuera, resiste de mil amores todos los recortes que sus cuidadores quieran darle, porque suele cerrar las heridas de forma muy eficiente. ¿Y qué decir de sus hojas? Tienen un verde alegre, ni muy oscuro ni muy claro, que contrastan de manera muy bella cuando emergen los nuevos brotes, del mismo tono que la hierba más joven, radiante y luminosa. Solo con la contemplación de su frondosísimo ramaje la vista se refresca, aun en los días de más calor, y bajo su densa copa se encuentra la calma ante la excesiva radiación de las tierras sureñas.
Pero es su floración la que ostenta uno de los momentos estelares del naranjo amargo cada año. Su enorme cantidad de flores de azahar, el nombre específico que reciben sus estrellas blancas de pétalos cerúleos, perfuman el aire que les rodea. En la primavera, cuando las noches comienzan a hacerse más cálidas, las ramas de los naranjos se convierten en una fiesta, y emergen sus yemas florales. Sin necesidad de tocarlas con las yemas de los dedos, ya la vista se recrea con la carnosidad de sus formas. Pocas semanas después, sus óvulos fecundados traerán pequeños frutos verdosos que irán ganando peso con el paso de las semanas. En el otoño casi se acercarán a su tamaño definitivo, y en el invierno se colorearán de los naranjas esperados, como si hubieran guardado el sol de la primavera y el verano, para iluminar con sus rayos frutales las jornadas nubladas del invierno. Su perfume, consecuencia de los aceites que encierra toda la planta, es una espita que enciende el ánimo de cualquier persona que lo huela. También sus hojas conservan ese olor, basta con partir cualquiera de ellas por la mitad para aspirar su esencia.
El patio de los Naranjos de la mezquita de Córdoba sigue enarbolando la bandera de ser uno de los jardines vivos más antiguos de Europa. A estos naranjos amargos los acompañan otras especies muy reproducidas por todo el Mediterráneo: el ciprés (Cupressus sempervirens), la palmera datilera (Phoenix dactylifera) o el olivo (Olea europaea). Este último árbol tiene un representante de excepción en una de las fuentes del patio, la de Santa María. En una de sus esquinas se encuentra un ejemplar plantado exactamente en 1741, tratándose de un cultivar muy antiguo y de gran valor para la investigación de esta especie tan útil.
Todas estas plantas están interconectadas, no solo por sus raíces, sino muchas también con su riego por canaletas de terracota. Así se hace llegar el agua que no puede faltar en cualquier jardín, para que los naranjos continúen creciendo bajo el sol, ofreciendo su sombra y su consuelo, su aroma y su frescor. Porque, si buscamos un paraíso en la tierra, este puede ser uno bueno donde quedarse ensoñado.