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La tertulia, un lujo

El Café Gijón cambia de manos, y con él, un Madrid que ya casi no existe

El mítico Café Gijón ha sido vendido al grupo Cappuccino. En su web se definen como “el grupo líder de restaurantes y cafeterías de primera calidad ubicados en los lugares más prestigiosos de las islas de Mallorca e Ibiza y en las ciudades de Madrid, Valencia, Marbella y Gstaad”. ...

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El mítico Café Gijón ha sido vendido al grupo Cappuccino. En su web se definen como “el grupo líder de restaurantes y cafeterías de primera calidad ubicados en los lugares más prestigiosos de las islas de Mallorca e Ibiza y en las ciudades de Madrid, Valencia, Marbella y Gstaad”. Gstaad, para los que compramos aguacates solo en días especiales, es el lujoso pueblo suizo al que acuden a esquiar la familia Grimaldi, Ana Botín, Madonna y Borja Thyssen, entre otros.

Detrás de Capuccino se encuentra la familia Picornell, en concreto, Juan Picornell Rowe que, con solo 19 años, levantó el negocio “con cariño, amor e interés” según cuenta su hermana Penélope en una entrevista para El Mundo. Probablemente, también necesitó dinero, pero de los euros no dice nada. Una foto suya en las redes sociales define qué tipo de negocio manejan: “luxury events, private dining and other memorable experiences”. Sobre la reforma del Gijón, aseguran que, sobre todo, mantendrán “su esencia”.

Preocupada por la incorruptibilidad de la esencia, hace tiempo me acerqué al Café, pedí una tarta de zanahoria e intenté invocar el espíritu de Umbral. Cerré los hijos y pensé: “Paco, darling, ¿qué opinas tú de los luxury events y el private dining, cuántas memorable experiences viviste tú aquí?”. Umbral no dijo nada, porque Umbral está muerto. Por suerte, llevaba conmigo Amar en Madrid, un libro que recopila algunas de las columnas del autor, que robé de la casa de alguien al que se me olvidó que olvidé y que hoy me sirve de guía espiritual. En uno de los artículos, el gran conocedor de los madriles reza: “las cafeterías no han sido una sustitución, sino una continuación. Mientras haya poetas y señoras de clases pasivas, habrá cafés, aunque les llamen snacks o drugstores”.

Lo que el escritor no sabía en aquel 1972 es que esa idea de “café” se perdió cuando se le añadió el término: “de especialidad”. Ahora los “poetas” son chavales que se visten de forma extravagante y que se dedican al arte porque sus padres son ricos y las “señoras de clases pasivas” son rubias con clean look, un termo de la marca Stanley de 60L y unas zapatillas de andar por casa.

“Madrid sigue siendo capital sedente que echa varias horas delante de una taza de café y una copita de anís”, decía Umbral. Pero aquello que ocurría en el Gijón dejó de ocurrir hace tiempo en el centro y son ahora los bares de parroquianos de la periferia los que sostienen la resistencia de la tertulia. Para montar un negocio hace falta dinero, sí, pero para montar una “esencia” hace falta algo que la familia Picornell no podrá comprar.

Durante unos cuantos viernes yo mantuve una tertulia con dos amigos y una amiga que hoy sobrevive en un grupo de Whatsapp medio en coma. Solíamos quedar en los escalones de Ribera de Curtidores para charlotear sobre las novedades literarias, las cuestiones políticas y sociales de Madrid y, sobre todo, para cotillear. Llevábamos siempre una lista con los puntos del día: “¿es Ayuso dadaísta?”, “¿está la poesía ligada a la clase?”, “¿cómo le respondo a un búlgaro tránsfobo?”. Nos lo tomábamos en serio. Dejamos de hacerlo porque vinieron los hijos y, con los hijos, uno ya no puede charlar sin hora.

Eso sí, menos mal que nuestra tertulia tenía lugar en un espacio público, si no aquella “esencia” habría acabado convertida en un luxury event.

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