La complicada vida de Miguel T., un hombre sin hogar al que ayuda toda una red de vecinos

El 60% de los españoles preferiría no entablar vínculos con una persona que duerme en la calle, según un informe de la Cátedra Grupo 5 de la Universidad Complutense. Este hombre de Arganzuela es una excepción, que ha logrado tejer una importante red de apoyo con los residentes

Algunos de los libros de Miguel, junto al colchón donde duerme.David Expósito

Ana Pérez, una vecina de confianza que trabaja en Carrefour, llamó lo antes que pudo a la ambulancia, que lo trasladó de inmediato a la Fundación Jiménez Díaz. Allí quedó Miguel T., de 61 años, ingresado hasta el día siguiente, y de allí salió con un papel bajo el brazo que además del diagnóstico parecía hacerle un resumen vital de los últimos años: “Persona sin hogar. Fumador. Trabaja en el mercado. Sin contrato”.

El documento no ponía, sin embargo, que Miguel se ha convertido en alguien que imp...

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Ana Pérez, una vecina de confianza que trabaja en Carrefour, llamó lo antes que pudo a la ambulancia, que lo trasladó de inmediato a la Fundación Jiménez Díaz. Allí quedó Miguel T., de 61 años, ingresado hasta el día siguiente, y de allí salió con un papel bajo el brazo que además del diagnóstico parecía hacerle un resumen vital de los últimos años: “Persona sin hogar. Fumador. Trabaja en el mercado. Sin contrato”.

El documento no ponía, sin embargo, que Miguel se ha convertido en alguien que importa a su barrio. Duerme en un portal de un antiguo banco, pero una vecina lo invita a cenar casi cada noche, otra le guarda la ropa de invierno y un tercero se lo lleva al pueblo cuando puede o le recarga el móvil. Todos, en definitiva, saben quién es, se preocupan por él y, cuando no está, encienden las alarmas. Una red vecinal invisible a su alrededor que no deja de ser algo excepcional.

Según los últimos datos del INE, que datan de 2022, en la Comunidad de Madrid hay 4.146 personas que viven sin hogar. Una cifra que desde 2012 se ha incrementado en más de un millar de individuos y que en realidad responde a las plazas de los albergues, por lo que la cantidad real sería aún mayor. El año pasado se dejaron de realizar en Madrid capital los recuentos del modo que era habitual desde 2006, que consistía en que un grupo de voluntarios hacía una vez al año una ruta nocturna para localizar a todas las personas sin hogar posibles. Ahora son los nuevos Equipos de Calle los que trabajan de forma habitual con esta población y elaboran los informes técnicos, los encargados de ofrecer una cifra aproximada, que rondaría las 1.032 personas.

En cambio, Manuel Muñoz, catedrático y director de la Cátedra Grupo 5 - Universidad Complutense de Madrid (UCM) contra el estigma, se queja de la inexactitud de las cifras en general: “Realmente, no se conocen todavía las consecuencias de la pandemia y la crisis posterior”. Un informe reciente elaborado en toda España con una muestra de 2.700 personas y dirigido por el propio Muñoz sobre los estigmas hacia las personas sin hogar, destaca que el 60% de los españoles no quiere tener relación alguna con esta población por los estereotipos de conflictividad y problemas mentales que se le atribuyen, y dos de cada tres preferiría no convivir con alguien que haya estado en la calle. “Obviamente, esto no tiene razón de ser. Las personas sin hogar no son una población estanca y estable. La realidad es que la distancia entre unos y otros no es tan grande, ninguno estamos a salvo de que una mala racha nos lleve a la calle. De hecho, el 20% de los españoles conoce por una razón u otra a personas sin hogar. Eso son nueve millones de personas, mucha gente”, explica Manuel. Por este motivo, además de la de su propia seguridad, Miguel ha preferido dar solamente su nombre y la primera letra del primer apellido, así como no salir en imágenes ni que se identifique su ubicación exacta.

Cuando Miguel tuvo que ir al hospital hace un par de semanas, se le había manifestado por enésima vez el “síndrome de las piernas inquietas” —un trastorno neurológico que causa sensaciones desagradables e incómodas en las extremidades inferiores y un impulso irresistible de moverlas— que comenzó a padecer con 50 años. Por lo general consigue calmarlo caminando, aunque esta vez se volvió algo incontrolable. Tras recibir la atención médica necesaria, y todavía con mareos y el cuerpo hecho pedazos, Miguel emprendió la ruta hacia su colchón, algo así como su casa. Había desayunado unas galletas en el hospital, después había cogido un autobús gratuito que lo dejaba a varios kilómetros y anduvo como pudo por la calle en una especie de largo escalofrío hasta sentarse de golpe entre los cartones.

Nada más llegar, Miguel empezó a atender a los vecinos alarmados que no lo habían visto la noche anterior. Uno de ellos, viendo su deterioro físico, se ofreció a traerle agua, pan Bimbo y un teléfono móvil. El último que tuvo se lo robaron mientras dormía, a mediados de verano, por un grupo de chavales borrachos. Miguel duerme y habita en un hueco de dos metros al que llama “cortijo” y que fue la entrada a la sucursal de un banco. En su momento estaba considerada como un privilegio entre las personas sin hogar de este distrito por las cámaras de videovigilancia que custodiaban el habitáculo. “En la calle, cuando duermes”, explica, “necesitas que alguien vigile por ti”.

Miguel recibió su nuevo celular a media mañana. Apuntó el nombre del vecino en la agenda e hizo lo propio con el suyo, que anotó en una pegatina en la parte de atrás para ir repartiéndolo entre su gente de confianza una vez pudiera levantarse.

La red de confianza que ha tejido este hombre le permite repartir sus pertenencias entre los vecinos más allegados. La ropa de verano está guardada en el local de una empresa de reformas. La de invierno le espera en la casa de otra vecina llamada Pilar, de 75 años, que vive en el portal de al lado y además comparte con él la cena casi a diario, además de tertulias sobre literatura clásica, una de sus grandes pasiones. “A Dios le pido que no se me muera”, dice Miguel sobre la mujer. Las mantas, edredones o sábanas están en una portería de su misma calle, y el dinero que tiene ahorrado lo custodia el cura, don Martín, en la iglesia.

El acceso imposible a una habitación

Desde la terraza de un bar donde cena un sándwich mixto, Miguel explica que la calle le llegó un día de Navidad de hace tres años. Tenía dos cartones y un abrigo. El hombre ha trabajado casi toda su vida en empresas de limpieza, incluso en Alemania, y también como conserje. Después de la pandemia perdió los empleos y poco a poco se fue precarizando todo hasta que llegó la primera noche al raso. “Nadie espera en un principio que esto dure más de unos días”, apunta. Luego llega la cuesta de enero y la búsqueda de un espacio videovigilado para quedarse “un tiempo”. Ahí entendió Miguel que, sin familia alrededor, debía apostar por una red vecinal que le sirviera de amparo y así revertir el recelo inicial con el que se recibe a la gente de la calle.

Su aspecto pulcro y elegante tiene una motivación personal como de convivencia con el barrio: “A las personas que veo como yo durmiendo en la calle les digo que ser pobre no significa ser un guarro. No cuesta tanto ir limpio. Se trata de que te vean como uno más”, cuenta. Los miércoles y domingos acude a las duchas de la glorieta de Embajadores, cuya entrada vale 50 céntimos. Un lugar con el suelo de mármol y compartimentos individuales donde cada uno debe llevarse su gel y champú.

Actualmente, trabaja de lunes a sábado, sin contrato, en un famoso mercado del barrio como repartidor a razón de unos 500 euros al mes, con una tarifa de dos euros el viaje para los comercios a los que puede ir a pie y cinco para los que tiene que conducir una camioneta prestada. El mercado es el eje de sus días porque además de un sueldo, le provee de alimento gratuito.

Es muy habitual verle los fines de semana por la mañana yendo a visitar pisos de la zona de Embajadores, donde le gustaría alquilar una habitación. La realidad es que los 400 euros que le piden como mínimo por la estancia más humilde se le antojan una utopía. “Llegué para unos días y ahora con los alquileres como están, parece como imposible salir del cortijo”, lamenta. Si se marchara fuera de la M-30 en busca de algo más asequible, debería sacarse un bono transporte para acudir al mercado que le cuesta unos 30 euros y volvería a hacerle las cuentas imposibles. Desde 2011, el alquiler se ha incrementado en Arganzuela en un 27%. En Madrid, según datos del Ministerio, lo habría hecho en un 40%. “Tener trabajo por precario que sea, no es garantía de nada. La gente me ve y me pregunta que cómo puede ser que no salga de aquí”, expresa el hombre, que ha rechazado definitivamente los albergues porque dice sentirse inseguro y atado a unos horarios incompatibles con su labor en el mercado.

Miguel se levanta de su asiento con dificultad y regresa a su cortijo todavía renqueante. Dice que mañana volverá al mercado a cargar cajas cuando empieza a remover los cartones con los que se cubre como si se encerrara en su propio caparazón para hacerse invisible. Busca alguna sábana limpia y, al acomodarse, descubre debajo del colchón un billete de cinco euros. El hombre asegura que hay alguien, cuya identidad desconoce, que le deja casi todas las semanas esa cantidad escondida bajo la cama, que en su día estuvo decorada con dibujos de muñecos, arte regalado de una unas niñas, también vecinas.

—Dios aprieta, pero no ahoga—, comenta antes de abrir el libro con el que se quedará dormido, El cómplice, de György Conrad.

Se despertará a las 4.30 para ponerse en marcha. No necesitará reloj.

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