El último guateque de Antonio

Un hombre de 74 años en cuidados paliativos cumple su último deseo gracias a la Fundación 38 grados que ayuda a estos pacientes a resolver sus asuntos pendientes

Antonio y su mujer Paqui bailan en la fiesta organizada por la Fundación 38 grados, en el Centro de Servicios Sociales Loyola de Palacio, en Madrid.Celia Vidal

Cuando el 3 de marzo Antonio llegó al Centro de Servicios Sociales Loyola de Palacio, en Madrid, ya había 20 personas esperándolo. Lo hizo lentamente y con bastón, después de tres años sin pisar el suelo blanco que tanto le había visto bailar. En agosto de 2022 le diagnosticaron un cáncer de páncreas muy avanzado. Entró en cuidados paliativos. Tenía 74 años, dos hijas y una casa en el campo. Desde ese momento decidió que no quería irse de este mundo sin...

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Cuando el 3 de marzo Antonio llegó al Centro de Servicios Sociales Loyola de Palacio, en Madrid, ya había 20 personas esperándolo. Lo hizo lentamente y con bastón, después de tres años sin pisar el suelo blanco que tanto le había visto bailar. En agosto de 2022 le diagnosticaron un cáncer de páncreas muy avanzado. Entró en cuidados paliativos. Tenía 74 años, dos hijas y una casa en el campo. Desde ese momento decidió que no quería irse de este mundo sin cumplir un último deseo: echarse un baile más. La Fundación 38 grados, que ayuda a resolver los asuntos pendientes a quienes están en cuidados paliativos, se había encargado de prepararlo todo con una varita mágica que olía a tortilla de patata y sonaba a pasodoble.

El día del último guateque de Antonio hacía sol, las plantas de la entrada del centro social asomaban sus primeros brotes y los abrigos de los invitados se acumulaban en las sillas naranjas del aula del segundo piso. “Antonio debería haber sido profesor de baile”, piropeaba alguno de sus amigos. “Estoy muy emocionada”, confesaba otra a su pareja en la pista. Entre España cañí y La morena de mi copla las manos se dirigían a la mesa de picoteo.

Localizar un último deseo es cuestión de tirar del hilo y de eso se ocupa el equipo de Soporte Hospitalario Paliativo del 12 de Octubre, del que forma parte la psicóloga Maribel Carreras. Es un grupo multidisciplinar sanitario, administrativo, psicológico y social que trabaja en red para ofrecer una atención integral: “Sumamos sensibilidades y usamos las herramientas que tenemos para hacer una buena despedida”, apunta Carreras.

Dos amigas en la fiesta y al fondo Paqui y Antonio bailan, en el Centro de Servicios Sociales Loyola de Palacio, en Madrid.

Estos cuidados se introdujeron hace relativamente poco en España, la primera vez fue en los ochenta y los puso en marcha la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC). Carreras lleva acompañando a personas en el final de la vida desde 1997: “Ahora la gente ve los cuidados paliativos como una ayuda, no como un “no quiero que entréis”. Hay movimientos como las comunidades compasivas, que buscan atender el duelo. Cuesta menos que los medios hablen con más naturalidad porque hay personas famosas, como Pau Donés, que ayudan a entender la muerte como parte de la vida, con mayor serenidad”.

Para ver la muerte de manera consciente y cuidar el proceso “se explora si los pacientes tienen cosas que hacer o decir, si tienen algún deseo pendiente y si les apetece solucionarlo. También ayuda a la familia con el recuerdo en el duelo. Hacía tres años que Antonio no iba a bailes de salón y para él era importante volver a hacerlo”, explica la psicóloga. Carreras conoció a Antonio como paciente en noviembre de 2022 y en el guateque bailaron como amigos, sin bastón y sin vergüenza: “A la muerte hay que mirarla de frente, como a la pareja en la pista”, concluye.

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“No veamos a la persona de manera miope, hay una vivencia, un proceso”

Cuando se desestima el tratamiento del paciente, el seguimiento se hace a domicilio con el Equipo de Soporte de Atención Domiciliaria (ESADP). En este proceso está Juan Francisco Reyes, trabajador social encargado de garantizar el acceso a recursos de ayuda social: “Antonio es corpulento y vive con Paqui, necesitaban un servicio de ayuda a domicilio y teleasistencia”, cuenta. Simultáneamente, se tramita la ley de dependencia, que a menudo “se queda corta, cuando llega la ayuda en la Comunidad de Madrid, el paciente normalmente ya ha fallecido”.

Reyes fue quien llamó al Centro de Servicios Sociales Loyola de Palacio, donde Antonio bailaba los últimos años, para ver la disponibilidad del espacio, y se puso en contacto con la Fundación 38 grados para la logística. “Hay miedos muy profundos, concepciones de la vida y la muerte que, en ocasiones, no son fáciles de manejar con las herramientas de la medicina. Ahí es fundamental la dimensión psicológica, espiritual y social”, explica el trabajador social.

Resolver las cuentas pendientes

Antonio empezó a bailar a los 50 años, cuando le operaron del corazón y le recomendaron hacer deporte. Antes de eso la que bailaba era Paqui, su mujer. “Lo hacía por placer, para disfrutar, no para exhibirme”, puntualiza ella. En las verbenas del pueblo era ella quien le arrastraba a la pista: “Vamos, que se acaba la música y nos vamos sin echar un baile”, le decía a Antonio. El marcapasos que le pusieron en la operación a su marido fue, precisamente, el que acabó obligándole a moverse. Para Antonio, el baile ha sido el salvavidas, el soplo de aire, el chachachá al que echarle la culpa y la razón por la que levantarse de una silla a pesar del agotamiento.

La Fundación 38 grados lleva nueve años acompañando a cerrar los asuntos de personas que están en cuidados paliativos en todo el país. Araceli Herrero, María Martínez-Mena y Rocío Ramos, sus fundadoras, han movido 200 deseos, “no todos cumplidos”, dice Ramos. Cuando alguien les expresa una querencia, sopesan las posibilidades de llevarla a cabo. “Nos llamamos así porque a esa temperatura una mariposa logra el vuelo”, precisa.

La lista es larga y diversa: charlar con el cantante Huecco, despedirse en persona de los hijos que están en otro país, conocer Portugal, ir a la boda de una hija, comer en un restaurante con una estrella Michelin o morir en el país de origen. “Antonio quería un guateque, a él le gusta mucho bailar, empezó ya mayor, pero es su pasión”, explica Ramos. “Preparamos algo de picar, invitamos a varios amigos y para dinamizar la fiesta nos pusimos en contacto con Piedad Almagro, de Encuentros con el baile”, añade con la soltura que da el oficio.

Unos días después, en el salón de casa, con la resaca emocional de la fiesta y toda una vida, Antonio mira a Paqui, que está a su lado, y confiesa: “Yo he sido un gruñón”. Está sentado en una silla frente a la mesa del comedor. Dice que ahora tiene voz de pito y que ha adelgazado 30 kilos: “Cosa de la quimio, hasta el oncólogo reconoce que me ha apretado mucho”. Se arranca a compartir aprendizajes: “Yo estaba harto de tanta familia, tanto año, uno tras otro, aquí, allí, en Semana Santa, en Navidad”, enumera, dando golpecitos en la mesa. Para, respira y admite: “Ahora he tenido que echar marcha atrás, resulta que la familia es lo más importante”. Paqui sigue sentada a su lado. “Antes bailábamos mucho, la culpa fue del chachachá”, dicen los dos y se ríen. Antonio coge aire y hace una pausa larga, fuera se escucha el sonido de las obras de un edificio nuevo: “Ahora voy a pedir descansar un poco de la quimio”.

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