El hombre que sabe dónde están todos los muertos: “El cementerio me da la vida”
Javier Jara, de 57 años y madrileño, lleva años acudiendo semanalmente a este camposanto civil de Madrid. Hace una década creó una asociación junto a un blog divulgativo tras su paso por una funeraria
Rodeado de tumbas, un madrileño de 57 años alza la pierna derecha sobre la losa de granito de un mausoleo viejo, como si fuera un guarda forestal. Saca la cajetilla de tabaco del vaquero negro. Pitillo rubio a la boca al estilo cowboy. Las gotitas de sudor comienzan a hacer de las suyas por la sien de un pelo corto blanquecino. 34 grados a la sombra de un gigantesco ciprés. Toma un pequeño buche de agua fresca. Está en su salsa:
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Rodeado de tumbas, un madrileño de 57 años alza la pierna derecha sobre la losa de granito de un mausoleo viejo, como si fuera un guarda forestal. Saca la cajetilla de tabaco del vaquero negro. Pitillo rubio a la boca al estilo cowboy. Las gotitas de sudor comienzan a hacer de las suyas por la sien de un pelo corto blanquecino. 34 grados a la sombra de un gigantesco ciprés. Toma un pequeño buche de agua fresca. Está en su salsa:
Javier Jara acude una o dos veces a la semana a visitar el cementerio civil de Madrid desde hace más de una década. “Y hasta cuatro o cinco si he descubierto algo interesante”. Es una auténtica memoria andante. Conoce al dedillo la historia de casi todos los que descansan bajo la tierra. Preside la asociación histórica de cementerios de la capital. Zigzaguea por las sepulturas como si fuera un centinela del más allá. “Mira, Pío Baroja”. “Ahí detrás está Largo Caballero”. “Ella es Maravillas Leal. Se suicidó con 18 años. Fue la primera persona que se enterró aquí en 1884″. Comunistas, socialistas, protestantes, judíos, agnósticos, masones, librepensadores. Todos comparten los 27.000 metros de tierra en la que yacen. Todos escuchan las potentes zancadas de Jara, incluso su mujer:
―Ahí tiré sus cenizas.
Bárbara Herold fue una joven alemana que llegó a Madrid en los años 80. Una noche en la sala Junco, a unos diez minutos a pie de la ruidosa Gran Vía, bajó las escaleras de este rincón de la noche capitalina. Cerca de la barra, un DJ de nombre Javier Jara pinchaba a Los Rolling Stones, a Prince, a los Beatles. Diabluras para contonear las caderas de los clientes. “Vi a una pelirroja impresionante”, cuenta. “¡Hostia! Me costó ligármela. Pero, mira, al final acabó siendo la madre de mis dos hijos”. Herold murió en 2005 de un aneurisma cerebral, un abombamiento de un vaso sanguíneo en el cerebro.
Sus cenizas se esparcieron por Alemania, España, El Retiro… ciudades y parques que recorrieron juntos, también un rinconcito de este cementerio civil capitalino. Leyendo e investigando, Jara se enteró de que había un matrimonio enterrado en 1918. Nadie les visitaba. No había nombres en la tumba, ni flores, tampoco fotos. Nada. Solo tierra añeja, esparcida. Adecentó su nicho. Les puso una placa. Sobre la grava, más tarde, echó también un poquito de las cenizas de aquella pelirroja con la que compartió su vida. Ahora acude con amigos, de vez en cuando con sus dos hijos treintañeros, también su nieta, que corretea entre los helechos. “Nos traemos unas cervecitas, un altavoz y a veces hasta me fumo un chirri con su canción de favorita de fondo: Purple Rain, de Prince”.
La muerte de Herold fue un zarpazo para Jara y sus hijos, que comenzaron a cumplir años como perros. Él cambiaba de trabajo constantemente. Una mañana hizo una entrevista para una funeraria. Llegó a ser comercial durante ocho años. “Ahí le cogí cariño a todos los muertos. Fue la mejor época de mi vida”. Descubrió una pasión oculta. Hasta que el alcohol le jugó una mala pasada. Dio positivo dos veces en dos controles distintos. Le retiraron el carné del coche durante cinco años. La empresa le despidió. Decidió pensar más en sí mismo: “¡No había cogido el paro nunca!”. Ahora se mueve en bici como pez en el agua.
Su vida dio entonces un giro de 180 grados. Se compró un ordenador con una gran pantalla. Creó la web cementeriosdemadrid.blogspot.com. Escribía de muertos ilustres. Leía. Investigaba. Publicaba. Comenzó a tener cientos de visitas. El universo de los muertos es un imán en continuo movimiento. Conoció a gente del mundillo. Una tarde, entre tumbas, se cruzó con Paloma Zúñiga, funcionaria de los servicios funerarios de la capital:
―¡Coño, el del blog!
Su amistad fue a más. Crearon la asociación fraternidad cívica del cementerio civil. “Todo lo que sé es por Paloma”, sonríe mientras apura otro pitillo. Juntos conforman una enciclopedia andante de sepulturas. Un día Jara le explicó el gran mausoleo de Pablo Iglesias a toda la plana mayor del PSOE. Otra tarde a unos abuelos que llegaron de una residencia de mayores. “Si me tocara la primitiva, haría maravillas en el cementerio”. Un paseo con él es una presentación constante de personajes ilustres de la historia de España. “Mira, el dibujante Eduardo Sojo. Tenía un busto precioso. De la noche a la mañana se lo llevaron”. Dice que hay muchos robos. Que apenas se cuida. Hay también un par de casas abandonadas, mausoleos con telarañas, cadenas, candados, verjas oxidadas. Frena en seco. Enciende otro cigarro. “Ahí hacen espiritismo”. Otro día se encontró una botella de Rioja sin abrir. “Me la llevé, claro”. No para quieto. Apunta con el mentón hacia arriba. “Aquí yace el socialista Jaime Vera”.
Sigiloso, Jara también se presenta en funerales a una prudente distancia. Acudió al de Almudena Grandes. “Impresionante y emotivo”. Hoy, dice, es la tumba más visitada del cementerio. Grandes supera a Dolores Ibarruri, La Pasionaria. “No son estadísticas oficiales, es lo que vemos”. Un matrimonio sevillano ha colocado recientemente una carta en la tumba de la escritora: “Nos has dejado antes de tiempo. Hasta siempre, José Luis y Luisa”. Jara continúa con las estadísticas: “Y en el cementerio de enfrente tampoco es Lola Flores, ahora visitan más la tumba del cantante ese de Il Divo, que murió de coronavirus”.
Jara trabaja ahora como comercial de seguros. Vuelve hacia la última hora de la tarde. Aquí conoció hace poco a Francisco Javier Bandrés, un catedrático de Psicología de la Universidad Complutense. Bandrés lleva varios meses tratando de localizar la tumba del periodista republicano José Nakens. Nakens trabajó durante años en el semanario satírico El Motín de principios del siglo XX. Su tumba es un misterio.
Las habitaciones de la muerte del camposanto civil están muy bien organizadas. Los nichos se dividen en cuarteles, que a su vez se trocean en manzanas separadas por calles y letras. Con esta premisa, comenzaron a recorrer tumba por tumba, dos detectives solitarios por el cementerio. Pero nada, ni rastro. Bandrés acudió entonces a la Biblioteca Nacional. Dio con un diamante impreso. Era un obituario de prensa perfecto de inicios del siglo XX. “El periodista contaba con exactitud donde estaba enterrado, pero en el nicho ya se había borrado todo”, cuenta. El cronista de la época dejó un detalle clave, quien sabe si anticipándose al futuro: “Nakens yace al lado de un ciudadano alemán”. Ahí estaba. Hace unas semanas dieron con su lecho. Jara y Bandrés han colocado piedrecitas pequeñas en la tumba para que no se les olvide el lugar. En unas semanas pondrán su nombre, su nacimiento, la fecha de muerte. Hay fallecidos del siglo XX que reviven de golpe en julio de 2022. Jara se enciende otro pitillo. Apunta a otra lápida cercana con la mano: “La que más me gusta del cementerio”. Es de un ingeniero que dejó un epitafio tallado en piedra: “Nada hay después de la muerte”.
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