Enero, el más cruel

Mirar a la gente y no al móvil me llevó a dos conclusiones: una, la Gran Dimisión no existe; dos, madrugando no fundas empresas en Silicon Valley

Una persona observa el atardecer en el Parque del Retiro, en Madrid, este miércoles.Miguel Oses (EFE)

Vagón de metro. Ocho de la mañana. Interior. Toda la soledad y angustia del mundo cabe en este reducido espacio. Los cuerpos pesados y las miradas todavía enturbiadas por el sueño que se arrastran por la pantalla del móvil a la misma velocidad que el tren nos arrastra hasta el trabajo. El día que me di cuenta de todo eso, el tren me arrastraba a hacerme unos análisis de sangre que habitualmente me provocan desmayos como a la protagonista siempre enferma de alguna novela decimonónica. Mirar a la gente y no el móvil me llevó a dos conclusiones: una, la Gran Dimisión no existe; dos, madrugando...

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Vagón de metro. Ocho de la mañana. Interior. Toda la soledad y angustia del mundo cabe en este reducido espacio. Los cuerpos pesados y las miradas todavía enturbiadas por el sueño que se arrastran por la pantalla del móvil a la misma velocidad que el tren nos arrastra hasta el trabajo. El día que me di cuenta de todo eso, el tren me arrastraba a hacerme unos análisis de sangre que habitualmente me provocan desmayos como a la protagonista siempre enferma de alguna novela decimonónica. Mirar a la gente y no el móvil me llevó a dos conclusiones: una, la Gran Dimisión no existe; dos, madrugando no fundas empresas en Silicon Valley pero mantienes a las empresas de Silicon Valley.

Parque del Retiro. Seis de la tarde. Exterior. El sol está a punto de caer tras el horizonte y dentro del parque hace más frío que en la calle. El Retiro siempre ha tenido esa especialidad de generar un microclima: en invierno es el sitio más frío de la ciudad y en verano se convierte en una selva tropical que no refresca, sino que te empapa como una fiebre. Otoño le queda bien. Está bonito aunque huele a hojas putrefactas. Paseo con el hombre al que quiero, los dos con la nariz roja y fría y las manos enguantadas en lana. Delante también pasea una pareja de jubilados. Ella le dice a él: “Lo que no entiendo es qué pretende hacer Rusia. ¿Invadir un país así por las buenas”. Él mueve la cabeza de un lado a otro, mientras sigue andando con las manos enlazadas tras la espalda y mirando al suelo. Ella, ante el silencio, prosigue: “¿Y lo de Estados Unidos está bien o mal? ¿Que se metan así?”. Él se para y la mira y dice: “Yo nunca me he fiado de los rusos. Tú lo sabes. Nunca”.

Un bar cuyo nombre no recuerdo. Ocho de la tarde. Interior. Interior imitando un estilo rústico y fabril con suelos de madera, mesas de madera, patas de forja negra y bombillas al descubierto estilo Edison, de esas que reproducen con sus filamentos brillantes épocas pasadas más oscuras. Estoy sentada ante una amiga comentando el discurrir impetuoso de los últimos tiempos. De pronto, en la mesa de enfrente, una mujer vestida de forma elegante tira un vaso de vino al suelo. La copa se rompe con estruendo y ya no puedo pensar en nada más que en seguir la escena. El camarero corriendo con la bayeta. Ella riéndose nerviosamente, mientras sacude el móvil empapado de su cita. Su cita llegando del baño y viendo que mañana tiene que comprarse un aparato nuevo.

No puedo pensar en otra cosa más que en todo eso que ocurrió en un solo día. Como si en cada uno de esos acontecimientos radicara la verdad absoluta de toda nuestra vida. Como si pudieran expresar por qué enero es el mes más largo del año y también el más triste, y también el más cruel, aunque T. S. Eliot no esté de acuerdo.

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