La Navidad de un ‘invisible’ que arrastra un carro de chatarra: “Quien menos tiene, más te da”
Francisco Baldomero tiene 35 años y trabaja como los viejos chatarreros. El Banco de Alimentos de Madrid todavía sigue atendiendo a 190.000 personas diarias
No tiene móvil ni casa ni coche ni pareja ni hijos. Sí cuatro hermanos: “Pero ellos ya tienen su vida hecha”. Francisco Baldomero guarda como oro en paño un carro verde del Leroy Merlín. Desde hace tres años, se gana la vida como los chatarreros de la vieja usanza. Recorre todos los contenedores de su barrio, a las afueras de Leganés, a diario. Solo, caminando 10 u 11 kilómetros al día, empujando un armatoste con cuatro ruedines que cuida con mimo. La libertad en Madrid también es sobrevivir rebuscando en la basura los desechos del hierro. Baldomero es un tipo raudo, de 35 años, aunque los cum...
No tiene móvil ni casa ni coche ni pareja ni hijos. Sí cuatro hermanos: “Pero ellos ya tienen su vida hecha”. Francisco Baldomero guarda como oro en paño un carro verde del Leroy Merlín. Desde hace tres años, se gana la vida como los chatarreros de la vieja usanza. Recorre todos los contenedores de su barrio, a las afueras de Leganés, a diario. Solo, caminando 10 u 11 kilómetros al día, empujando un armatoste con cuatro ruedines que cuida con mimo. La libertad en Madrid también es sobrevivir rebuscando en la basura los desechos del hierro. Baldomero es un tipo raudo, de 35 años, aunque los cumple como los perros. A las siete de la mañana, con cinco grados y un frío que pela, sale del portal de casa de su primo, donde se cobija en una pequeña habitación desde 2018. No paga nada. La familia siempre llega donde la Administración se pierde. Al cruzar la calle, sonriente, se frota las manos y suelta:
―Yo antes pesaba 120 kilos.
Ahora, su cuerpo musculoso, tallado de levantar lavadoras, microondas, hierros pesados y televisores tirados, solo alcanza los 80 kilos. Los desechos de los vecinos cementan también un buen gimnasio. Antes de adentrarse en el primer contenedor, se enfunda una cazadora de lana de cuadros, se ajusta su cómodo chándal gris, unos guantes negros y unas deportivas. Con cierta timidez, confiesa que tampoco había mucha ropa en el armario de dónde escoger. “Tengo vaqueros, ¿eh?”, aclara. Levanta el primer contenedor, sin éxito. No hay nada. La chatarrería es una cuestión de fe. Y de suerte.
―Yo no desayuno. Me levanto rápido y pim pam.
―Estos días hay muchos árboles de Navidad en los contenedores…
―A mí no me gusta la Navidad.
Baldomero, recién afeitado, en otra vida fue pintor y repartidor de publicidad. Eran otros tiempos. Por no tener, ahora mismo no tiene ni DNI. “Vale pasta renovarlo”. Para la Administración es un número invisible, uno más en la vorágine de esta crisis interminable. Una hormiga dentro de un inmenso hormiguero. Miles de ciudadanos madrileños han visto cómo sus pocas horas de trabajo al día, aquellas que pasaban limpiando hogares, acompañando a abuelos o compaginando chapuzas de albañilería, han sido fulminadas de cuajo en estos últimos dos años. El virus ha entrado de lleno en la escala de la economía sumergida, donde difícilmente se sobrevive con pagas diarias.
Para muchos, superar el día a día se ha traducido en acudir a la parroquia a recoger alimentos o colocarse sigilosos en las denominadas colas del hambre: asociaciones de barrio lideradas por vecinos donde la Administración tampoco llega. La inmensa mayoría se ha cansado de llamar a las instituciones para pedir, pero las cifras oficiales no recogen las solicitudes que no llegan a presentarse.
En diciembre, el Banco de Alimentos de Madrid todavía seguía atendiendo a 190.000 personas diarias. El equivalente a la población entera de Burgos. O de San Sebastián, Logroño, Badajoz, Huelva, Lleida o Tarragona. “Seguimos igual que al inicio de la pandemia”, cuenta en Madrid Elena Doria, portavoz de Banco de Alimentos. El perfil es el mismo que antes, aunque ahora detectan a muchísimos españoles de clase media, que se vieron inmersos en un ERTE y más tarde perdieron el trabajo. También ayudan a ciudadanos que tenían ahorros, pero que, de tanto tirar y tirar, los han fulminado de cuajo. “No hablamos de indigentes o de inmigrantes, que siempre han pedido alimentos, estamos hablando de un grupo de personas que previamente tenía un trabajo y ahora no”.
Baldomero está más abajo aún. Dice que no ha acudido ni acudirá nunca a una cola del hambre. Hay escalas sociales donde adentrarse en burocracias de papeles es perderse en laberintos infinitos. Hay folios que pesan más que robar un pan con un paquete de chorizo plastificado en el Día. Durante uno de los paseos matutinos en busca de chatarra, anuncia que a él verdaderamente le conocen como El Chico, un mote que le puso su madre, que murió cuando él solo tenía seis años. Tiempo después, también se marchó su padre. Él y sus hermanos quedaron al amparo de la Administración. Fueron llevados a un colegio de monjas donde, meses después, los separaron. Algunos se criaron con otros padres. Tiene una hermana que vive en Tenerife a la que no ve desde hace años y años. “Con las monjas practiqué mucho deporte. Sobre todo kárate y boxeo, pero las monjas son malas”.
—¿Cree en Dios?
―A veces sí, a veces no.
―¿Y cuándo sí?
―Cuando tengo un problema.
―¿Y?
―Que tampoco sirve de na.
Entró en la chatarrería como última opción, tras semanas deambulando. Se lo dijo un viejo amigo. El negocio de los desechos del hierro mueve en España cerca de 10.000 millones de euros, casi el 1% del producto interior bruto del Estado. O dicho de otra manera: todo el presupuesto que ha destinado Pedro Sánchez en 2021 para las nuevas infraestructuras ferroviarias: líneas de AVE, cercanías y mejoras en los ferrocarriles de media y larga distancia.
El universo de la chatarra es como una ciudad pequeña. Cerca de 33.000 personas trabajan en este sector, según datos de la Federación Española de la Recuperación y el Reciclaje. Es un núcleo mayoritariamente masculino, aunque en los últimos años las mujeres han logrado hacerse un hueco.
Baldomero dice que él sobrevive con cinco euros al día, más o menos. “Una lata de lentejas y una barra de pan y listo”. Cuando pasa por los colegios con su carro verde, o camina entre una multitud, se sube la braga negra del cuello. Se avergüenza. Trata de disfrazarse rápido de un hombre invisible. “He tenido muchos problemas con el alcohol. Yo no puedo juntarme con mis hermanos en Navidad porque hay alcohol y no debo”. Dice que si bebe más de una cerveza dice que lo mismo aparece en el calabozo o en el médico como por arte de magia. Ni se acuerda de lo que habrá hecho entre medias. Pero el verdadero mago es su primo, con quien vive y al que le debe el cobijo. “Es como mi hermano”. La amnesia del alcohol lo aturde. Asegura que lleva seis meses sin probar ni un trago.
Cuando presume, Baldomero cuenta que tuvo una novia y que ahora mismo algunas mujeres del barrio le echan la mirada por su físico, pero que ya no quiere pareja y mucho menos hijos:
—Los hijos hay que pagarlos. Yo no los quiero.
En otros tiempos, también guardó ahorros. “8.000 euros tuve”. Y se acabaron. El Chico usa cada cinco minutos una muletilla: “ya ves”, un comodín que le sirve para no hablar mucho. Dice que ha tenido algunos líos judiciales. El juez le avisó: “Como bebas, no sales”. De momento, cumple. Al pasar por unas urbanizaciones de chalets mira las casas con cierto resquemor.
―Los ricos son unos cabrones.
―¿Y eso?
―Yo, sí tuviera dinero, daría. La gente que menos tiene es la que te da.
Hace cuatro años que no va a la Puerta Sol. “Ya ves”. Tiene ansiedad. El psiquiatra le dijo que es porque se tira mucho tiempo solo, dando vueltas a la cabeza. Durante un café y tras una mañana donde nada más ha encontrado una cazuela azul por la que le darán un par de euros, confiesa que una vez vio a Belén Esteban y a su marido Miguel. “Me tomé una caña con el Migue. Es buena gente”.
―Esteban ha sacado un gazpacho y un salmorejo.
―El gazpacho está bueno; cuando bebes cerveza, no te huele el aliento.
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