El barrio

Si algo es Madrid de verdad (que a saber) en esta época de barberías ultramodernas y pisos para turistas son los barrios bastardos sin identidad

Un grupo de hombres jugaba a las cartas en la plaza de Quintana, en abril de 2021.DAVID EXPOSITO

Me senté en la terraza del Docamar de Quintana y pensé en Zemmour, el candidato ultraderechista a la presidencia de la República de Francia. Vino el camarero, me preguntó que qué quería, le contesté que una de bravas, claro, y recordé lo que Zemmour asegura en sus entrevistas de campaña: que cuando era niño, en los años cincuenta y sesenta, en la periferia de París, los barrios de emigrantes –como el suyo– eran distintos. Habitado por italianos, españoles...

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Me senté en la terraza del Docamar de Quintana y pensé en Zemmour, el candidato ultraderechista a la presidencia de la República de Francia. Vino el camarero, me preguntó que qué quería, le contesté que una de bravas, claro, y recordé lo que Zemmour asegura en sus entrevistas de campaña: que cuando era niño, en los años cincuenta y sesenta, en la periferia de París, los barrios de emigrantes –como el suyo– eran distintos. Habitado por italianos, españoles, argelinos y portugueses, el barrio humilde recordado por Zemmour constituía una especie de paraíso integrador y francés que, además, brindaba las oportunidades necesarias para que tipos como él escaparan de allí a base de sobresalientes en Sciences Po. Ahora, según Zemmour, es distinto: esos mismos barrios, todos islamizados, representan un peligro disgregador que amenaza la idea de Francia, que a saber qué es eso.

Pensaba yo en Zemmour y sus cosas mientras el camarero me traía las bravas bañadas en esa salsa de tomate cuya fórmula debe de valer tanto como la de la Coca-Cola. Hacía mucho que no pasaba por Quintana. Recordé algunas tardes de domingo de los setenta en las que, de niño, mis padres nos traían a mis hermanos y a mí desde San Blas dando un paseo. Había por entonces una tienda de zapatos llamada Los Guerrilleros que era muy barata y otra de pantalones vaqueros, Los Catalanes, que te ofrecía dos pantalones por uno. Yo le pedía a mi madre unos Wrangler o unos Lois, pero mi madre, cabezota, era más partidaria de Los Catalanes.

Ya no están Los Catalanes. Ni Los Guerrilleros. A lo mejor lo único que perdura en el barrio después de tantos años es la famosa salsa de tomate del Docamar. Pero algunas tiendas de ropa regentadas por chinos de la zona se parecen mucho a la que vendía birrias de vaqueros dos por uno y que yo detestaba. El local de pollos asados del peruano de enfrente tiene el mismo aire entre rural y desamparado de los bares de emigrantes segovianos o abulenses de años atrás. Y el principio económico del tira p’alante de la canción de Carlos Cano sigue siendo el mismo que empuja a los habitantes de estas calles, antes llegados de Andalucía o de Castilla (como mis padres) y ahora de Ecuador o Rumanía. Mientras me termino las patatas bravas pienso ahora en Lampedusa (me ha dado intensa la mañana) y en que si algo es Madrid de verdad (que a saber) en esta época de barberías ultramodernas y pisos para turistas en Malasaña son estos barrios bastardos sin identidad que se metamorfosean cada década, pero que en el fondo no cambian nunca. Pasan por delante de mí dos niños de 12 o 13 años, de pelo liso y oscurísimo, de rasgos indios, cargados con mochilas. Vienen o van al instituto. Llevan los faldones de la camisa por fuera. Se ríen de algo. Los conozco. Somos mi amigo Alberto y yo.

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