Caballero Bonald, en el laberinto madrileño
El poeta llegó a la estación de Atocha en 1951 y, tras vivir en varias zonas de la ciudad, se afincó en la Dehesa de la Villa
Hoy hubiera cumplido 95 años. Se consideró un disidente y escribió un Manual de infractores, trató de desacreditar al héroe, practicó un continuo “desaprendizaje”, confesó que “su propia profecía era su memoria”, porque “es triste y es también preciso / comprender que eso es vivir: ir olvidando”.
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Hoy hubiera cumplido 95 años. Se consideró un disidente y escribió un Manual de infractores, trató de desacreditar al héroe, practicó un continuo “desaprendizaje”, confesó que “su propia profecía era su memoria”, porque “es triste y es también preciso / comprender que eso es vivir: ir olvidando”.
Y sin embargo, gran parte de sus recuerdos ocupan un grueso libro titulado La novela de la memoria; por no hablar de los que sujetan con elegantes metáforas los cimientos de su poética. José Manuel Caballero Bonald quiso siempre mirar hacia el futuro y por ello le puso ese título al volumen que recogía su poesía completa entre 1952 y 2005: Somos el tiempo que nos queda. Transgredió su propia afirmación en cada uno de sus versos, en cada anécdota relatada en sus memorias. Se erigen en ellas lugares casi convertidos en leyenda, como el Jerez de su infancia, la mítica Argónida ―así bautizó a Doñana, su paraíso particular― o Madrid: la última ciudad que miraron sus ojos.
Conoció Madrid en septiembre de 1951, a los 24 años. Su hermano Rafael, que residía allí, lo recogió en Atocha, la estación que el poeta recuerda como un “escenario desapacible”. Escribe en sus memorias: “Mi inicial relación con Madrid se disgregó en una psicológica amalgama de extrañeza y desconcierto. Allí no había nadie, solo la multitud. Aquellos laberintos urbanos me resultaban correlativamente ajenos e inabarcables”. Comenzó a trabajar, por mediación del poeta Leopoldo Panero, en la Bienal Hispanoamericana de Arte, cuyas oficinas se hallaban en los bajos de la Biblioteca Nacional, sede también, por entonces, del Museo de Arte Contemporáneo.
Aunque aquel trabajo ―excesivamente burocrático― no le satisfizo, consiguió vencer el inicial pesimismo internándose en el circuito social y artístico de la capital: “No logro situarme sino muy defectuosamente en aquellas idas y venidas por un Madrid laberíntico, cuya información urbana aún me parecía incompartible y donde yo, casi sin saberlo, ingresaba en otro incierto marco de proyectos vitales”. Con los escritores Carlos Edmundo de Ory e Ignacio Aldecoa visitaba los bares y tabernas del centro.
Ory le descubrió el Café Gijón, donde los llamados “poetas arraigados” ―José García Nieto, Rafael Montesinos, Juan Jesús Garcés― celebraban sus tertulias. A pesar de que no intimó con los arraigados, el Gijón se convirtió en uno de sus lugares preferidos para reunirse con amigos, entre los cuales había escritores y, sobre todo, artistas plásticos. Sus primeras residencias fueron muy modestas: una oscura habitación en la calle de San Lorenzo, otra más agradable en la calle de Rodríguez San Pedro, esquina con Hilarión Eslava, ubicada en un piso de la misma Casa de las Flores donde años antes viviera Pablo Neruda. De ella tuvo que marcharse precipitadamente por desavenencias con la casera y mudarse a otra en el mismo barrio de Argüelles, en la calle del Tutor.
Un impulso importante de su carrera literaria se produjo en 1952, cuando publicó su primer poemario, Las adivinaciones, por el que había obtenido un accésit del Premio Adonáis de Poesía en 1951. José Luis Cano, director de la colección, le recomendó que repartiera ejemplares de su libro entre los principales críticos y poetas ―Gerardo Diego, Cela, Ory...―. Recuerda Caballero Bonald que entonces aquella hazaña no era tan compleja como pudiera serlo ahora, cuando el número de poetas ha crecido de forma exponencial.
Ese mismo año cerró la Bienal y se quedó sin oficio y sin dinero para pagar la pensión. Rechazó la idea de pedir ayuda a su familia, que residía en Jerez, y lo acogió un amigo, el pintor Francisco Moreno Galván, en su estudio de Cuatro Caminos. Aquellos tiempos fueron duros; llegó a pasar hambre y a sentirse identificado con Max Estrella, el decadente y malogrado personaje de Valle-Inclán. Pero, lejos de desilusionarse, comenzó a asistir como oyente a las clases de Filología Románica en la Universidad de Madrid. Allí conoció a Cristina, una joven con la que mantuvo un incipiente y fallido romance, del cual recuerda especialmente una visita a la Dehesa de la Villa en la que ambos cayeron por accidente a una zanja. Relata en sus memorias que llegaron allí en “un tranvía estrepitoso que cubría el trayecto entre la glorieta de Quevedo y el suburbio de Peñagrande”. Por entonces, en la Dehesa había vastos y solitarios pinares donde aún podían distinguirse las trincheras de la defensa de Madrid.
La Dehesa fue fundamental en su biografía porque, en 1963, después de pasar unos años en Colombia trabajando como profesor universitario, regresó a Madrid y compró un piso junto a su esposa, Pepa Ramis, en las proximidades del parque, en la calle de María Auxiliadora. En el mismo edificio residieron Fernando Quiñones y Francisco Brines, entre otros. En aquella casa, de la que ya nunca se mudaría, se celebraron reuniones clandestinas del Partido Comunista gracias a que él cedió el espacio por solidaridad, a pesar de no estar afiliado al partido. La situación era peliaguda, porque el edificio se ubicaba frente a un cuartel de la Policía, pero nunca se acobardó. Su activismo antifranquista lo condujo a pasar un mes en la cárcel de Carabanchel a mediados de los sesenta, tras presidir una asamblea por la amnistía de los presos políticos en la Facultad de Derecho.
Eso no le impidió seguir luchando por la justicia, incluso después de la muerte de Franco. En una entrevista de 2015 para EL PAÍS, declaró que “la Transición fue un apaño, una compostura de urgencia: la derecha cedió algo para no perder nada y la izquierda aceptó algo para no perderlo todo, lo que se llama una soldadura de ocasión”.
Los largos paseos por los pinares de la Dehesa se dilataron hasta la vejez. En los últimos años, repartía su tiempo entre Madrid y Sanlúcar de Barrameda. La Dehesa fue un refugio inspirador en aquel laberinto madrileño que aprendió a amar: “Descanso / eventual, sombra en acoso, / la vida pasa, irrumpe / sin el lastre del tiempo en la dehesa / de la villa, va soltándole hilo / a la cometa. Sólo / se quedan los que nunca vuelven”.
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