Terror en María de Molina

Quienes se atrevan a salir del coche para intentar comprobar qué vida les espera al otro lado del túnel son los que obligarán a cambiar Madrid

Un cartel enseña la dirección hacia la salida de emergencia en los túneles de María de Molina.Raquel Peláez

El pasado miércoles llegué tardísimo al trabajo porque me quedé atrapada en un atasco en el interior de un taxi en los túneles de María de Molina, unos pasadizos diseñados para salir rápidamente desde el centro hacia la periferia citadina que son no-lugares en la extensión más precisa de ese término, pues nadie los pasea ni contempla como espacios físicos. Son lugares que no existen hasta que dejan de cumplir su función, momento en el que se convierte en parajes siniestros, incluso aterradores. El desamparo que se siente en un embotellamiento bajo tierra es uno muy particular, sobre todo, si c...

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El pasado miércoles llegué tardísimo al trabajo porque me quedé atrapada en un atasco en el interior de un taxi en los túneles de María de Molina, unos pasadizos diseñados para salir rápidamente desde el centro hacia la periferia citadina que son no-lugares en la extensión más precisa de ese término, pues nadie los pasea ni contempla como espacios físicos. Son lugares que no existen hasta que dejan de cumplir su función, momento en el que se convierte en parajes siniestros, incluso aterradores. El desamparo que se siente en un embotellamiento bajo tierra es uno muy particular, sobre todo, si como fue el caso, el coche se queda detenido en una zona donde se pierde la cobertura telefónica y las emisoras de radio se sintonizan con dificultad.

En ese momento, a los que ocupamos el vehículo inmóvil no nos queda más remedio que mirar a nuestro entorno y hacernos plenamente conscientes de dónde estamos: en una galería subterránea ventilada de forma artificial y con salidas de emergencia cuyo paradero se desconoce, por muy señalizadas que estén. Las imaginaciones más calenturientas empezamos a pensar que si por ejemplo se incendiase el vehículo de enfrente o estallase el motor del de atrás la galería se llenaría sin remedio de humo y entonces sí que sería difícil salir. En ese momento, sin smartphone para evadir la mente y sin radio para imbuirse en otro discurso, hay quien de pronto comprueba que las distancias que se deben atravesar para salir de esos no-lugares son mucho mayores de lo que a simple vista calcularía cualquier mortal al recorrerlas a la velocidad reglamentaria sobre cuatro ruedas.

Ese tipo de ridícula epifanía es parecida a la que experimentamos durante aquellos meses de confinamiento en los que por primera vez en nuestra cómoda existencia tuvimos que renunciar a la libertad. Los habitantes del mundo desarrollado — que habíamos dado por sentado que siempre podríamos comprar tabaco en un 24 horas para aliviar la ansiedad al salir del trabajo a horas ridículamente intempestivas, o que en las urgencias de los hospitales siempre habría sitio para que alguien nos pinchase un calmante en la espalda en caso de que nuestra ciática empezase a quejarse por la cantidad de horas que pasábamos sentados trabajando ante el ordenador — tuvimos que mirar por la ventanilla.

Lo que vimos al otro lado del cristal nos pareció aterrador: éramos seres indefensos a merced de unos mecanismos completamente fuera de escala humana que encima funcionaban como un dominó. Ahora que aquellos días parecen tan lejanos hay quien quiere volver a subir al coche para poder seguir circulando sin mirar a los lados. No es ninguna metáfora.

Los atascos de Madrid estos días tienen que ver con la mala gestión municipal, pero también con la resistencia del español de a pie a renunciar a un sonido (el del motor) y un olor (el del humo de la gasolina) que les suena y les huele a normalidad. El coche es para muchos un animal de compañía, un amigo fiel, una casa en movimiento. Quienes se atrevan a salir de él para intentar comprobar qué vida les espera al otro lado del túnel son los que obligarán a cambiar Madrid primero y el mundo después.

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