España, provincia imperial

A cualquiera le gusta ir a Nueva York a triunfar y luego contarlo exagerado a las amistades

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en Washington, la semana pasada.Craig Hudson. POOL (Europa Press)

Yo también quise crecer en un suburbio residencial, regentar un puesto de limonada a 50 centavos, ir al instituto en bici, tener una taquilla llena de fotos de mis ídolos, invitar a la jefa de las cheerleaders al baile de fin de curso, luego vivir una juventud alocada en un piso compartido en Brooklyn. Gracias a las películas, a las series, a las canciones, a algunas novelas, crecí pensando que España era un copia tristona y gris de la realidad real, que estaba en Estados Unidos, engañado como esos pobres prisioneros que vivían encadenados dentro de la caverna de Platón.

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Yo también quise crecer en un suburbio residencial, regentar un puesto de limonada a 50 centavos, ir al instituto en bici, tener una taquilla llena de fotos de mis ídolos, invitar a la jefa de las cheerleaders al baile de fin de curso, luego vivir una juventud alocada en un piso compartido en Brooklyn. Gracias a las películas, a las series, a las canciones, a algunas novelas, crecí pensando que España era un copia tristona y gris de la realidad real, que estaba en Estados Unidos, engañado como esos pobres prisioneros que vivían encadenados dentro de la caverna de Platón.

Aquí discutimos si somos españoles, o europeos, o catalanes, o vascos, o asturianos, pero es todo más fácil: somos estadounidenses. El soft power cultural del imperio ha ido sedimentando a través de los años esa nacionalidad dentro de nuestras cabezas, aunque no tengamos derecho a pasaporte. Uno se da cuenta cuando viaja a Nueva York y todo le resulta extrañamente familiar, como si en vez de irse de viaje hubiera regresado a casa.

A Isabel Díaz Ayuso, que es de mi quinta, le pasa lo mismo. A Nueva York se va a fardar, a contar que se va a hacer las Américas, aunque las Américas ya están muy hechas: los actos a los que asistió la presidenta madrileña no eran para tanto, casi irrelevantes dentro del contexto estadounidense. ¡Pero quedan genial en el informativo! Me recuerda a un ensayo de Antonio Muñoz Molina (Todo lo que era sólido, Seix Barral), donde relata cómo tantos ayuntamientos o comunidades autónomas despilfarraban el dinero público en fastuosos actos neoyorquinos que a nadie en Nueva York interesaban. Pero en España, como buena provincia imperial, todo eso se vende magnificado: hay que venir triunfado de fuera.

Anteriormente Ayuso había confesado su ambición de convertir Madrid en un nuevo Broadway, como tantos lo han querido convertir en un nuevo SoHo, o en un nuevo Silicon Valley, o en un nuevo lo que sea, en vez de un nuevo a mejor Madrid que es de lo que, digo yo, debería tratar la política madrileña
Sergio C. Fanjul

Así que Ayuso se pasea exultante por las calles neoyorquinas, con aires de protagonista de Sexo en Nueva York, de cosmopolita alérgica a esa cosa tan de pueblo que es el indigenismo. Solo se le ha olvidado el vaso de cartón del Starbucks (Miguel Ángel Rodríguez no ha estado fino ahí). Anteriormente había confesado su ambición de convertir Madrid en un nuevo Broadway, como tantos lo han querido convertir en un nuevo SoHo, o en un nuevo Silicon Valley, o en un nuevo lo que sea, en vez de un nuevo a mejor Madrid que es de lo que, digo yo, debería tratar la política madrileña.

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Al final Ayuso y sus susurrantes dan en el clavo porque, a pesar de sus evidentes carencias para el cargo, representa las pequeñas ambiciones de los cualquiera: tomar unas cañitas, ver un musical, ir a El Corte Inglés, viajar a Nueva York y contarlo exagerado a las amistades. Que Dios no apriete demasiado y que, virgencita, virgencita, me quede como estoy. Pero el futuro ya es China: ¿querrán nuestros nietos vivir en un barrio cool de Pekín cuya existencia aún desconocemos?

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