Madrid asfixia la atención a las personas trans y provoca esperas para cambios de sexo de más de seis años

El departamento que centraliza las cirugías reduce el personal y las horas de atención, pese a que la demanda de nuevos solicitantes se ha multiplicado por seis desde 2017

Una mujer en la puerta de la Unidad de Identidad de Género, situada en un sótano del hospital Ramón y Cajal.

Cientos de madrileños que buscan una cirugía de confirmación de género en la sanidad pública se encuentran con un tapón causado por la Comunidad de Madrid que está ahogando al departamento que centraliza la atención, a pesar de un fuerte aumento de la demanda. El doctor Antonio Becerra, fundador en 2007 de la Unidad de Identidad de Género (UIG), encargada de las derivaciones a quirófano, denuncia que tras su jubilación al finalizar 2019, el personal ha dejado de dedicarse exclusivamente a la atención a las personas trans para atender otras enfermedades endocrinas como la diabetes o trastornos ...

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Cientos de madrileños que buscan una cirugía de confirmación de género en la sanidad pública se encuentran con un tapón causado por la Comunidad de Madrid que está ahogando al departamento que centraliza la atención, a pesar de un fuerte aumento de la demanda. El doctor Antonio Becerra, fundador en 2007 de la Unidad de Identidad de Género (UIG), encargada de las derivaciones a quirófano, denuncia que tras su jubilación al finalizar 2019, el personal ha dejado de dedicarse exclusivamente a la atención a las personas trans para atender otras enfermedades endocrinas como la diabetes o trastornos de la conducta alimentaria. Esta reducción del servicio, que está provocando sufrimiento y una oleada de quejas, se ha producido a pesar de que la demanda se ha multiplicado por seis: de 100 nuevos solicitantes al año en 2017 a 600 en 2019, según Becerra.

“Lo han reducido a una consultilla porque no creen en este tema”, protesta en conversación con este periódico el médico, que ahora pasa consulta privada y es coordinador del grupo de trabajo sobre identidad en la Sociedad Española de Endocrinología.

La UIG es un pequeño departamento con una endocrina, dos psicólogos, una gestora de pacientes y una auxiliar de enfermería. El equipo contaba con dos endocrinos antes de la jubilación de Becerra. Su sede se encuentra en un sótano del Hospital Ramón y Cajal de Madrid, una mole de 17 plantas en el norte de Madrid. Ellos controlan una lista de espera que no es pública y que contiene las derivaciones al quirófano donde se hacen las cirugías, en el cercano Hospital de La Paz. La cola para una primera consulta es de casi un año; para cirugías supera en algunos casos los seis años, según denuncian los pacientes. Una portavoz del Hospital Ramón y Cajal responde a este periódico que la lista de espera actual es de nueve a 12 meses, debido al impacto de la pandemia de coronavirus, pero este dato es desmentido por Becerra y una fuente médica cercana a la UIG que pide anonimato para evitar represalias. También lo refrendan asociaciones y pacientes que llevan años en el limbo.

La reorganización ha supuesto que el nuevo hombre fuerte en la UIG es el jefe del servicio de endocrinología del hospital, Héctor Escobar Morreale, descrito por varias fuentes que han trabajado con él como un hombre muy conservador, expedientado por acoso laboral a una subordinada. La portavoz del hospital rechazó la posibilidad de entrevistar a Escobar Morreale.

La debilitación del servicio se produjo cuatro meses después de la llegada al poder madrileño de Isabel Díaz Ayuso, cuyo Gobierno es dependiente de Vox, un partido abiertamente hostil contra los avances en derechos de la comunidad trans. Ayuso anunció este jueves que va a modificar las leyes de género y protección contra la LGTBIfobia, cediendo parcialmente a la presión de Vox, que ha pedido derogarlas.

Los diferentes Gobiernos del PP han sacado pecho de este servicio como una manera de demostrar su sensibilidad LGTBI

Quienes tienen los hasta 16.000 euros que puede costar una cirugía genital y de pecho en la sanidad privada acaban marchándose para librarse del atasco en la UIG. Pero los grandes perdedores son pacientes como Haidar Ali Moracho, un chico trans de 23 años en paro y con escasos recursos económicos. Lleva dos años y tres meses de espera en la UIG para una cirugía de masculinización de pecho. Su experiencia ha sido un tormento debido a que es citado para consultas de seguimiento en las que siente que no se producen avances. El colmo de su descontento se produjo al recibir el pasado junio un volante para una cita en el que la UIG era llamada “unidad de trastorno de género”, un nombre ofensivo que debería haber sido borrado por completo tras la aprobación en 2016 de la ley de género. La endocrina de la UIG Laura Montanez se disculpó y le dijo que otros servicios del hospital aún no han actualizado la terminología.

“Da la sensación de que no tienen interés, ni vocación, ni formación”, lamenta Moracho.

Haidar Moracho, paciente de la UIG (Unidad de identidad de género), en el parque del Retiro.David Expósito

Moracho y otros cuatro jóvenes pacientes presentaron en agosto una queja ante el Defensor del Pueblo y la Consejería de Sanidad por el anormal funcionamiento de la UIG. Otras asociaciones que atienden a personas trans confirman el fuerte malestar con la UIG. Cogam ha recibido a lo largo de los años más de 50 quejas y Médicos del Mundo, más de 30.

El Gobierno de Esperanza Aguirre causó sorpresa en 2007 cuando anunció la creación de la UIG. Aquellos eran años de rápido cambio social y el PP comenzó su tímido proceso de apertura. Un año antes el alcalde madrileño Alberto-Ruiz Gallardón, había oficiado su primera boda gay. Recientemente, Ayuso ha puesto a la UIG como ejemplo de que Madrid es una región abierta. Ha presumido en varias ocasiones de que personas trans de otras comunidades venían a Madrid a operarse y ha afirmado que ese servicio era pionero en España, lo que no es cierto. La realidad es que Andalucía (1999) o Cataluña (2006) fueron más rápidas. Eso no ha impedido a los diferentes Gobiernos del PP utilizar este servicio como un medio de propaganda para tratar de demostrar su sensibilidad LGTBI.

Este jueves, Ayuso volvió a sacar pecho por la UIG a la vez que cuestionaba la sinceridad del apoyo de la izquierda al colectivo LGTBI. “[Somos] una comunidad que ha acogido durante más de 15 años a personas de todos los rincones de España, a transexuales, que han venido a ser operados de cambio de sexo”, resaltó en el pleno de la Asamblea. Desde su origen, en 2007, la UIG ha derivado al quirófano a más de 400 personas, según la portavoz del hospital, que no detalla la procedencia de los pacientes.

Los sucesivos premios de asociaciones LGTBI como Transexualia, controlada por miembros del PP, contribuyeron a generar buena prensa y a dar una idea entre parte del colectivo LGTBI de que las cosas iban bien. Pero según el hombre que dirigió la UIG desde su origen, el servicio ha estado infradotado durante años y la administración autonómica no le facilitó el trabajo. “Me costó mucho reclamar personal desde el inicio”, dice Becerra. Un problema que vio pronto es que había un cupo de cirugías para estos pacientes que nunca era ampliado. “No puedes tener a una persona esperando para una operación ocho años”, dice él, lamentando el sufrimiento que produce esta demora en una población vulnerable con una tasa de suicidio que es el doble del resto de la población.

Antonio Becerra, antiguo jefe de la UIG (Unidad de Identidad de Género) fotografiado en su despacho de una de sus clínicas, en el barrio del Pilar de Madrid, el Centro Betanzos 60. David Expósito

Parte del malestar ha trascendido a la prensa en los últimos años. En 2015, La escritora trans Elizabeth Duval reveló en El intermedio que la gestora de pacientes, María Jesús Lucio, le habló de modo insensible: “Si luego llegas a arrepentirte, en un futuro, lo único que te queda es tirarte por un puente”. En 2020 relató esta experiencia en su libro Reina.

Pero las quejas han sido en parte contenidas por Transexualia, que no las ha dado a conocer al público a pesar de tener conocimiento de ellas. Una portavoz responde por teléfono que prefiere no participar en el reportaje.

Las listas de espera fueron un asunto relativamente manejable hasta 2018, pero ese año, cuando se multiplicó por cuatro la demanda, todo se puso cuesta arriba. Becerra atribuye a una “moda” este aumento, que también se ha dado en otros países occidentales. “Son sobre todo mujeres en torno a los 16 años que quieren ser hombre”, dice este endocrino. La visión de Becerra entra en conflicto con la de otros endocrinos que piden que se respete el derecho a la autodeterminación de género. Critican que se llame moda o capricho a la transexualidad y hablan de una liberación de personas que habían estado reprimidas y ahora reclaman sus derechos.

“No sé si puedo aguantar”

Las largas colas en la UIG no se han debido solo a la falta de recursos. Desde 2007, Becerra impuso a los nuevos pacientes un período obligatorio de seguimiento de dos años como condición necesaria para entrar en la lista de espera quirúrgica. Se supone que el fin es evitar arrepentimientos (un fenómeno inferior al 0,5% de operados, según un estudio en Holanda), pero es una etapa desesperante para quien tiene bien clara su decisión o para quien sufre dentro de un cuerpo que no se corresponde con su identidad. Además, el período de dos años se impone incluso a quienes inician tratamiento hormonal en otro centro público, lo que supone que se penalice la atención por proximidad. La ley no impone ninguna espera y la recomendación de expertos internacionales es que esa etapa sea de 12 meses.

La gestora de pacientes, Lucio, ha guardado con celo esta directriz incluso en casos extremos como el de Lena Blanco, una chica trans de 24 años. “No hay atajos posibles”, le dijo Lucio en enero del año pasado a la joven. Las dos hablaron sobre las ideas suicidas de la chica, según se oye en una grabación de la consulta.

“Yo es que no sé si puedo aguantar dos años”, le dice la joven conteniendo sollozos.

“Sí vas a aguantar, y además no me digas eso porque entonces yo creo que no estás estable y aunque pasaran dos años no te podría derivar”, le contestó la gestora de pacientes.

No sirvió de nada que la chica le mostrara dos semanas después un informe de un psiquiatra del hospital que recomendaba adelantar la operación debido al sufrimiento que estaba padeciendo.

“Tenemos órdenes expresas de la consejería (de Sanidad)”, zanjó la empleada de la UIG con voz hastiada. Habían pasado siete meses desde que Blanco se registró en la UIG para comenzar su tratamiento hormonal. Esa misma noche tuvo un intento de suicidio. Sus muñecas conservan la huella.

“En la UIG se ríen en tu cara. No les importamos”, protesta la joven en conversación con este periódico. Como otros pacientes frustrados por las esperas, ha desistido de seguir en la cola de la sanidad pública.

Lena Blanco, paciente de la UIG (Unidad de Identidad de Género), fotografiada en el parque del Oeste de Madrid. David Expósito

Blanco ya ha hablado con cirujanos privados que le han dado presupuesto y le han garantizado que podría ser operada. Pero ahora está en paro y ahogada por deudas. Ha trabajado como editora de vídeo pero no encuentra empleo y sobrevive gracias a la ayuda pública para la pobreza y los aportes de otros amigos trans. Este mes una amiga le ha dado 100 euros para completar el alquiler de su habitación en un piso compartido de Carabanchel.

Lucio, foco de gran malestar, “toma decisiones como le da la gana y la administración mira para otra parte”, según su antiguo jefe, Becerra. Este endocrino impartirá a partir de finales de mes un curso de Experto en Medicina Transgénero para formar y sensibilizar a sanitarios.

“Estamos igual o peor que cuando empezamos en los ochenta″

El atasco pone en peligro la salud de muchos pacientes. Susana Linares, una mujer trans de 67 años, fue atendida en urgencias en agosto por la rotura de sus prótesis mamarias, que tienen ya más de tres décadas de antigüedad. Debe reponerlas debido al riesgo que corre, pero en la UIG le han dado cita para una consulta regular con la endocrina Montanez el 28 de junio de 2022. Se ha ido corriendo a la privada. Por suerte tiene los casi 6.000 euros que cuesta la cirugía gracias a que regenta una academia de informática.

Su vida ha sido próspera y feliz desde que hizo historia en 1987. Entonces, el Supremo la autorizó a inscribir su nuevo nombre en el Registro Civil y, en 1992, otra sentencia de un tribunal inferior condenó a la Seguridad Social a financiar sus cirugías, que le costaron algo más de un millón de pesetas (6.010 euros).

Ahora este golpe le ha devuelto el mal recuerdo de aquella batalla. “Estamos igual o peor que cuando empezamos en los ochenta, desatendidos por la Seguridad Social. Se habla mucho de ley trans pero todo es un tongo milongo”.

Susana Linares (67 años), paciente de la Unidad de Identidad de Género, fotografiada en un parque del barrio del Pilar de Madrid.David Expósito

¿Tienes más información? Escribe al reportero de la sección de Madrid Fernando Peinado fpeinado@elpais.es

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