La balada de Villalpando
El imaginario de los países también se construye en las áreas de servicio
El viernes al atardecer, el coche de línea que me sacó de Madrid para devolverme durante un rato al lugar donde nací paró en Villalpando. La estación de autobuses no estaba tan llena como un domingo después de un puente prepandémico, pero tampoco tan vacía como en abril de 2020. Sentí alivio.
En la cafetería alguien pidió un bocadillo de lomo empanado con un agua del tiempo. En la cola de la tienda de golosinas y regalos, una chica curioseaba el puesto d...
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El viernes al atardecer, el coche de línea que me sacó de Madrid para devolverme durante un rato al lugar donde nací paró en Villalpando. La estación de autobuses no estaba tan llena como un domingo después de un puente prepandémico, pero tampoco tan vacía como en abril de 2020. Sentí alivio.
En la cafetería alguien pidió un bocadillo de lomo empanado con un agua del tiempo. En la cola de la tienda de golosinas y regalos, una chica curioseaba el puesto de bisutería goldfilled, mientras una señora pagaba en la caja un ejemplar de Lecturas y una caja de mantecadas de Astorga. Había cola para entrar en el baño, donde una madre con turbante le atusaba un precioso pelo afro a su hijita de más o menos cinco años bajo el secador de manos.
Más allá del último andén, sentada en un banco solitario iluminado por una también solitaria farola estaba yo, sola. Estoy segura de que vista desde fuera debía de parecer una mezcla de póster de Lalaland y cuadro de Hopper con un corte final pensado a medias entre Bigas Luna y Miguel Delibes. A mis espaldas no crecían ni la llanura titilante de Los Ángeles vista desde Mullholand Drive, ni los impersonales rascacielos de Nueva York elevándose en torno al ventanal escaparatado del diner de Tom, sino la anchura silenciosa de Tierra de Campos, que en ese momento, todavía con luz natural en el horizonte y algunas estrellas ya visibles más arriba, hubiese sido el fondo perfecto para un Nacimiento, bueyes y mulas durmientes incluidas. A dicho ganado no se lo podía ver por ninguna parte, pero sí se intuía su presencia en algún lugar no muy lejano, pues el olor del estiércol, mezclado con el del heno, invadía la atmósfera y tenía un efecto narcótico, como de porro telúrico.
Fue bajo los efectos de esos efluvios que me dio por pensar que una ciudad es también los lugares en los que uno siempre hace una parada antes de escapar de ella
Fue bajo los efectos de esos efluvios que me dio por pensar que una ciudad es también los lugares en los que uno siempre hace una parada antes de escapar de ella. ¿Acaso se les ocurre a ustedes lugares más madrileños que el Landa de la carretera de Burgos o que el Casa Pepe de Despeñaperros? El primero, con su arquitectura de blasones y su piscina semigótica, se ha convertido en el Chateau Marmont del Cantábrico y ha logrado transformar los huevos con morcilla en un símbolo de estatus que los veraneantes capitalinos suben a Instagram para dejar constancia de que ellos no vacacionan en esa vulgaridad llamada “El Sur”. El segundo es la prueba de que España jamás ha tratado a sus fascistas como los alemanes a sus nazis y que el espíritu del franquismo estaba agazapado en carrusel de llaveros esperando a entrar de nuevo en su casa.
El imaginario de los países también se construye en las áreas de servicio. Desde Villalpando pensé en Madrid con distancia, sarcasmo y condescendencia para después comprender que me pusiera como me pusiera, en algún momento tendría que volver. A Madrid siempre se vuelve.
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