Las colas del hambre no se van de vacaciones: “La comida del día, se repite”
190.000 madrileños, una población similar a Santander, Pamplona o Almería, todavía dependen del Banco de Alimentos y de las asociaciones de los barrios para sobrevivir
Es verano: las vacaciones consisten en buscar una foto antigua de la playa en el móvil. “Yo soy del Caribe, ¡cómo no voy a echar de menos irme de vacaciones si en mi país tenemos la playa al lado!”. La última vez que Isolina Medina pisó la arena del Mediterráneo fue hace tres años. Fueron tres días en Valencia. Recibió una invitación de una amiga y allí se presentó con su hija Vasilida, sus tres nietos y su bisnieta. Medina, de 68 años, lleva en Madrid la mitad de su vida. Emigró de la República Dominicana en los años 90 para buscar un futuro mejor para su familia. Ahora todos comparten un pis...
Es verano: las vacaciones consisten en buscar una foto antigua de la playa en el móvil. “Yo soy del Caribe, ¡cómo no voy a echar de menos irme de vacaciones si en mi país tenemos la playa al lado!”. La última vez que Isolina Medina pisó la arena del Mediterráneo fue hace tres años. Fueron tres días en Valencia. Recibió una invitación de una amiga y allí se presentó con su hija Vasilida, sus tres nietos y su bisnieta. Medina, de 68 años, lleva en Madrid la mitad de su vida. Emigró de la República Dominicana en los años 90 para buscar un futuro mejor para su familia. Ahora todos comparten un piso de alquiler en Orcasitas, un barrio madrileño de 23.000 vecinos donde la población extranjera de América Latina y el Caribe supone casi la mitad del distrito. La renta media, sin embargo, no llega a los 27.000 euros, de las más bajas de la capital.
― Me quiso llevar la pandemia, pero no pudo.
Vasilida ha cocinado para muchas casas. Fue una empleada de hogar modelo. Cocina de rechupete. “Cualquier cosa. ¿Qué quieren?”. La pandemia, sin embargo, les dio un zarpazo. Toda su familia se contagió de un plumazo. Y perdieron el empleo. Dos años después su hija sigue en el ERTE, como casi 60.000 madrileños, según los últimos datos de julio. Solo uno de sus nietos prepara hamburguesas a media jornada en un Burguer King. Viven con 600 euros. La media de alquiler en el barrio ronda los 700. Para el desayuno, la comida y la cena reciben cada quince días una gran compra de alimentos que les entrega la asociación Acompañando Procesos del barrio. “Vienen a recogerla al local porque a muchos les da pudor hacer una cola”, cuenta el portavoz, Javier Leis. 450 familias dependen de su organización, 50 menos que durante el pico de la pandemia. “En agosto la mayoría de las instituciones cierran, pero nosotros no. La gente no deja de comer en verano”.
Hay un Madrid que se recupera tras la pandemia. Y hay otro que permanece intacto. Para miles de ciudadanos, sobre todo los vecinos de los barrios del sur, los casi siempre olvidados por las administraciones, las vacaciones consisten en mirar en la televisión las vacaciones del resto. La vacuna para encontrar trabajo no existe. Muchos de ellos han visto cómo sus pocas horas de curro al día, aquellas que pasaban limpiando hogares, acompañando a abuelos o compaginando chapuzas de albañilería, fueron fulminadas de cuajo en marzo de 2020. Ya no hay paga diaria. Para muchos, vivir al día se ha traducido en acudir a la parroquia o a la asociación del barrio a recoger alimentos. La mayoría audita los folletos del Día y del Ahorra Más. Algunos solo pisan una vez al mes el supermercado, el día de las grandes ofertas. Otros se han cansado de llamar a las instituciones para pedir. Las cifras oficiales no recogen las solicitudes que no llegan a presentarse. La burocracia de los invisibles es una vorágine de desesperación en los meses de descanso.
El doctor en Economía por la Universidad Complutense Gonzalo López ya avisaba en EL PAÍS en marzo de 2020: “A diferencia de pandemias anteriores, esta puede tener efectos sociales y económicos distintos a los que históricamente hemos observado en estas situaciones. Para empezar, el impacto de las medidas de confinamiento está siendo desigual por el nivel de ingresos”. No se equivocó. Dos años después ―y en un clima social y económico de repunte generalizado tras las vacunas― miles de familias siguen estancadas. Con pocos recursos, con muy pocas horas de trabajo. Y sin verano. Un informe interno del Ayuntamiento explicaba en octubre pasado que durante la crisis los hogares con hijos son los usuarios que más han acudido a los servicios sociales. Madrid es la ciudad donde hay más menores en situación de pobreza: cerca de 230.000, el 9% del total nacional.
Midori Quirós, 25 años, vive con su hija, su pareja, su hermana, sus dos sobrinos y su madre en un pisito de 70 metros cuadrados en Arganzuela, a 20 minutos del centro. Pagan 650 euros por dos habitaciones. La despensa voluntaria del barrio cerró en verano y ahora sobreviven con siete euros al día. Las cuentas son claras. Entre ahorros, trabajos por horas y ayudas alcanzan los 800 euros al mes. “Vivimos al día, literalmente. En agosto hemos decidido repetir las comidas para ahorrar más. Si un día comemos macarrones, también se cenan”. No tienen Netflix. “Tenemos Internet por los niños. Vemos las películas en Youtube o en Facebook”. Su hija y sus sobrinos no saben lo que es pisar una playa o bucear en una piscina.
“El hambre no se va de vacaciones”, explica Elena Doria, portavoz del Banco de Alimentos de Madrid. 190.000 personas de la región, una población similar a Santander, Pamplona o Almería, todavía depende de esta organización para sobrevivir. Pese al verano, no han cerrado ninguno de los tres grandes almacenes. Dos millones de kilos al mes. “Ahora nuestro perfil se ha estabilizado. Tenemos un 50% de población extranjera y un 50% de española, la mayoría son de clase media y baja, que perdieron el empleo tras la pandemia”. Un informe de la Cruz Roja en febrero subrayaba que ellos atendían a 91.000 familias madrileñas. “Nuestro perfil tampoco ha variado”, cuenta ahora la portavoz Isabel Álvarez.
En Aluche, uno de los barrios de Madrid más golpeados por la pandemia, las colas del hambre continúan. Este sábado cerca de 400 familias se acercaron al local a recibir la bolsa del mes: leche, aceite, patatas, kilos de verdura, kilos de fruta, helados de limón y un par tarros de legumbres. Rogelio Poveda, de 63 años, es el coordinador del reparto. “En agosto los casos se recrudecen. La subida de la luz les mete unas hostias terribles, nos llaman diciendo que no tienen dinero para pagar los recibos”. En la cola el ambiente es silencioso. Muy pocos hablan. Llegan con el carrito de la compra y se ponen detrás, uno a uno, como una fila de hormigas. “A los hombres le da más pudor venir, por eso vienen las mujeres a recoger los alimentos”.
Eduard Lara, 50 años, es dominicano. Son seis en casa. Es la segunda vez que viene a por los alimentos desde la pandemia. “Trabajo por horas como pintor”. Lleva 15 años en España. “Sin duda, este es nuestro peor momento”. A su lado está Elsa Guzmán, boliviana, de 54 años. “Si pudiera ir a lavar la ropa al río, me iba. La luz está carísima para poner lavadoras”. Viven siete en un piso de dos habitaciones con 1.300 euros al mes. Las vacaciones no existen. “Para nosotros el mar es el río”.
Algunos camiones de comida llegan a la parroquia UVA de Vallecas, en la zona de Entrevías, a seis kilómetros de la Puerta del Sol —donde la renta media es de 17.500 euros al año, casi cuatro veces menos que el barrio de Salamanca, con 61.572—. Aquí les recibe el padre Gonzalo Ruipérez. “Lo peor de la pobreza es la burocracia. En agosto todo se demora y cuando uno enciende la tele dan ganas de pecar”. Dice que muchos extranjeros, hastiados por la situación laboral, barajan ya la vuelta a su país en las próximas semanas. “No ven la posibilidad de avanzar y la deuda se les agrava”.
La UVA es una de las zonas más humildes de todo Madrid. La calle es el principal centro de enseñanza de los niños. Tampoco existen las vacaciones. No se reduce el tráfico. El mercadillo sigue los martes. La diferencia entre abril y julio son las horas a pie de calle, al fresco, como un pueblo manchego o extremeño. El pasado 28 de junio todo cambió de golpe. El párroco Ruipérez dio una sorpresa a 140 niños del barrio. Tres autobuses se presentaron en la Iglesia. “Nos vamos”. El destino era el Aquopolis de Villanueva de la Cañada. “Para algunos era la primera vez que se bañaban en una piscina. Fue como visitar Disneyland Paris”.
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