Vacaciones pagadas
Cuando en el confinamiento veía el rótulo de Iberia, pensaba en todos los aviones en tierra, los viajes que nadie estaba haciendo y los empleos que se estarían perdiendo
Desde mi casa puedo ver el rótulo de Iberia que corona la torre de ladrillo de Avenida de América. Ese neón es como una especie de faro que jamás deja de iluminar el cielo de Madrid, de día muy azul pero por las noches tan negro que no tiene ni estrellas.
Cuando lo miro, me acuerdo de que vivo en una gran ciudad, porque solo hay algo más rotundamente metropolitano que una bóveda celeste cegada por la contaminación lumínica y es un anuncio da...
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Desde mi casa puedo ver el rótulo de Iberia que corona la torre de ladrillo de Avenida de América. Ese neón es como una especie de faro que jamás deja de iluminar el cielo de Madrid, de día muy azul pero por las noches tan negro que no tiene ni estrellas.
Cuando lo miro, me acuerdo de que vivo en una gran ciudad, porque solo hay algo más rotundamente metropolitano que una bóveda celeste cegada por la contaminación lumínica y es un anuncio dando luz en lo alto de un edificio altísimo; al verlo, también recuerdo que formo parte de una civilización tan avanzada que ha inventado aparatos que pueden volar y llevarnos muy lejos de nuestras viejas miserias urbanas.
Cuando el año pasado durante los meses del confinamiento salía a la ventana y veía allí a lo lejos el rótulo de Iberia, pensaba en todos los aviones que se estaban quedando en tierra, en todos los viajes que nadie estaba haciendo y en todos los empleos que se estarían perdiendo. Al mismo tiempo, me sentía como el ratón Fivel, aquel dibujo animado creado por Spielberg que se subió de polizón a un transtlántico para buscarse la vida en el Nuevo Mundo y que una vez en América miraba desde su guarida la luna para encontrar alivio, pues tenía la esperanza de que en ese momento los seres queridos que había dejado atrás estuviesen mirando también al cielo.
El rótulo de Iberia era para mí como una luna amarilla y roja: verlo encendido significaba un anclaje con la antigua realidad. Hace algunos veranos, sentada en el avance de una caravana desde la que sí se veían las estrellas, mi amiga Elena, una brillante científica que ha estudiado en Estados Unidos y ahora trabaja desde España en el próximo informe mundial de la ONU sobre el cambio climático, me preguntó si alguna vez se me había ocurrido pensar que la nuestra quizá sería la última generación que tendría la oportunidad de recorrer el mundo con la facilidad con la que nosotras lo habíamos hecho. Pensaba ella en el final de los combustibles fósiles.
Lo que a ninguna de las dos se nos pasó por la cabeza en ningún momento aquella cálida noche de cháchara interminable fue la posibilidad que un virus nos cerrase las fronteras.
La semana pasada, el dueño de una de esas empresas que se anuncia con grandes neones en lo alto de rascacielos viajó al espacio. Antes de hacerlo, le pareció buena idea dar públicamente las gracias a sus trabajadores por pagarle el viaje. Dicen las malas lenguas que esos trabajadores curran tanto que no pueden ni levantarse a mear.
Yo mañana abandono Madrid. Me voy a ver faros auténticos y a mirar la luna de verdad. Vivo en una civilización tan avanzada que ha inventado las vacaciones pagadas. Qué felicidad. Recemos para que a ningún iluminado se le pase por la cabeza apagar las últimas luces de la vieja normalidad.
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