No hace falta que la quieran tanto
Si tantos políticos y tertulianos estuviesen en lo cierto, no habría país en el mundo que sufriese tantas humillaciones como España
Es difícil imaginar un euforizante mayor para un independentista catalán que seguir a ciertos políticos, articulistas y tertulianos de Madrid. Todos esos derroches de ingenio -y de manejo de sinónimos- para lanzar vituperios contra el secesionismo suelen rematar en un corolario desolador: ellos siempre ganan. No hay semana que los editoriales no proclamen un nuevo triunfo de la causa separatista frente al Estadito cobarde, sometido a una permanente humillación.
Los análisis hirvientes de desgarro e indignación moral se han vuelto aún ...
Es difícil imaginar un euforizante mayor para un independentista catalán que seguir a ciertos políticos, articulistas y tertulianos de Madrid. Todos esos derroches de ingenio -y de manejo de sinónimos- para lanzar vituperios contra el secesionismo suelen rematar en un corolario desolador: ellos siempre ganan. No hay semana que los editoriales no proclamen un nuevo triunfo de la causa separatista frente al Estadito cobarde, sometido a una permanente humillación.
Los análisis hirvientes de desgarro e indignación moral se han vuelto aún más desgarradores e indignados tras los indultos. Pero esas mismas palabras que se arrojan como llamas sobre la conciencia del país vienen pronunciándose desde hace mucho. Años antes de que los indepes se declarasen insumisos frente a las leyes, ya se contaban por decenas las humillaciones infligidas a España.
Una declaración hiperventilada de uno de los líderes catalanes, algún gesto teatral de sus representantes institucionales, una manifestación, una visita a La Moncloa, un permiso penitenciario… No hay muchos países en la Tierra que hayan sido vejados de forma tan contumaz. Ni que, por lo visto, resulte tan sencillo humillar: bastan una pancarta en un edificio oficial o una frase disparatada para que la moral de la patria se sienta atravesada por un ultraje. Y un lamento doliente se apodera de los parlamentos y de las televisiones, impregna la tinta de los periódicos, chisporrotea en las redes sociales.
Podemos discrepar de las opiniones de esos contables de las humillaciones cotidianas que afligen a nuestro país, pero de lo que no hay duda es de su inmenso amor a España. Lo proclaman en cada una de sus frases, en los balcones de sus casas, en las pegatinas de sus coches, hasta en las correas de sus perros. El otro día, uno de esos diputados dijo en el Congreso que “la españolidad es una concepción universal y eterna”.
Lo que parecen haber olvidado es que tan perniciosa resulta la falta de amor como un exceso de él. Ya conocen el dicho: hay amores que matan. Cuando el amor no se controla, deviene obsesión. Y con él llegan los sentimientos posesivos y los celos paranoicos. El mismo caso de los nacionalistas catalanes es una prueba de las terribles consecuencias que puede acarrear un exceso de amor a la patria. Sobre los afectos a España, yo me quedaría con pasiones más discretas y eficaces, como la de nuestros profesionales sanitarios o la de los miles de voluntarios -muchísimos madrileños entre ellos- que hace ya unos años acudieron a mi tierra a ayudarnos a quitar el chapapote de las playas.
De verdad, España no necesita que la quieran tanto. Tampoco acabo de ver en qué la beneficia declararla derrotada y agraviada a todas horas. Cualquier día se van a enterar por ahí fuera y hasta a Andorra se le puede dar por humillarnos.
Suscríbete aquí a nuestra nueva newsletter sobre Madrid.